Joaquín Romero Murube nació en Los
Palacios y Villafranca el 18 de julio de 1904. Su infancia transcurrió en el
pueblo entre el calor de su familia materna y el contacto directo con la
naturaleza. A los ocho años se vio abocado a salir de este agradable ambiente
para iniciar sus estudios en Sevilla, hecho éste, que provoca en el poeta una
ruptura con su vida anterior y que le costó superar:
¡Yo debí morir de niño, con nueve años! ¡Cuando mi pena era un ángel, ajena al llanto!
Su padre, abogado liberal, llegó a
ocupar la Presidencia de la Diputación Provincial y de la Sociedad Económica
de Amigos del País. Joaquín heredará de su progenitor el espíritu liberal. La
riqueza de sus primeras vivencias infantiles en el pueblo, la enorme
capacidad de observación, su amor y su defensa de las tradiciones sevillanas
se convertirán en temas a los que recurrirá con frecuencia en su literatura.
Empezó los estudios de Derecho y Filosofía y Letras, pero tras la muerte de su padre, los dejó para ponerse al frente de su familia. A pesar de esta circunstancia imprevista no abandona sus contactos con los profesores y compañeros de la Facultad, entre los que se encuentran Pedro Salinas, Jorge Guillén o Luis Cernuda. Frecuentó las tertulias literarias de la ciudad, fue miembro del Ateneo y secretario del Centro de Estudios Andaluces. Al abandonar sus estudios, trabajó en El Monte de Piedad. Posteriormente y con carácter de interinidad, ejerció en el Ayuntamiento hasta 1934, fecha clave en su vida, cuando es nombrado Director-Conservador del Alcázar de Sevilla. Romero Murube fue uno de los fundadores y Redactor-jefe de le revista literaria “Mediodía”. Participó activamente en 1927 en los actos celebrados en Sevilla para conmemorar el tercer centenario de la muerte de Góngora, por lo que se le considera miembro de la Generación del 27. Se casó en 1936 con su prima Soledad Murube Cardona. El matrimonio no tuvo descendencia. Joaquín Romero, como Secretario del Patronato Artístico Nacional desempeñó una encomiable labor en defensa de importantes e históricos edificios que salvó de la demolición, así como también intervino en la recuperación para el patrimonio andaluz de valiosas obras de arte. Siempre estuvo muy ligado a la Semana Grande de Sevilla: hermano de la Soledad de San Lorenzo, pregonero de la Semana Santa de Sevilla en 1944 y miembro fundador del Consejo de Hermandades y Cofradías. En los 35 años que rigió los destinos del Alcázar, desplegó todo un repertorio de rigurosas reformas, adaptaciones, rehabilitaciones, creación de nuevos espacios o ampliación de jardines. Convirtió el recinto en uno de los monumentos mejor conservado del mundo. Este histórico edificio fue también lugar de encuentro de escritores y personalidades del mundo de la cultura bajo el mecenazgo del poeta palaciego. Joaquín Romero Murube, a diferencia de otros poetas sevillanos, mantuvo una fidelidad incondicional hacia Sevilla. En los años del franquismo, no dejó de defender los intereses de la ciudad, aunque para ello tuviera que asumir el riesgo de enfrentarse al Alcalde, Gobernador o al Cardenal. Desde las páginas de los periódicos fustigó, con una agresividad inusual, contra todo lo que pusiera en peligro los intereses de la dama de su corazón, Sevilla. En los más de 300 artículos que publicó, creó un tipo distinto de escribir en los diarios, por ello hoy está considerado como maestro del nuevo periodismo y ABC instituyó el premio que lleva el nombre del conservador del Alcázar. Murió en el Alcázar el 15 de noviembre de 1969, tras regresar de una cena en compañía de unos amigos y las respectivas esposas. Clasificación de las obras de Joaquín Romero Murube
Prosa: La tristeza del Conde
Laurel (1923), Hermanita amapola (1925), Dios en la ciudad (1934), José María
Izquierdo y Sevilla (1934), Sevilla en los labios (1938), El Alcázar de
Sevilla (1943), El discurso de la mentira (1943), Pregón de la Semana Santa
de Sevilla (1945), Ya es tarde (1948), Memoriales y divagaciones (1951),
Lejos y en la mano (1959), Los cielos que perdimos (1964) y Francisco de
Bruna y Ahumada (1965).
Poesía: Sombra apasionada* (1929), Siete romances (1937), Canción del amante andaluz (1941), Kasida del olvido (1945), Tierra y canción (1948) y Silences d’Andalousie (1953).
Prosa poética: Prosarios (1924),
Sombra apasionada (1929)* y Pueblo lejano (1954).
* En Sombra apasionada el autor
alterna el verso con la prosa poética, razón por la cual este título aparece
en los dos apartados.
Su dilatada trayectoria profesional y artística fue reconocida con distintos premios o condecoraciones: Gran Cruz de Isabel la Católica, Cruz de Alfonso X el Sabio, Condecoración Agrícola por haber colaborado en el Congreso de la FAO, Racimo de Uvas de Oro de Los Palacios y Villafranca, Premio Adonais de poesía por su libro Kasida del olvido, Medalla de Oro de la Hermandad de la Soledad de San Lorenzo, Encomienda de Medahuia (Marruecos), Premio Ciudad de Sevilla por su obra Francisco de Bruna y Ahumada, Miembro de la Academia Sevillana de Buenas Letras o Miembro de la Academia de Bellas Artes Santa Isabel de Hungría, son algunas muestras del reconocimiento recibido durante su vida que avalan el talante y la personalidad de una de las figuras más relevantes y trascendentales de la cultura sevillana del pasado siglo XX.
Claudio Maestre Moreno
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EL COMPROMISO SOCIAL DE JOAQUÍN ROMERO MURUBE EN PUEBLO LEJANO
Claudio
Maestre Moreno
Todo hombre lleva una ciudad
inscrita en el
corazón;
la de los recuerdos de la infancia, la que guarda
en
su seno una casa, una calle…
Jesús Sánchez Adalid (El mozárabe)
En primer lugar quiero dejar constancia
del reconocimiento que la Hermandad de la Soledad de San Lorenzo merece por
el ciclo de actividades programadas y realizadas con gran brillantez a lo
largo de 2004, en el que celebramos el centenario del nacimiento de Joaquín
Romero Murube.
Seguidamente quiero agradecerle a la Hermandad
la oportunidad que me brinda al ofrecerme la ocasión para conferenciar sobre
algo tan especial para quien les habla como es la vida o la obra de Romero
Murube.
Los que estáis aquí, los que leeréis estas
páginas, os mueven inquietudes cofrades y/o culturales. Procuraré transmitir
mis conocimientos, compartir con todos vosotros las conclusiones extraídas
durante los años en que he analizado y gozado con las reposadas lecturas de Pueblo
lejano.
Cierto es, que mi prestigio dista bastante de
los conferenciantes que me han precedido en este ciclo organizado por la
Soledad: Rogelio Reyes, Presidente de la Academia Sevillana de Buenas Letras,
del poeta y profesor de la Universidad hispalense, Jacobo Cortines Torres o
del prestigioso periodista Carlos Colón. Espero suplir mis carencias y
limitaciones con el calor o la emoción que se confieren a los actos que se
hacen desde el corazón.
El motivo que he escogido para esta
conferencia, como habéis comprobado es el compromiso social de Joaquín Romero
Murube, no el apreciado en el conjunto global de su literatura, que sería muy
interesante pero inapropiado para la ocasión por razones de tiempo y de
espacio, sino el extraíble de su obra Pueblo lejano al que me ceñiré
exclusivamente. Sirva esta disertación además, como acto conmemorativo del 50
aniversario de su aparición.
En Pueblo lejano hay luces y sombras,
ricos y pobres, penas y alegrías, vida y muerte. Es un libro intimista, de
honda interioridad, nacido del contacto directo con el pueblo más sencillo.
Como escribía Gregorio Marañón en el prólogo de la edición francesa: “Esta
Andalucía maravillosa e insaciable que ven los ojos del poeta es la
auténtica… Un sueño en el que la patria chica se adorna de infinitos
matices.”
Primeramente, expondré el compromiso VITAL
que Joaquín adquiere en su obra: por una parte con sus raíces familiares y
lugareñas, por otra, con la vida misma, con la estética de los campos, con el
amor, con la sensualidad y por supuesto con los sentimientos, porque
como poeta extrapola su lirismo a todos los actos de su vida.
Para Joaquín Romero Murube, Pueblo lejano,
supone un compromiso indiscutible con su tierra, con la flora y con la fauna;
un canto comprometido con una comarca virgen, aún no explotada, como es la
Marisma; feraz y bella, yerma por aquel entonces; pero potencialmente llena
de riqueza:
El yegüerizo nos llevaba algunos
días a la marisma…,…el enorme suelo era todo de margaritas blancas, de azules
lirios olorosos, de florecillas rojas o amarillas cuyos nombres desconocíamos.
¿Cuántas? Toda la tierra era flor, mar de colores.
He aquí la primavera marismeña en todo su
esplendor. Un compromiso con la tierra forjado en la infancia del escritor,
cuando los sentimientos adquiridos arraigan y permanecen en su máxima pureza.
Romero Murube, con su obra, deja constancia de la predilección por los cielos
nocturnos, por el brillo sideral, enfatizando cada vez que puede, que ese
brillo adquiría unas calidades especiales en su pueblo:
En las noches de invierno brillaban
fríos los luceros, las estrellas, más que nunca. Y el ver el agua
helada por la mañana, los carámbanos en los charcos, pilas, cubos y
lebrillos constituía entre la chiquillería una de las más raras fiestas del
invierno en el pueblo.
De su niñez, a caballo entre la primera y
segunda década del pasado siglo, los mejores recuerdos se internan y se
asientan en su memoria por el canal de los sonidos, siempre expresados con
autenticidad y elegancia:
Los repiques gloriosos en el pueblo
tenían un eco de júbilo universal: chillaban los chiquillos, los palomares
levantaban las cortinas blancas de sus vuelos en círculos, cantaban las aves
por los pastizuelos…Pero si oíamos el repique en la inmensidad del campo, nos
angustiaba un poco aquella soledad tan querida, y el pueblo nos parecía
infinitamente más bueno y más lejano.
Una tierra que al ocaso del estío
recompensaba la laboriosidad de sus trabajadores:
Por agosto y septiembre las eras en
el Prado, el ejido del Común. Subíamos a verlas desde la azotea de mi casa.
Todos disfrutaban de aquella frenética actividad
popular que transmutaba el paisaje:
Giraban incansables en círculos, los
trilladores; los mozos apaleaban la avena o el trigo; aquí llenaban sacos y
espuertas; más allá cargaban en galeras, en volquetes, en carretas de
yuntas…Había que hacerlo así, con rapidez agotadora: que por Consolación
venían siempre golpes de lluvia temprana que dañaban las cosechas si aún
estaba el grano por el suelo.
Y aquí radica la ética vital de Joaquín
con sus raíces, con su tierra y con su tiempo:
Sí, siempre, aquí, en el tiempo sin horas
de la sangre, puntual y fidelísimo, única rama de mi vivir sin ocaso ni
sesteo, en inmutable y profundo verdor primaveral.
Se hace patente en su obra una simbiosis
constante con el mundo vegetal:
Los árboles guardaban los mejores
secretos de mi niñez.
Una reivindicación continua que el escritor hacía
al evocar con extraordinaria delicadeza sus emociones. Era
entonces cuando el árbol se convertía en su confidente, en su mejor amigo:
Sí, había momentos en nuestra niñez en que
todo se resolvía subiéndonos a las altas ramas amigas. Y no creáis que al
afirmar tal cosa nos referimos a los incidentes menores de la vida…No. Eran
nuestras alegrías y nuestras tristezas las que nos solicitaban una mayor
amplitud de horizontes.
Los sentimientos comprometen y marcan.
Precisamente, la belleza de Marina Caro daba alegría a su existencia.
En Pueblo lejano se refleja el encuentro inevitable con las
vicisitudes de la vida. El autor, ya de niño experimentó una fascinación sin
límites por aquella deslumbrante adolescente:
Parecía una diosa…La vida era bella con
sólo mirar aquella muchacha.
Germinaba el amor en él. Un amor imposible:
¿Por qué nos daba miedo – y lo buscábamos
con ansia en cada instante – encontrar a Marina Caro? Era mayor que nosotros.
Un amor que daba motivo a su existencia, que ponía o
quitaba sentido a su vida:
El mundo, la alegría, el gozo de vivir era
sólo la presencia, los ojos, el calor y la vida de Marina Caro.
El ideal forjado por el joven se desgajaría una
tarde, cuando en la cocina - mientras hacían arroz con leche los viejos
criados de la casa y ajenos a la presencia de Joaquín- oía este
comentario:
¿Sabe usted el runrún que había esta mañana
por las calles? ¿No? Pues que Marina Caro, la chiquilla de los Caros de ahí
arriba, se ha fugado anoche con el cobrador de las contribuciones.
¡Qué agrio le supo a Joaquinito el arroz con leche!
Amarguísima aquella tarde que se presumía de dulce. Así es la vida, el amor y
las pasiones inherentes a la raza humana. Su obra, llena de vitalismo, rebosa
sensualidad, manifiesta en forma de atracción dolorosa e inevitable; que
hiere, pero que se anhela a la vez:
En la calma larga de las siestas ocurrían
las tentaciones y los disgustos. Era la soledad del mediodía, llena de
puertas entornadas, gachonas coplas mezcladas al chirrido de las garruchas en
los pozos, el hondo runrún de las lavanderas en los fogones, haciendo la
colada con agua de ceniza, entre nubes de espuma de jabón, añil, y el retozo
de los veinte años. Era la sangre ciega por el instinto de la vida. Hacia lo
oscuro de las cuadras, detrás de los pajares, en los graneros, sobre montones
de trigo o la alfombra rubia de la avena. Cantaban los gallos por los
corrales con una acre salacidad contagiosa. Y el tiempo parecía que se paraba
en un irresistible pasmo que secaba las bocas y derramaba calenturas por las
venas. Sin cálculo ni caricia, súbitamente, se rodaba casi sin dolor en doble
lucha ineficaz hacia un fondo amargo y temido, pero ineludible. Era el
demonio de la siesta que zarandeaba a la gente joven llenándole los ojos de
rebrillos, y la respiración de sofocos en los mudos acechos palpitantes.
Una vez concluido el posicionamiento ético del
escritor, intentaré exponer el compromiso CULTURAL, conformado por
diversas vertientes; una primera faceta histórica, la más inmediata al
niño, y la del personaje más relevante de su pueblo, la de El Cura de Los
Palacios:
El personaje de mayor relieve histórico en
mi pueblo es Andrés Bernáldez, el cronista de los Reyes Católicos. Él sólo ha
logrado la inextinguible llamada de la fama.
En la obra de Romero Murube predomina claramente la
visión literaria frente a la histórica. Cita también destacable del escritor
es la que tiene ineludiblemente con Sevilla y con la religiosidad.
Inolvidables para él aquellos días infantiles:
Íbamos a ver la Virgen. ¿Qué acontecimiento
era más importante y causaba mayor alteración en el orden riguroso de la
casa, la Navidad, la Semana Santa o la Virgen? Desde luego, la Virgen, porque
nos obligaba a trasladarnos a todos a Sevilla.
La ocasión requería el lucimiento de las mejores
galas:
Tía Modesta se vestía su traje de seda
negra, y todos mis hermanos el de marinero. En las gorras, con oro pálido,
los nombres gloriosos: Carlos V, Lepanto, Méndez Núñez…
Momento crucial el de la entrada en Sevilla. Era
entonces, cuando el escritor resaltaba la confusión interior por la
candidez del niño de pueblo que tomaba contacto con la gran ciudad:
Ya casi de noche llegábamos a la casa de mi
madre, en el barrio de San Lorenzo. Había que pasar por muchas calles. Todo
nos asombraba: la longitud de los paseos, el río, los barcos, la Cristina,
los tranvías, los sombreros de las señoras, más de dos o tres curas reunidos
y, sobre todo, la espesura humana de la Campana en el desemboque de la calle
de la Plata y de las Sierpes.
Pasada la noche y alboreando el día de la
Virgen, brotaba la emoción, la fe, la tradición y la devoción fundiéndose en
un sólo y conmovedor sentimiento:
Allí estaba sonriente, mecida con suavidad
humana, con el niño de Dios, su hijo, sobre las faldas… Sonreía y aliviaba
las penas del mundo. Tía Modesta lloraba: lloraba todo el mundo con una
alegría de piropo, confianza y oración muda.
Finalizaba la visita con un propósito, con un fin no
impuesto por los demás, sino emanado del propio convencimiento:
Veníamos a ver la Virgen. El mundo, las
personas, nosotros los pequeños, todos éramos más buenos desde aquel día.
En la producción literaria de Joaquín Romero, la erudición
ocupa un lugar de privilegio. El personaje que más sabiduría almacenaba en el
pueblo era el secretario del Ayuntamiento, única persona capaz de enjuiciar
los comentarios políticos de un periódico:
…hasta se permitía a veces disentir de la
letra de molde.
Y continúa después con estas palabras:
¿Qué sabían ellos de la política de don
José Canalejas o de las razones de don Valeriano Weiler? Pero cualquiera se
atrevía a decir algo, con la labia y el palabrerío tan fino que Dios
había otorgado a don Tiburcio.
Era capaz, incluso, de remontarse a la prehistoria
del lugar:
Ante nuestra curiosidad infantil por
algunas piedras que guardaba en una vitrinilla de pino sin pintar, nos contó
de historias: eran fósiles recogidos por él en pozos y alcantarillas del
lugar. Hacía muchos siglos, el mar océano ocupaba todos aquellos contornos.
El pueblo no existía. Aquellas conchas, aquellas almejas, aquellas algas,
terrosas como corales sin brillo, así lo atestiguaban indefectiblemente.
En algún párrafo del libro, el escritor se muestra
satírico poniendo en entredicho la autenticidad de la sapiencia del funcionario:
La fama de sabio del Secretario oscilaba un
poco en el pueblo, como el precio de las aceitunas.
A pesar de estas vacilaciones pasajeras,
recapitulaba reconociendo sus conocimientos:
Sabía de todo: de política, de fósiles, de
cometas y de genealogías… Sí; aunque no quisieran algunos de los concurrentes
a la tertulia de la botica, a pesar de las prudentísimas reservas del señor
Cura, don Tiburcio el Secretario era, lo que se dice, un verdadero sabio.
Otra incursión en la historia aparece en el
capítulo “Los egipcios y los toros”, cuando se adentra en esta cultura y la
compara con la palaciega. Para ello, se fundamenta en la similitud de
costumbres, en las notables semejanzas del pueblo egipcio con el marismeño.
No podemos olvidar la vocación turdetana de Joaquín.
…esa modalidad lujosa que tienen aquí al
adornar el frontal del yugo de los bueyes que tiran de las carretas, es una
pervivencia egipcia.
O esa otra costumbre de los esquiladores de mulos:
Lo mismo podríamos decir de los dibujos a
punta de tijera en el pelado de los mulos y los borriquillos… Parecen
jeroglíficos y escrituras de aquel país de las pirámides.
Dos claras influencias de los egipcios sobre
estos parajes eran:
…el culto y creencia de los astros. El
tener buena o mala estrella es aquí de suma importancia. También el respeto
al toro.
Pero, tal vez lo más trascendental de este capítulo
sea la intuición, la clarividencia con que el escritor augura un futuro de
prosperidad para su pueblo, si éste llegara a evolucionar de forma adecuada y
aprovechara las inundaciones del Guadalquivir como lo hacían los habitantes
del río Nilo:
Y este pueblo, si sabe estar a la altura de
las circunstancias, podrá ser una Alejandría interior, rica y floreciente.
Proféticas palabras, que 50 años después se han
hecho realidad, pues efectivamente, al desalinizarse las tierras de la
Marisma y ponerlas en labor, ha supuesto el despegue y el cambio del pueblo
hacia el bienestar. Magnífica exposición literaria e histórica arrancando del
pasado egipcio, ha sido la de hacer una comparación con el presente del lugar
y sentar unas premisas para visionar un futuro de prosperidad partiendo de la
experiencia y la sabiduría demostrada por otros pueblos. Un compromiso
basado en la historia para profetizar y proyectar el futuro de su pueblo. He
aquí la realidad de una profecía literaria en su tierra y para su tierra.
Quería a su pueblo y quería la transformación que le llevara al progreso.
El tercero de los compromisos, el
decisivo en Joaquín Romero Murube, ha sido el SOCIAL. Decisivo porque
tiene mayor presencia, por la significativa contundencia con que se expone y
por la importancia que adquiere en la trama del libro. En los inicios de la
obra, aborda el tema de la insalubridad de las viviendas que raya en la
denuncia:
La gente aquí conoce la incomodidad
de vivir. Se encierran en estas habitaciones por las que brilla el
rezumo del frío, sobre suelos de ladrillos entre cuyos poros brota el agua,
nuncio precoz de nuevas lluvias.
A pesar de la dureza del invierno y de las precarias
condiciones de vida que sumen a determinadas familias en la miseria, el
escritor buscaba cualquier resquicio positivo en estas situaciones. Así
mostró el encanto que podían ofrecer aquellos contornos anegados:
Por la calle de la Aurora, al final, veíase
la inmensa marisma. Las últimas casas, con techumbre humilde de pastos y
bayuncos, casi se confundían con la línea de tierra del horizonte. Cuando
llovía, todo se inundaba. La laguna de agua cenagosa llegaba hasta los mismos
muros de las viviendas; y al atardecer, todo aquel contorno, tomaba una
apariencia de tarjeta postal japonesa, con las grandes techumbres de pastos
dobladas en el reflejo de las charcas con verdina.
Dejó constancia de la distribución de las viviendas
populares. Casas adaptadas a las necesidades rústicas:
Después del portal con la alcoba, el
patinillo enguijarrado. Allí la cocina, quizás otras habitaciones. Y al
fondo, la cuadra y los corralillos para las bestias.
El caballo, dueño de los prados marismeños, se erige
en símbolo estético de estos contornos:
Por los cerrados, los potros, las yeguas,
los caballos pacían flores.
Bellos animales, fuertes, con una desbordante
irradiación de vitalidad:
Y a veces un relincho largo, lleno de
trémolos y de vida, retemblaba en la vasta inmensidad, y parecía que la
marisma se angustiase por el deseo imperioso de un dios enamorado, casi
celeste.
Retornamos del idílico prado a la vida en el pueblo,
apreciando cómo por algunas calles se palpaba el desgarro infrahumano
provocado por las dificultades:
Las niñas estaban en sus puertas, tristes,
sucias, despeinadas. Crecían entre los animales y los aullidos desgarradores
de las madres desesperadas por el trajín y el agobio de la vida.
El artista buscaba los contrastes entre la cruda
realidad y el continuo anhelo por hallar aspectos positivos ante tantas
adversidades:
Todo el pueblo refulgente de cal. Y el
dolor de vivir, la miseria, la grosería humana resaltaban más siniestramente
contra esos fondos lisos, puros, de las paredes inmaculadas.
La generalizada pobreza adquiría tintes de
dramatismo en los arrabales:
Por las calles últimas – casillas de
barro y paja – un aire de puchero pobre, establo y yerba verde. Los niños
tiraban piedras al hedor del alpechín podrido. La vida se hacía ínfima,
inhumana. Daba miedo ver la expresión de algunos rostros.
Ante tan desconsolador panorama y como contrapunto a
estas crudas circunstancias, la arrogancia y la insinuación en los paseos al
atardecer de las niñas de la calle Real.
No paseaban otras muchachas en el pueblo.
Las de la calle Real parecían reinas, con sus trajes de colores y los
grandes lazos caídos desde la cintura. Sí, sólo las niñas de la calle Real
paseaban por la acera, con grandes moños sueltos, pendientes de las altas
cinturas incitantes.
Aprecio en Romero Murube, un sentimiento de
simpatía, de solidaridad frente a tanta pobreza; percibo también, una
identificación y una comprensión ante tamaña injusticia. Resulta muy
significativo el uso reiterado de los demostrativos de cercanía para hacer
suya la situación:
Nos gustaba perdernos por estos andurriales
pobres, muchas veces mal olientes y con un final desconocido. Había en ellos
una soledad cerrada, ofensiva, cómplice de todas las imposturas y de todos
los malos cuentos.
Esta comunión se hacía extensiva al campo y como no,
a los que en él trabajaban, descubriendo asimismo cómo eran las labores
agrarias en los fríos días del invierno:
Por las mañanas de enero, cuando la reja de
los arados iba rompiendo la tierra, del fondo de las besanas salía un humito
corto, un tibio aliento que se perdía entre las piernas de los yunteros. Todo
el campo estaba aterido; y en los charcos, en las lagunillas brillaba
el espejo duro de los carámbanos.
Por momentos las descripciones de escenas campesinas
se convierten en estampas costumbristas. Llegada la ocasión, realza la
laboriosidad y el papel fundamental desempeñado por la mujer:
Encendían candelorios de sarmientos y troncas de
olivo. El olor del tomillo y el romero hacía íntima la distancia. Iban las
cuadrillas de mujeres a coger aceitunas. Todas con pantalones de hombre bajo
las largas blusas, y el pañolón reliado a la cabeza con un fuerte nudo bajo
la barbilla.
Las casas ricas del pueblo eran pocas.
Humildes y similares, la mayoría. Esta equidad inspiraba en los demás una
confianza ciega:
Había en el pueblo media docena de casas
ricas, con zaguán y portón de clavos dorados. El resto de las viviendas no lo
tenían, y la puerta de la calle abría directamente sobre el interior de la
casa, a la pieza que por la misma razón llamábase “el portal”. Y estas
puertas y portones estaban siempre abiertos.
Posteriormente escribirá:
Todas las puertas abiertas daban al pueblo un aire
de gran familia compenetrada y sin secretos.
A su carácter de fino observador, no podía escapar
el empeño puesto por los lugareños en la pulcritud de sus moradas:
Las casas eran, hasta las más pobres,
limpias, blancas de cal, refulgentes. El cotidiano aljofifado de los suelos
sacaba brillo a la vasta arcilla de las solerías. Los metales de los
aldabones , como de oro pálido.
Una vez más un sentido, el de los olores, penetraba
en el recuerdo y permanecía en la memoria:
Por el invierno, los portales olían a azúcar
quemada, a alhucema en el brasero. En las casas más humildes trascendía a la
puerta el sano olor modesto de los pucheros en la lumbre.
Una representación más de la pobreza se halla en la
cruda descripción del maestro:
¿Qué edad tendría el buenazo de don Damián,
el maestro? Era imposible calcularlo. Debió de ser así de viejo y triste toda
su vida. Con la deshilachada americana gris burdamente recosida por los
codos, los gastados pantalones de pana y las botas grandísimas, de elásticos,
llenas de arrugas y tolondrones.
Y finaliza la oración con un matiz de afecto
conmiserativo y de ternura:
¡Pobre don Damián! Estará en el cielo.
El maestro de una escuela masificada y con una
precariedad de medios desconsoladora:
Más de la mitad de los asistentes a la
escuela iban descalzos, con los pies llenos de barro y arañones.
Una gran sensibilidad se forjaba en el escritor, por
entonces niño, viendo la dura realidad de aquellos tiempos, sintiendo a pesar
de su situación familiar privilegiada, como propio el dolor de toda la
miseria que ve a su alrededor:
Yo no he podido olvidar en toda mi vida a
Juan Zaramalla Domínguez, mi vecino de “Catón”. Descalzo y casi desnudo. El
rostro tan canijo que al mirarlo siempre me recordaba al galgo viejo de la
casa de mis tíos. Un día me dijo que en su casa apenas había que comer. Y yo
le daba todas las tardes mi merienda de pan y chocolate, que él
devoraba ávidamente, a carrillos llenos. El pobrecillo no pasó nunca de
curvas y palotes, y me acompañaba, sin decirme nada, hasta mi puerta.
La clase obrera protagoniza parte de los capítulos:
Fernando el manigero, Milagritos la cocinera, Joselito el de la Huerta, el
porquerillo de la “estacá” larga, Antoñillo el de las cabras…
Al sol puesto tomaba nuestra casa un
aspecto singular, porque volvían los trabajadores del campo. Entraban por la
cancela grande del postigo entre chirigotas, canturreo por lo bajo y gritos a
las bestias que con la querencia de las cuadras se desmandaban retozonas.
Fernando el manigero era el que gobernaba por aquellos dominios en que la
casa confluía directamente con el trajín y la briega campesina.
Ante tanta dureza y exigencia vital, el más débil no
sobrevivía. De esta manera muestra el desconsuelo por la pérdida de Angelita:
Angelita, la niña que vivía en la última casa de la
calle de la Aurora – por donde ya se sale a la marisma infinita, y en el
invierno, cuando las riadas, entran las barcas de Coria -, Angelita, la que
se desmayaba cuando decía sus versos a la Virgen, ha muerto. Ha muerto ahora
que todo el cerro del prado estará lleno de lirios y campanillas blancas…
¡Pobre Angelita!
Magnífico el retrato de despedida que le brinda,
captando la atmósfera lugareña en el triste momento del entierro:
Fuera, la tarde del pueblo iba formándose
con la plata de las acacias y oros declinantes. De la torre incendiada en
amarillo de sol y cal, comenzó a caer el doble por la niña muerta: tristes
campanadas que el viento hacía opacamente lejanas, o dolientes en la
cercanía. Se unía el plañir de los badajos con el oro del atardecer y con el
triunfo verde de los campos que se asomaban adonde las calles se deshacían, y
todo el pueblo estaba lleno de la armoniosa tristeza de la muerte. Melancolía
honda de la adolescencia tronchada sin un florecer de músicas ni de fuegos.
Su tía María representaba a la clase social alta del
pueblo, hecho que se desprende con la enumeración de sus posesiones:
En el castillo vivía entonces mi tía María.
Sillones isabelinos tapizados en color calabaza. Quinqués más grandes y
suntuosos que los de ninguna otra parte. Consolas con altaritos, y, entre las
estampas religiosas, los retratos de algunos familiares.
En el pueblo, la capilla obrera por excelencia era
la de los Remedios, situada en las afueras:
Los Remedios era casi capilla rural. Entre
los latines del cura, irrumpía a veces con inocente irrespetuosidad el
gruñido de algún cerdo de los corralillos cercanos, o el airón gozoso de un
relincho marismeño. Iban allí gentes sencillas de los campos y mujeres arrebujadas
y oscuras en su mantón o la toquilla. En el porche, al entrar, nadie se
detenía ni saludaba. Luego, al salir, los hombres echaban tabaco y todos se
decían con voz recia:
-
Buenos días nos dé Dios.
Y hablaban de los mulos, de la granazón de las
sementeras o del precio de los piensos.
Joaquín Romero Murube en Pueblo lejano,
muestra gran sensibilidad y tolerancia hacia todos los grupos de personas
marginadas por la sociedad. La profesión más antigua del mundo tiene su
espacio:
Allí quedaban ellas, renegridas de solanos,
pintadas a chafarrinones, con el bermellón de los labios, derretido y
brillante, como manteca, en el sol débil que caía. Enseñaban más que
las piernas, hablaban con voz de hombre, fumaban, escupían y cuestionaban con
agresiva indolencia la realización de su negocio.
La crudeza evidente de esta venta carnal,
dejaba en la mente del sensible niño un regusto amargo reflejado en
palabras como estas:
Había grescas, palabrotas y manotazos. La
oscuridad se llenaba de puntas de cigarro, empellones en la sombra y
blasfemias. La pureza de la vida huía a las estrellas.
A los postergados prototipos de la sociedad de
aquellos tiempos, también dirigió su mirada Romero Murube. Pizarro, “la
Narda”, encarna al homosexual, figura esta muy marginada en aquellos años:
-
Ahí está el demonio – decía tía Modesta. Y todos nos quedábamos
estupefactos ante los gritos, revuelos, contoneos y chilindrinas de aquel
hombre que hablaba, se reía y accionaba las manos y los brazos como una
mujer.
En el capítulo “La Narda”, Pizarro simboliza la
alegre vitalidad por su simpatía y locuacidad.
Pizarrillo lo revolvía todo en un instante.
Venía a comprar la ropa inservible. Se probaba enaguas, blusones, peinadoras,
refajos, sombreros… La risa de las criadas trascendía por toda la casa.
Pero qué sucedió al pasar el tiempo, para que tía
Modesta, a la que tanto divertía el mariquita, de repente sintiera hacia él
una tremenda aversión. ¿Qué había ocurrido para que a la Narda se le agriase
el carácter? Preguntas sin respuestas para el niño Joaquín:
Tía Modesta, siempre que íbamos o
tornábamos del campo, ordenaba al cochero dar la vuelta por el camino del
Molino, a pesar de los baches y fangos, para evitar el cruce ante la venta de
la Narda.
Otro compromiso del escritor se extrae del capítulo
“Los vagabundos” hacia la clase marginada de los indigentes:
¡Esos pobres por los caminos del campo!… No
parecen de carne; más bien de tierra o de sarmientos renegridos… ¿Adónde van?
No piden, ni escuchan, ni se paran ni hablan.
Causaban temor a las personas, pero a Joaquín les
atrae y le inspiran una mezcla de conmiseración y simpatía:
La gente los temía o los evitaba. A nosotros
nos inspiraban respeto y simpática inquietud.
Cincuenta años hace que planteaba Romero
Murube el problema de la drogadicción y que además lo enfocaba como
enfermedad. Tía Luz – nombre literario dado a su tía Expectación – estaba
aquejada de este mal:
Y de pronto le entraban unos tiritones, se
dolía de punzadas agudísimas en las piernas, en el cerebro, en la espalda, y
con un destemple de carácter casi frenético había que meterla en la cama.
Comportamientos inexplicables y llenos de misterio
para un niño que no alcanzaba a comprender esas actitudes de tía Luz:
¿Por qué al final de la letanía, cuando
comenzaban los Reginas, tía Luz se levantaba irremisiblemente y se iba a su
cuarto?,…Siempre entornaba las puertas de la alcoba, lo que no hacía en otras
ocasiones. Luego se oía el abrir de una llave y el chirrido de las maderas
del cajón de la cómoda, justamente el de arriba. Poco después, un leve ruido
metálico o cristalino, de algo con lo que se manipulaba rápidamente.
Pocos detalles escapaban a la observación del
pequeño que contemplaba el efecto producido por el fármaco:
No estaba dormida, pero parecía como
traspuesta. Cuando le decían que era la hora de comer, ni contestaba. Seguía
sentada en la silla, envuelta por las quietas luces grises del atardecer,
ausente, feliz, alejada.
Casualmente, también fue aquella fatídica
tarde de arroz con leche cuando descubrió el origen de los males de su tía –
el amor no correspondido del médico – y la persona que le proporcionaba las
sustancias prohibidas:
Cada día que pasa se le reviene más y más
el envenenamiento de esos polvos que le trae la cosaria.
Un atónito niño Joaquín que no daba crédito a lo que
escuchaba en aquella aciaga tarde que se presumía de dulce:
Que esas medicinas que toma la señorita Luz
son para que le den sueño y no sentir lo que pasa por el mundo. Y que se está
matando poco a poco con esos
venenos.
Un escritor valiente, capaz de exponer las miserias
y las grandezas, las debilidades de su pueblo e incluso las de sus seres más
queridos. ¿Hasta dónde pretendía llegar Joaquín con estas denuncias…? El
realismo de la obra y la osadía de su autor no se detendrán ni ante el
señorito andaluz, que está presente en el libro y encarnado en don Anselmo,
dueño y señor de más de medio pueblo:
Don Anselmo parecía un cohete quemado.
Alto, delgadísimo, como de nervios y alambres, y siempre vestido de negro;
calzón alto entallado, recios botos de cuero, y chaquetilla corta. Nunca
vistió otro traje, ni aun para ir de ceremonias o quehaceres a Sevilla.
Os recuerdo que se trata de un familiar, un Murube,
el latifundista, el rico hacendado, situado en el polo contrario de la
miseria antes expuesta:
Todas estas fincas y cortijos, en unión de las de
sus allegados, don Felipe y don Joaquín, constituían casi un estado dentro de
la baja Andalucía. La vista no alcanzaba lindes ni contornos. Desde las
marismas hasta Utrera; y faldeando los montes hasta Gibalbín… Cuando
los años venían bien, los carros, bueyes y carretas despanzurraban los
caminos con el peso de tanto grano y abundancia.
Don Anselmo, el dueño y señor del suelo pero también
de las personas, especialmente de las mujeres:
Porque si las tierras y manchones de don
Anselmo eran difícilmente enumerables por su copiosidad, lo que ya no admitía
posibilidad de cuentas eran sus hijos, amores y aventuras.
Imponía, por supuesto respeto, pero mucho más, si
cabe, temor:
En el casinillo siempre se sentaba en el
mismo sillón lebrijano. Cuando iba por la calle, la gente, desde muy lejos,
se apartaba y le dejaba libre la acera.
Ciertamente no era admiración lo que experimentaba
Joaquín con aquellos que oprimían a la gente llana:
A veces aparecían por el pueblo unos
pájaros de mal agüero que sembraban por todas las aceras y rincones el pánico
y la discordia. Eran los lechuzos de las contribuciones, los cobradores de
impuestos y recargos fiscales, gente agria de papel y pluma que ejecutaban
los embargos y causaban la ruina de los pobres.
Joaquín Romero Murube, persona polifacética
realizó incursiones en el mundo del periodismo, de la arqueología, del
flamenco o de las Bellas Artes. Como consecuencia de todo ello, hay una
proyección social de los conocimientos adquiridos y canalizados
emocionalmente hacia las páginas de este libro. Pueblo lejano,
parte de un realismo minucioso, donde el autor tomando como eje un lugar
concreto y entrañable para él, su pueblo, con una rudimentaria forma de vida
y unas costumbres arcaicas, ha conseguido extrapolar, con la sagacidad de su
pluma, lo meramente localista hasta elevarlo al estadio literario más
universal. Le ha bastado para ello exponer una serie de situaciones de
injusticias sociales: la insalubridad de las viviendas, el abuso del
potentado, la pobreza extrema, o el agobio del pueblo por los impuestos.
El hilo narrativo lleva implícito un
sentimiento solidario donde el escritor se convierte en partícipe de los
llantos y de los gozos de sus gentes. No ha omitido la historia, ni la
erudición, ni el amor, ni el canto a la tierra y para terminar se alinea y
muestra su comprensión, su tolerancia con los marginados de la sociedad:
prostitutas, vagabundos, homosexuales, inmigrantes o drogadictos.
Argumentos poderosos son estos para afirmar
contundentemente que Joaquín Romero Murube adquirió un compromiso social,
contrajo una obligación con su pueblo en unos años difíciles, que muchos han
ignorado y pocos han reconocido.
El acervo cultural de este pueblo se sustenta
en tres fuertes columnas de letras: en Las Memorias del reinado de los
Reyes Católicos, que escribiera El Cura de Los Palacios en el siglo XV,
en el decisivo Libro del Becerro del XVII y en Pueblo Lejano,
del XX. Que el centenario del nacimiento de su autor y el
cincuentenario de la aparición de su obra sirva para reivindicar al escritor,
difundir sus publicaciones y espero, que a partir de ahora seamos capaces de
leer entre líneas todo el mensaje que encierra este libro eterno, obra
maestra de Romero Murube y monumento literario español.
Para terminar, hay que resaltar que este
soleano jamás eludió su responsabilidad ciudadana, ni la palaciega ni la
hispalense. Antepuso en numerosas ocasiones los intereses de estos lugares al
suyo propio e incluso al de su carrera literaria. En estas renuncias, en el
compromiso social, voluntariamente contraído en Pueblo Lejano y en el
virtuoso dominio con que maneja nuestra lengua escrita, cimento mis
argumentos para calibrar la verdadera dimensión de la dignidad personal, de
la grandeza humana y de la riqueza lírica que concurren en la figura de
Joaquín Romero Murube.
Los Palacios y Villafranca, 20 de Agosto de 2004.
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