jueves, 29 de enero de 2015

BIOGRAFÍA Y CONFERENCIA




http://youtu.be/fgQjF8-Vz5Y



D. Claudio Maestre

     BIOGRAFÍA DE JOAQUÍN ROMERO MURUBE
Joaquín Romero Murube nació en Los Palacios y Villafranca el 18 de julio de 1904. Su infancia transcurrió en el pueblo entre el calor de su familia materna y el contacto directo con la naturaleza. A los ocho años se vio abocado a salir de este agradable ambiente para iniciar sus estudios en Sevilla, hecho éste, que provoca en el poeta una ruptura con su vida anterior y que le costó superar:


¡Yo debí morir de niño,
con nueve años!
¡Cuando mi pena era un ángel,
ajena al llanto!

Su padre, abogado liberal, llegó a ocupar la Presidencia de la Diputación Provincial y de la Sociedad Económica de Amigos del País. Joaquín heredará de su progenitor el espíritu liberal. La riqueza de sus primeras vivencias infantiles en el pueblo, la enorme capacidad de observación, su amor y su defensa de las tradiciones sevillanas se convertirán en temas a los que recurrirá con frecuencia en su literatura.
Empezó los estudios de Derecho y Filosofía y Letras, pero tras la muerte de su padre, los dejó para ponerse al frente de su familia. A pesar de esta circunstancia imprevista no abandona sus contactos con los profesores y compañeros de la Facultad, entre los que se encuentran Pedro Salinas, Jorge Guillén o Luis Cernuda. Frecuentó las tertulias literarias de la ciudad, fue miembro del Ateneo y secretario del Centro de Estudios Andaluces. Al abandonar sus estudios, trabajó en El Monte de Piedad. Posteriormente y con carácter de interinidad, ejerció en el Ayuntamiento hasta 1934, fecha clave en su vida, cuando es nombrado Director-Conservador del Alcázar de Sevilla.
Romero Murube fue uno de los fundadores y Redactor-jefe de le revista literaria “Mediodía”. Participó activamente en 1927 en los actos celebrados en Sevilla para conmemorar el tercer centenario de la muerte de Góngora, por lo que se le considera miembro de la Generación del 27.
Se casó en 1936 con su prima Soledad Murube Cardona. El matrimonio no tuvo descendencia.
Joaquín Romero, como Secretario del Patronato Artístico Nacional desempeñó una encomiable labor en defensa de importantes e históricos edificios que salvó de la demolición, así como también intervino en la recuperación para el patrimonio andaluz de valiosas obras de arte.
Siempre estuvo muy ligado a la Semana Grande de Sevilla: hermano de la Soledad de San Lorenzo, pregonero de la Semana Santa de Sevilla en 1944 y miembro fundador del Consejo de Hermandades y Cofradías.
En los 35 años que rigió los destinos del Alcázar, desplegó todo un repertorio de rigurosas reformas, adaptaciones, rehabilitaciones, creación de nuevos espacios o ampliación de jardines. Convirtió el recinto en uno de los monumentos mejor conservado del mundo. Este histórico edificio fue también lugar de encuentro de escritores y personalidades del mundo de la cultura bajo el mecenazgo del poeta palaciego.
Joaquín Romero Murube, a diferencia de otros poetas sevillanos, mantuvo una fidelidad incondicional hacia Sevilla. En los años del franquismo, no dejó de defender los intereses de la ciudad, aunque para ello tuviera que asumir el riesgo de enfrentarse al Alcalde, Gobernador o al Cardenal. Desde las páginas de los periódicos fustigó, con una agresividad inusual, contra todo lo que pusiera en peligro los intereses de la dama de su corazón, Sevilla. En los más de 300 artículos que publicó, creó un tipo distinto de escribir en los diarios, por ello hoy está considerado como maestro del nuevo periodismo y ABC instituyó el premio que lleva el nombre del conservador del Alcázar.
Murió en el Alcázar el 15 de noviembre de 1969, tras regresar de una cena en compañía de unos amigos y las respectivas esposas.

Clasificación de las obras de Joaquín Romero Murube
Prosa: La tristeza del Conde Laurel (1923), Hermanita amapola (1925), Dios en la ciudad (1934), José María Izquierdo y Sevilla (1934), Sevilla en los labios (1938), El Alcázar de Sevilla (1943), El discurso de la mentira (1943), Pregón de la Semana Santa de Sevilla (1945), Ya es tarde (1948), Memoriales y divagaciones (1951), Lejos y en la mano (1959), Los cielos que perdimos (1964) y Francisco de Bruna y Ahumada (1965).

Poesía: Sombra apasionada* (1929), Siete romances (1937), Canción del amante andaluz (1941), Kasida del olvido (1945), Tierra y canción (1948) y Silences d’Andalousie (1953).
Prosa poética: Prosarios (1924), Sombra apasionada (1929)* y Pueblo lejano (1954).
* En Sombra apasionada el autor alterna el verso con la prosa poética, razón por la cual este título aparece en los dos apartados.

Su dilatada trayectoria profesional y artística fue reconocida con distintos premios o condecoraciones: Gran Cruz de Isabel la Católica, Cruz de Alfonso X el Sabio, Condecoración Agrícola por haber colaborado en el Congreso de la FAO, Racimo de Uvas de Oro de Los Palacios y Villafranca, Premio Adonais de poesía por su libro Kasida del olvido, Medalla de Oro de la Hermandad de la Soledad de San Lorenzo, Encomienda de Medahuia (Marruecos), Premio Ciudad de Sevilla por su obra Francisco de Bruna y Ahumada, Miembro de la Academia Sevillana de Buenas Letras o Miembro de la Academia de Bellas Artes Santa Isabel de Hungría, son algunas muestras del reconocimiento recibido durante su vida que avalan el talante y la personalidad de una de las figuras más relevantes y trascendentales de la cultura sevillana del pasado siglo XX.

Claudio Maestre Moreno

EL COMPROMISO SOCIAL DE JOAQUÍN ROMERO MURUBE          EN PUEBLO LEJANO
                                                                                                                                                                       Claudio Maestre Moreno

      
                                                                 Todo hombre lleva una ciudad inscrita en el     
                                                                     corazón; la de los recuerdos de la infancia, la que guarda     
                                                                  en su seno una casa, una calle…
                                                                                                             
                                                                  Jesús Sánchez Adalid (El mozárabe)

  En primer lugar quiero dejar constancia del reconocimiento que la Hermandad de la Soledad de San Lorenzo merece por el ciclo de actividades programadas y realizadas con gran brillantez a lo largo de 2004, en el que celebramos el centenario del nacimiento de Joaquín Romero Murube.
  Seguidamente quiero agradecerle a la Hermandad la oportunidad que me brinda al ofrecerme la ocasión para conferenciar sobre algo tan especial para quien les habla como es la vida o la obra de Romero Murube.
Los que  estáis aquí, los que leeréis estas páginas, os mueven inquietudes cofrades y/o culturales. Procuraré transmitir mis conocimientos, compartir con todos vosotros las conclusiones extraídas durante los años en que he analizado y gozado con las reposadas lecturas de Pueblo lejano.
  Cierto es, que mi prestigio dista bastante de los conferenciantes que me han precedido en este ciclo organizado por la Soledad: Rogelio Reyes, Presidente de la Academia Sevillana de Buenas Letras, del poeta y profesor de la Universidad hispalense, Jacobo Cortines Torres o del prestigioso periodista Carlos Colón. Espero suplir mis carencias y limitaciones con el calor o la emoción que se confieren a los actos que se hacen desde el corazón.
  El motivo que he escogido para esta conferencia, como habéis comprobado es el compromiso social de Joaquín Romero Murube, no el apreciado en el conjunto global de su literatura, que sería muy interesante pero inapropiado para la ocasión por razones de tiempo y de espacio, sino el extraíble de su obra Pueblo lejano al que me ceñiré exclusivamente. Sirva esta disertación además, como acto conmemorativo del 50 aniversario de su aparición.
  En Pueblo lejano hay luces y sombras, ricos y pobres, penas y alegrías, vida y muerte. Es un libro intimista, de honda interioridad, nacido del contacto directo con el pueblo más sencillo. Como escribía Gregorio Marañón en el prólogo de la edición francesa: “Esta Andalucía maravillosa e insaciable que ven los ojos del poeta es la auténtica… Un sueño en el que la patria chica se adorna de infinitos matices.”
  Primeramente, expondré el compromiso VITAL que Joaquín adquiere en su obra: por una parte con sus raíces familiares y lugareñas, por otra, con la vida misma, con la estética de los campos, con el amor, con  la sensualidad y por supuesto con los sentimientos, porque como poeta extrapola su lirismo a todos los actos de su vida.
  Para Joaquín Romero Murube, Pueblo lejano, supone un compromiso indiscutible con su tierra, con la flora y con la fauna; un canto comprometido con una comarca virgen, aún no explotada, como es la Marisma; feraz y bella, yerma por aquel entonces; pero potencialmente llena de riqueza:
   El yegüerizo nos llevaba algunos días a la marisma…,…el enorme suelo era todo de margaritas blancas, de azules lirios olorosos, de florecillas rojas o amarillas cuyos nombres desconocíamos. ¿Cuántas? Toda la tierra era flor, mar de colores.
   He aquí la primavera marismeña en todo su esplendor. Un compromiso con la tierra forjado en la infancia del escritor, cuando los sentimientos adquiridos arraigan y permanecen en su máxima pureza. Romero Murube, con su obra, deja constancia de la predilección por los cielos nocturnos, por el brillo sideral, enfatizando cada vez que puede, que ese brillo adquiría unas calidades especiales en su pueblo:
   En las noches de invierno brillaban fríos los luceros, las estrellas, más que nunca. Y el  ver el agua helada por la mañana, los carámbanos en los charcos,  pilas, cubos y lebrillos constituía entre la chiquillería una de las más raras fiestas del invierno en el pueblo.
  De su niñez, a caballo entre la primera y segunda  década del pasado siglo, los mejores recuerdos se internan y se asientan en su memoria por el canal de los sonidos, siempre expresados con autenticidad y elegancia:
   Los repiques gloriosos en el pueblo tenían un eco de júbilo universal: chillaban los chiquillos, los palomares levantaban las cortinas blancas de sus vuelos en círculos, cantaban las aves por los pastizuelos…Pero si oíamos el repique en la inmensidad del campo, nos angustiaba un poco aquella soledad tan querida, y el pueblo nos parecía infinitamente más bueno y más lejano.
   Una tierra que al ocaso del estío recompensaba la laboriosidad de sus trabajadores:
   Por agosto y septiembre las eras en el Prado, el ejido del Común. Subíamos a verlas desde la azotea de mi casa.
 Todos disfrutaban de aquella frenética actividad popular que transmutaba el paisaje:
 Giraban incansables en círculos, los trilladores; los mozos apaleaban la avena o el trigo; aquí llenaban sacos y espuertas; más allá cargaban en galeras, en volquetes, en carretas de yuntas…Había que hacerlo así, con rapidez agotadora: que por Consolación venían siempre golpes de lluvia temprana que dañaban las cosechas si aún estaba el grano por el suelo.
   Y aquí radica la ética vital de Joaquín con sus raíces, con su tierra y con su tiempo:
 Sí, siempre, aquí, en el tiempo sin horas de la sangre, puntual y fidelísimo, única rama de mi vivir sin ocaso ni sesteo, en inmutable y profundo verdor primaveral.
   Se hace patente en su obra una simbiosis constante con el mundo vegetal:
   Los árboles guardaban los mejores secretos de mi niñez.
 Una reivindicación continua que el escritor hacía  al evocar con extraordinaria delicadeza sus emociones. Era entonces cuando el árbol se convertía en su confidente, en su mejor amigo:
 Sí, había momentos en nuestra niñez en que todo se resolvía subiéndonos a las altas ramas amigas. Y no creáis que al afirmar tal cosa nos referimos a los incidentes menores de la vida…No. Eran nuestras alegrías y nuestras tristezas las que nos solicitaban una mayor amplitud de horizontes.
    Los sentimientos comprometen y marcan. Precisamente, la belleza de Marina Caro  daba alegría a su existencia. En Pueblo lejano se refleja el encuentro inevitable con las vicisitudes de la vida. El autor, ya de niño experimentó una fascinación sin límites por aquella deslumbrante adolescente:
 Parecía una diosa…La vida era bella con sólo mirar aquella muchacha.
  Germinaba el amor en él. Un amor imposible:
 ¿Por qué nos daba miedo – y lo buscábamos con ansia en cada instante – encontrar a Marina Caro? Era mayor que nosotros.
 Un amor que daba motivo a su existencia, que ponía o quitaba sentido a su vida:
 El mundo, la alegría, el gozo de vivir era sólo la presencia, los ojos, el calor y la vida de Marina Caro.  
 El ideal forjado por el joven se desgajaría una tarde, cuando en la cocina - mientras hacían arroz con leche los viejos criados de la casa y ajenos a la presencia de Joaquín-  oía este comentario:
 ¿Sabe usted el runrún que había esta mañana por las calles? ¿No? Pues que Marina Caro, la chiquilla de los Caros de ahí arriba, se ha fugado anoche con el cobrador de las contribuciones.
¡Qué agrio le supo a Joaquinito el arroz con leche! Amarguísima aquella tarde que se presumía de dulce. Así es la vida, el amor y las pasiones inherentes a la raza humana. Su obra, llena de vitalismo, rebosa sensualidad, manifiesta en forma de atracción dolorosa e inevitable; que hiere, pero que se anhela a la vez:
 En la calma larga de las siestas ocurrían las tentaciones y los disgustos. Era la soledad del mediodía, llena de puertas entornadas, gachonas coplas mezcladas al chirrido de las garruchas en los pozos, el hondo runrún de las lavanderas en los fogones, haciendo la colada con agua de ceniza, entre nubes de espuma de jabón, añil, y el retozo de los veinte años. Era la sangre ciega por el instinto de la vida. Hacia lo oscuro de las cuadras, detrás de los pajares, en los graneros, sobre montones de trigo o la alfombra rubia de la avena. Cantaban los gallos por los corrales con una acre salacidad contagiosa. Y el tiempo parecía que se paraba en un irresistible pasmo que secaba las bocas y derramaba calenturas por las venas. Sin cálculo ni caricia, súbitamente, se rodaba casi sin dolor en doble lucha ineficaz hacia un fondo amargo y temido, pero ineludible. Era el demonio de la siesta que zarandeaba a la gente joven llenándole los ojos de rebrillos, y la respiración de sofocos en los mudos acechos palpitantes.
 Una vez concluido el posicionamiento ético del escritor, intentaré exponer el compromiso CULTURAL, conformado por diversas vertientes; una primera faceta histórica, la más inmediata al niño, y la del personaje más relevante de su pueblo, la de El Cura de Los Palacios:
 El personaje de mayor relieve histórico en mi pueblo es Andrés Bernáldez, el cronista de los Reyes Católicos. Él sólo ha logrado la inextinguible llamada de la fama.
 En la obra de Romero Murube predomina claramente la visión literaria frente a la histórica. Cita también destacable del escritor es la que tiene ineludiblemente con Sevilla y con la religiosidad. Inolvidables para él aquellos días infantiles:
 Íbamos a ver la Virgen. ¿Qué acontecimiento era más importante y causaba mayor alteración en el orden riguroso de la casa, la Navidad, la Semana Santa o la Virgen? Desde luego, la Virgen, porque nos obligaba a trasladarnos a todos a Sevilla.
 La ocasión requería el lucimiento de las mejores galas:
 Tía Modesta se vestía su traje de seda negra, y todos mis hermanos el de marinero. En las gorras, con oro pálido, los nombres gloriosos: Carlos V, Lepanto, Méndez Núñez…
 Momento crucial el de la entrada en Sevilla. Era entonces, cuando el escritor  resaltaba la confusión interior por la candidez del niño de pueblo que tomaba contacto con la gran ciudad:
 Ya casi de noche llegábamos a la casa de mi madre, en el barrio de San Lorenzo. Había que pasar por muchas calles. Todo nos asombraba: la longitud de los paseos, el río, los barcos, la Cristina, los tranvías, los sombreros de las señoras, más de dos o tres curas reunidos y, sobre todo, la espesura humana de la Campana en el desemboque de la calle de la Plata y de las Sierpes.
 Pasada la noche y alboreando el día de la Virgen, brotaba la emoción, la fe, la tradición y la devoción fundiéndose en un sólo y conmovedor sentimiento:
 Allí estaba sonriente, mecida con suavidad humana, con el niño de Dios, su hijo, sobre las faldas… Sonreía y aliviaba las penas del mundo. Tía Modesta lloraba: lloraba todo el mundo con una alegría de piropo, confianza y oración muda.
 Finalizaba la visita con un propósito, con un fin no impuesto por los demás, sino emanado del propio convencimiento:
 Veníamos a ver la Virgen. El mundo, las personas, nosotros los pequeños, todos éramos más buenos desde aquel día.
 En la producción literaria de Joaquín Romero, la erudición ocupa un lugar de privilegio. El personaje que más sabiduría almacenaba en el pueblo era el secretario del Ayuntamiento, única persona capaz de enjuiciar los comentarios políticos de un periódico:
 …hasta se permitía a veces disentir de la letra de molde.
 Y continúa después con estas palabras:
 ¿Qué sabían ellos de la política de don José Canalejas o de las razones de don Valeriano Weiler? Pero cualquiera se atrevía a decir algo, con la labia y el  palabrerío tan fino que Dios había otorgado a don Tiburcio.
 Era capaz, incluso, de remontarse a la prehistoria del lugar:
 Ante nuestra curiosidad infantil por algunas piedras que guardaba en una vitrinilla de pino sin pintar, nos contó de historias: eran fósiles recogidos por él en pozos y alcantarillas del lugar. Hacía muchos siglos, el mar océano ocupaba todos aquellos contornos. El pueblo no existía. Aquellas conchas, aquellas almejas, aquellas algas, terrosas como corales sin brillo, así lo atestiguaban indefectiblemente.
 En algún párrafo del libro, el escritor se muestra satírico poniendo en entredicho la autenticidad de la sapiencia del funcionario:   
 La fama de sabio del Secretario oscilaba un poco en el pueblo, como el precio de las aceitunas.
 A pesar de estas vacilaciones pasajeras, recapitulaba reconociendo sus conocimientos:
 Sabía de todo: de política, de fósiles, de cometas y de genealogías… Sí; aunque no quisieran algunos de los concurrentes a la tertulia de la botica, a pesar de las prudentísimas reservas del señor Cura, don Tiburcio el Secretario era, lo que se dice, un verdadero sabio.    
 Otra incursión en la historia aparece en el capítulo “Los egipcios y los toros”, cuando se adentra en esta cultura y la compara con la palaciega. Para ello, se fundamenta en la similitud de costumbres, en las notables semejanzas del pueblo egipcio con el marismeño. No podemos olvidar la vocación turdetana de Joaquín.
 …esa modalidad lujosa que tienen aquí al adornar el frontal del yugo de los bueyes que tiran de las carretas, es una pervivencia egipcia.
 O esa otra costumbre de los esquiladores de mulos:
 Lo mismo podríamos decir de los dibujos a punta de tijera en el pelado de los mulos y los borriquillos… Parecen jeroglíficos y escrituras de aquel país de las pirámides.
  Dos claras influencias de los egipcios sobre estos parajes eran:
 …el culto y creencia de los astros. El tener buena o mala estrella es aquí de suma importancia. También el respeto al toro.
 Pero, tal vez lo más trascendental de este capítulo sea la intuición, la clarividencia con que el escritor augura un futuro de prosperidad para su pueblo, si éste llegara a evolucionar de forma adecuada y aprovechara las inundaciones del Guadalquivir como lo hacían los habitantes del río Nilo:
 Y este pueblo, si sabe estar a la altura de las circunstancias, podrá ser una Alejandría interior, rica y floreciente.
 Proféticas palabras, que 50 años después se han hecho realidad, pues efectivamente, al desalinizarse las tierras de la Marisma y ponerlas en labor, ha supuesto el despegue y el cambio del pueblo hacia el bienestar. Magnífica exposición literaria e histórica arrancando del pasado egipcio, ha sido la de hacer una comparación con el presente del lugar y sentar unas premisas para visionar un futuro de prosperidad partiendo de la experiencia y la sabiduría demostrada por otros pueblos. Un  compromiso basado en la historia para profetizar y proyectar el futuro de su pueblo. He aquí la realidad de una profecía literaria en su tierra y para su tierra. Quería a su pueblo y quería la transformación que le llevara al progreso.
   El tercero de los compromisos, el decisivo en Joaquín Romero Murube, ha sido el SOCIAL. Decisivo porque tiene mayor presencia, por la significativa contundencia con que se expone y por la importancia que adquiere en la trama del libro. En los inicios de la obra, aborda el tema de la insalubridad de las viviendas que raya en la denuncia:
 La gente aquí  conoce la incomodidad de vivir. Se encierran en estas habitaciones por las que brilla el rezumo del frío, sobre suelos de ladrillos entre cuyos poros brota el agua, nuncio precoz de nuevas lluvias.
 A pesar de la dureza del invierno y de las precarias condiciones de vida que sumen a determinadas familias en la miseria, el escritor buscaba cualquier resquicio positivo en estas situaciones. Así mostró el encanto que podían ofrecer aquellos contornos anegados:
 Por la calle de la Aurora, al final, veíase la inmensa marisma. Las últimas casas, con techumbre humilde de pastos y bayuncos, casi se confundían con la línea de tierra del horizonte. Cuando llovía, todo se inundaba. La laguna de agua cenagosa llegaba hasta los mismos muros de las viviendas; y al atardecer, todo aquel contorno, tomaba una apariencia de tarjeta postal japonesa, con las grandes techumbres de pastos dobladas en el reflejo de las charcas con verdina.
 Dejó constancia de la distribución de las viviendas populares. Casas adaptadas a las necesidades rústicas:
 Después del portal con la alcoba, el patinillo enguijarrado. Allí la cocina, quizás otras habitaciones. Y al fondo, la cuadra y los corralillos para las bestias.
 El caballo, dueño de los prados marismeños, se erige en símbolo estético de estos contornos:
 Por los cerrados, los potros, las yeguas, los caballos pacían flores.
 Bellos animales, fuertes, con una desbordante irradiación de vitalidad:
 Y a veces un relincho largo, lleno de trémolos y de vida, retemblaba en la vasta inmensidad, y parecía que la marisma se angustiase por el deseo imperioso de un dios enamorado, casi celeste.
 Retornamos del idílico prado a la vida en el pueblo, apreciando cómo por algunas calles se  palpaba el desgarro infrahumano provocado por las dificultades:
 Las niñas estaban en sus puertas, tristes, sucias, despeinadas. Crecían entre los animales y los aullidos desgarradores de las madres desesperadas por el trajín y el agobio de la vida.
  El artista buscaba los contrastes entre la cruda realidad y el continuo anhelo por hallar  aspectos positivos ante tantas adversidades:
 Todo el pueblo refulgente de cal. Y el dolor de vivir, la miseria, la grosería humana resaltaban más siniestramente contra esos fondos lisos, puros, de las paredes inmaculadas.

La generalizada pobreza adquiría tintes de dramatismo en los arrabales:
 Por las calles  últimas – casillas de barro y paja – un aire de puchero pobre, establo y yerba verde. Los niños tiraban piedras al hedor del alpechín podrido. La vida se hacía ínfima, inhumana. Daba miedo ver la expresión de algunos rostros.
 Ante tan desconsolador panorama y como contrapunto a estas crudas circunstancias, la arrogancia y la insinuación en los paseos al atardecer de las niñas de la calle Real.
 No paseaban otras muchachas en el pueblo. Las de la calle Real parecían reinas,  con sus trajes de colores y los grandes lazos caídos desde la cintura. Sí, sólo las niñas de la calle Real paseaban por la acera, con grandes moños sueltos, pendientes de las altas cinturas incitantes.
 Aprecio en Romero Murube, un sentimiento de simpatía, de solidaridad frente a tanta pobreza; percibo también, una identificación y una comprensión ante tamaña injusticia. Resulta muy significativo el uso reiterado de los demostrativos de cercanía para hacer suya la situación:
 Nos gustaba perdernos por estos andurriales pobres, muchas veces mal olientes y con un final desconocido. Había en ellos una soledad cerrada, ofensiva, cómplice de todas las imposturas y de todos los malos cuentos.
 Esta comunión se hacía extensiva al campo y como no, a los que en él trabajaban,  descubriendo asimismo cómo eran las labores agrarias en los fríos días del invierno:
 Por las mañanas de enero, cuando la reja de los arados iba rompiendo la tierra, del fondo de las besanas salía un humito corto, un tibio aliento que se perdía entre las piernas de los yunteros. Todo el campo estaba aterido; y en los charcos, en las lagunillas brillaba  el espejo duro de los carámbanos.
 Por momentos las descripciones de escenas campesinas se convierten en estampas costumbristas. Llegada la ocasión, realza la laboriosidad y el papel fundamental desempeñado por la mujer:

Encendían candelorios de sarmientos y troncas de olivo. El olor del tomillo y el romero hacía íntima la distancia. Iban las cuadrillas de mujeres a coger aceitunas. Todas con pantalones de hombre bajo las largas blusas, y el pañolón reliado a la cabeza con un fuerte nudo bajo la barbilla.
  Las casas ricas del pueblo eran pocas. Humildes y similares, la mayoría. Esta equidad inspiraba en los demás una confianza ciega:
 Había en el pueblo media docena de casas ricas, con zaguán y portón de clavos dorados. El resto de las viviendas no lo tenían, y la puerta de la calle abría directamente sobre el interior de la casa, a la pieza que por la misma razón llamábase “el portal”. Y estas puertas y portones estaban siempre abiertos.
 Posteriormente escribirá:
Todas las puertas abiertas daban al pueblo un aire de gran familia compenetrada y sin secretos.
 A su carácter de fino observador, no podía escapar el empeño puesto por los lugareños en la pulcritud de sus moradas:
 Las casas eran, hasta las más pobres, limpias, blancas de cal, refulgentes. El cotidiano aljofifado de los suelos sacaba brillo a la vasta arcilla de las solerías. Los metales de los aldabones , como de oro pálido.
 Una vez más un sentido, el de los olores, penetraba en el recuerdo y permanecía en la memoria:
 Por el invierno, los portales olían a azúcar quemada, a alhucema en el brasero. En las casas más humildes trascendía a la puerta el sano olor modesto de los pucheros en la lumbre.
 Una representación más de la pobreza se halla en la cruda descripción del maestro:
 ¿Qué edad tendría el buenazo de don Damián, el maestro? Era imposible calcularlo. Debió de ser así de viejo y triste toda su vida. Con la deshilachada americana gris burdamente recosida por los codos, los gastados pantalones de pana y las botas grandísimas, de elásticos, llenas de arrugas y tolondrones.
 Y finaliza la oración con un matiz de afecto conmiserativo y de ternura:
 ¡Pobre don Damián! Estará en el cielo.
 El maestro de una escuela masificada  y con una precariedad de medios desconsoladora:
 Más de la mitad de los asistentes a la escuela iban descalzos, con los pies llenos de barro y arañones.
 Una gran sensibilidad se forjaba en el escritor, por entonces niño, viendo la dura realidad de aquellos tiempos, sintiendo a pesar de su situación familiar privilegiada,  como propio el dolor de toda la miseria que ve a su alrededor:
 Yo no he podido olvidar en toda mi vida a Juan Zaramalla Domínguez, mi vecino de “Catón”. Descalzo y casi desnudo. El rostro tan canijo que al mirarlo siempre me recordaba al galgo viejo de la casa de mis tíos. Un día me dijo que en su casa apenas había que comer. Y yo le daba todas las tardes mi merienda de pan y chocolate, que él devoraba ávidamente, a carrillos llenos. El pobrecillo no pasó nunca de curvas y palotes, y me acompañaba, sin decirme nada, hasta mi puerta.
 La clase obrera protagoniza parte de los capítulos: Fernando el manigero, Milagritos la cocinera, Joselito el de la Huerta, el porquerillo de la “estacá” larga,  Antoñillo el de las cabras…
 Al sol puesto tomaba nuestra casa un aspecto singular, porque volvían los trabajadores del campo. Entraban por la cancela grande del postigo entre chirigotas, canturreo por lo bajo y gritos a las bestias que con la querencia de las cuadras se desmandaban retozonas. Fernando el manigero era el que gobernaba por aquellos dominios en que la casa confluía directamente con el trajín y  la briega campesina.
 Ante tanta dureza y exigencia vital, el más débil no sobrevivía. De esta manera muestra el desconsuelo por la pérdida de Angelita:

Angelita, la niña que vivía en la última casa de la calle de la Aurora – por donde ya se sale a la marisma infinita, y en el invierno, cuando las riadas, entran las barcas de Coria -, Angelita, la que se desmayaba cuando decía sus versos a la Virgen, ha muerto. Ha muerto ahora que todo el cerro del prado estará lleno de lirios y campanillas blancas… ¡Pobre Angelita!
 Magnífico el retrato de despedida que le brinda, captando la atmósfera lugareña en el triste momento del entierro:
 Fuera, la tarde del pueblo iba formándose con la plata de las acacias y oros declinantes. De la torre incendiada en amarillo de sol y cal, comenzó a caer el doble por la niña muerta: tristes campanadas que el viento hacía opacamente lejanas, o dolientes en la cercanía. Se unía el plañir de los badajos con el oro del atardecer y con el triunfo verde de los campos que se asomaban adonde las calles se deshacían, y todo el pueblo estaba lleno de la armoniosa tristeza de la muerte. Melancolía honda de la adolescencia tronchada sin un florecer de músicas ni de fuegos.
 Su tía María representaba a la clase social alta del pueblo, hecho que se desprende con la enumeración de sus posesiones:
 En el castillo vivía entonces mi tía María. Sillones isabelinos tapizados en color calabaza. Quinqués más grandes y suntuosos que los de ninguna otra parte. Consolas con altaritos, y, entre las estampas religiosas, los retratos de algunos familiares.
  
En el pueblo, la capilla obrera por excelencia era la de los Remedios, situada en las afueras:
 Los Remedios era casi capilla rural. Entre los latines del cura, irrumpía a veces con inocente irrespetuosidad el gruñido de algún cerdo de los corralillos cercanos, o el airón gozoso de un relincho marismeño. Iban allí gentes sencillas de los campos y mujeres arrebujadas y oscuras en su mantón o la toquilla. En el porche, al entrar, nadie se detenía ni saludaba. Luego, al salir, los hombres echaban tabaco y todos se decían con voz recia:
-         Buenos días nos dé Dios.
 Y hablaban de los mulos, de la granazón de las sementeras o del precio de los piensos.
 Joaquín Romero Murube en Pueblo lejano, muestra gran sensibilidad y tolerancia hacia todos los grupos de personas marginadas por la sociedad. La profesión más antigua del mundo tiene su espacio:
 Allí quedaban ellas, renegridas de solanos, pintadas a chafarrinones, con el bermellón de los labios, derretido y brillante, como manteca,  en el sol débil que caía. Enseñaban más que las piernas, hablaban con voz de hombre, fumaban, escupían y cuestionaban con agresiva indolencia la realización de su negocio.
  La crudeza evidente de esta venta carnal, dejaba en la mente del sensible niño un regusto amargo reflejado en  palabras como estas:
 Había grescas, palabrotas y manotazos. La oscuridad se llenaba de puntas de cigarro, empellones en la sombra y blasfemias. La pureza de la vida huía a las estrellas.
 A los postergados prototipos de la sociedad de aquellos tiempos, también dirigió su mirada Romero Murube. Pizarro, “la Narda”, encarna al homosexual, figura esta muy marginada en aquellos años:
 -         Ahí está el demonio – decía tía Modesta. Y todos nos quedábamos estupefactos ante los gritos, revuelos, contoneos y chilindrinas de aquel hombre que hablaba, se reía y accionaba las manos y los brazos como una mujer.
 En el capítulo “La Narda”, Pizarro simboliza la alegre vitalidad por su simpatía y locuacidad.  
 Pizarrillo lo revolvía todo en un instante. Venía a comprar la ropa inservible. Se probaba enaguas, blusones, peinadoras, refajos, sombreros… La risa de las criadas trascendía por toda la casa.

Pero qué sucedió al pasar el tiempo, para que tía Modesta, a la que tanto divertía el mariquita, de repente sintiera hacia él una tremenda aversión. ¿Qué había ocurrido para que a la Narda se le agriase el carácter? Preguntas sin respuestas para el niño Joaquín:
 Tía Modesta, siempre que íbamos o tornábamos del campo, ordenaba al cochero dar la vuelta por el camino del Molino, a pesar de los baches y fangos, para evitar el cruce ante la venta de la Narda.
 Otro compromiso del escritor se extrae del capítulo “Los vagabundos” hacia la clase marginada de los indigentes:
 ¡Esos pobres por los caminos del campo!… No parecen de carne; más bien de tierra o de sarmientos renegridos… ¿Adónde van? No piden, ni escuchan, ni se paran ni hablan.
 Causaban temor a las personas, pero a Joaquín les atrae y le inspiran una mezcla de conmiseración y simpatía:
 La gente los temía o los evitaba. A nosotros nos inspiraban respeto y simpática inquietud.
  Cincuenta años hace que planteaba Romero Murube el problema de la drogadicción y que además lo enfocaba como enfermedad. Tía Luz – nombre literario dado a su tía Expectación – estaba aquejada de este mal:
 Y de pronto le entraban unos tiritones, se dolía de punzadas agudísimas en las piernas, en el cerebro, en la espalda, y con un destemple de carácter casi frenético había que meterla en la cama.
 Comportamientos inexplicables y llenos de misterio para un niño que no alcanzaba a comprender esas actitudes de tía Luz:
 ¿Por qué al final de la letanía, cuando comenzaban los Reginas, tía Luz se levantaba irremisiblemente y se iba a su cuarto?,…Siempre entornaba las puertas de la alcoba, lo que no hacía en otras ocasiones. Luego se oía el abrir de una llave y el chirrido de las maderas del cajón de la cómoda, justamente el de arriba. Poco después, un leve ruido metálico o cristalino, de algo con lo que se manipulaba rápidamente.
 Pocos detalles escapaban a la observación del pequeño que contemplaba el efecto producido por el fármaco:
 No estaba dormida, pero parecía como traspuesta. Cuando le decían que era la hora de comer, ni contestaba. Seguía sentada en la silla, envuelta por las quietas luces grises del atardecer, ausente, feliz, alejada.
  Casualmente, también fue aquella fatídica tarde de arroz con leche cuando descubrió el origen de los males de su tía – el amor no correspondido del médico – y la persona que le proporcionaba las sustancias prohibidas:
 Cada día que pasa se le reviene más y más el envenenamiento de esos polvos que le trae la cosaria.
 Un atónito niño Joaquín que no daba crédito a lo que escuchaba en aquella aciaga tarde que se presumía de dulce:
 Que esas medicinas que toma la señorita Luz son para que le den sueño y no sentir lo que pasa por el mundo. Y que se está matando poco a poco con esos venenos.                     
Un escritor valiente, capaz de exponer las miserias y las grandezas, las debilidades de su pueblo e incluso las de sus seres más queridos. ¿Hasta dónde pretendía llegar Joaquín con estas denuncias…? El realismo de la obra y la osadía de su autor no se detendrán ni ante el señorito andaluz, que está presente en el libro y encarnado en don Anselmo, dueño y señor de más de medio pueblo:
 Don Anselmo parecía un cohete quemado. Alto, delgadísimo, como de nervios y alambres, y siempre vestido de negro; calzón alto entallado, recios botos de cuero, y chaquetilla corta. Nunca vistió otro traje, ni aun para ir de ceremonias o quehaceres a Sevilla.
 Os recuerdo que se trata de un familiar, un Murube, el latifundista, el rico hacendado, situado en el polo contrario de la miseria antes expuesta:

Todas estas fincas y cortijos, en unión de las de sus allegados, don Felipe y don Joaquín, constituían casi un estado dentro de la baja Andalucía. La vista no alcanzaba lindes ni contornos. Desde las marismas hasta Utrera; y  faldeando los montes hasta Gibalbín… Cuando los años venían bien, los carros, bueyes y carretas despanzurraban los caminos con el peso de tanto grano y abundancia.
 Don Anselmo, el dueño y señor del suelo pero también de las personas, especialmente de las mujeres:
 Porque si las tierras y manchones de don Anselmo eran difícilmente enumerables por su copiosidad, lo que ya no admitía posibilidad de cuentas eran sus hijos, amores y aventuras.
 Imponía, por supuesto respeto, pero mucho más, si cabe, temor:
 En el casinillo siempre se sentaba en el mismo sillón lebrijano. Cuando iba por la calle, la gente, desde muy lejos, se apartaba y le dejaba libre la acera.
  Ciertamente no era admiración lo que experimentaba Joaquín con aquellos que oprimían a la gente llana:
 A veces aparecían por el pueblo unos pájaros de mal agüero que sembraban por todas las aceras y rincones el pánico y la discordia. Eran los lechuzos de las contribuciones, los cobradores de impuestos y recargos fiscales, gente agria de papel y pluma que ejecutaban los embargos y causaban la ruina de los pobres.
  Joaquín Romero Murube, persona polifacética realizó incursiones en el mundo del periodismo, de la arqueología, del flamenco o de las Bellas Artes. Como consecuencia de todo ello, hay una proyección social de los conocimientos adquiridos y canalizados emocionalmente hacia las páginas de este libro. Pueblo  lejano, parte de un realismo minucioso, donde el autor tomando como eje un lugar concreto y entrañable para él, su pueblo, con una rudimentaria forma de vida y unas costumbres arcaicas, ha conseguido extrapolar, con la sagacidad de su pluma, lo meramente localista hasta elevarlo al estadio literario más universal. Le ha bastado para ello exponer una serie de situaciones de injusticias sociales: la insalubridad de las viviendas, el abuso del potentado, la pobreza extrema, o el agobio del pueblo por los impuestos.
  El hilo narrativo lleva implícito un sentimiento solidario donde el escritor se convierte en partícipe de los llantos y de los gozos de sus gentes. No ha omitido la historia, ni la erudición, ni el amor, ni el canto a la tierra y para terminar se alinea y muestra su comprensión, su tolerancia con los marginados de la sociedad: prostitutas, vagabundos, homosexuales, inmigrantes o drogadictos.
  Argumentos poderosos son estos para afirmar contundentemente que Joaquín Romero Murube adquirió un compromiso social, contrajo una obligación con su pueblo en unos años difíciles, que muchos han ignorado y pocos han reconocido.
  El acervo cultural de este pueblo se sustenta en tres fuertes columnas de letras: en Las Memorias del reinado de los Reyes Católicos, que escribiera El Cura de Los Palacios en el siglo XV, en el decisivo Libro del Becerro  del XVII y en Pueblo Lejano, del XX.  Que el centenario del nacimiento de su autor y el cincuentenario de la aparición de su obra sirva para reivindicar al escritor, difundir sus publicaciones y espero, que a partir de ahora seamos capaces de leer entre líneas todo el mensaje que encierra este libro eterno, obra maestra de Romero Murube y monumento literario español.
  Para terminar, hay que resaltar que este soleano jamás eludió su responsabilidad ciudadana, ni la palaciega ni la hispalense. Antepuso en numerosas ocasiones los intereses de estos lugares al suyo propio e incluso al de su carrera literaria. En estas renuncias, en el compromiso social, voluntariamente contraído en Pueblo Lejano y en el virtuoso dominio con que maneja nuestra lengua escrita, cimento mis argumentos para calibrar la verdadera dimensión de la dignidad personal, de la grandeza humana y de la riqueza lírica que concurren en la figura de Joaquín Romero Murube.

                            Los Palacios y Villafranca, 20 de Agosto de 2004.

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