I
El escudo ............................................................................ 17
El tiempo de los moros ................................................... 21
Más historia ...................................................................... 23
La atalayuela .................................................................... 25
El país ................................................................................. 31
El campo ........................................................................... 35
Las calles ............................................................................ 39
La alegría .......................................................................... 45
La Casa de Dios ............................................................... 47
Invierno ............................................................................. 53
Puertas
abiertas .............................................................. 5 7
Patinillos............................................................................ 61
La escuela ........................................................................ 63
Los árboles ......................................................................... 67
Las
campanas ……………………….............……………………..69
Las horas ........................................................................... 71
Los
desconchados ............................................................ 77
I EL
PUEBLO
El escudo
Dios quiso que naciéramos en este pueblo de Andalucía,
junto a las marismas del Guadalquivir. Es un pueblo abierto y llano, abrasado
de sol por los estíos. Mas cuando llega el invierno y llueve un poco, todo se
inunda y encharca. El barro llena las calles. La humedad sube como un sudor
salino por la blancura nítida de las paredes. Los campos inmediatos retienen
las quietas aguas. Y todo adquiere una calidad lacustre, reflejada y muda.
La gente aquí desconoce la
comodidad de vivir. Se encierran en estas habitaciones por las que brilla el
rezumo del frío, sobre suelos de ladrillos entre cuyos poros brota, el agua,
nuncio precoz de nuevas lluvias. La hostilidad acuosa de este ambiente, se
suaviza sólo con la «copa», que es como allí llaman al brasero, de cisco picón
hecho con varetas de olivos, crepitante, fugaz, abrasador, con sorpresa de
tufos imprevistos. El rigor del frío dura poco más de dos meses; pero la
humedad, más de medio año. Por eso las mujeres cosen y los niños diablean todo
el día buscando el sol por las puertas, por las esquinas de las calles.
El pueblo tiene poca
historia vieja. Algún sabio quiere hacerlo coincidir con ciertas nomenclaturas
musulmanas de las que pululan por las crónicas, y cuya ubicación es puramente
circunstancial, cuando no caprichosa. Aunque allí se emplee mucho la vaga
referencia «del tiempo de los moros», nada existe que concrete la tesis de unos
antecedentes históricos más o menos remotos. Aquello fue, seguramente, lugar
de tránsito y parada, de andaduras en el largo tirón que separaba a Jerez y
Trebujena de Sevilla y Córdoba. Hubo, sí, un castillo. Pero de tan escaso
relieve militar y arquitectónico, tan venido a menos y tan alejado ahora de su
función primitiva, que sirve de casa y consulta al médico del pueblo. En el
grosor desmesurado de algunos muros, se apoyan los finos nervios de níquel de
un aparato de rayos X.
Fue el pueblo, ya en tiempos más cercanos, límite
de poderíos feudales. Allí se encontraban en los bordes de sus estados los
Duques de Arcos y los Condes de Ureña. Un casorio suprimió contiendas y
machihembró pergaminos. Pero quedaba un estado llano manchonero por fuera de
los dominios aristocráticos. Así coexisten durante muchos años dos pueblos con
dos Ayuntamientos distintos. Es en el siglo XVIII, cuando se verifica la unión
de las dos localidades, separadas en los papeles por muchos pleitos y
querellas, aunque en la realidad sólo por una calle, torrentera de barros y
alpechines cuando las otoñadas. Y éste es el motivo que representa el precioso
escudo de Villafranca y Los Palacios. En él aparece un hombre con una levitilla
y una castora, tendiendo la mano con ramitas de olivo a un duro labriego de las
marismas. Abajo, un enorme toro sostiene con la majestad de su cuerna la
cortesía de tan delicada y política convivencia.
El tiempo de los moros
Eso es del tiempo de los moros...», dice con
alguna frecuencia la gente del pueblo. Y la imaginación se escapa confusamente
a un mundo de sangre en degüellos, blancos albornoces, preciosos caballos,
harenes y guerreras escaramuzas.
En la capilla del Rosario,
en la iglesia, había una losa de mármol de color distinto a las del resto del
pavimento. Cubría, según la creencia popular, un pasadizo que comunicaba
subterráneamente con el Castillo. Por allí venía a misa la Reina Mora. ¡Cuántas
veces nos quitó la devoción el pensar en los peligros del tránsito de la
bellísima Reina Mora por tan oscuro camino! Nadie ha destapado nunca aquel
escondrijo ni ha intentado ver si existe tan escondida vía. El romance
continúa aún temblando bajo nuestras pisadas.
Las grandes piedras que sirven de acera ante la
casa de Doña Fausta también se dice en el pueblo que son del tiempo de loe
moros. Son unas descomunales losas de color grisáceo, con finas venas marmóreas
de imprecisos colores. Era uno de nuestros placeres infantiles: cuando llovía o
hacía humedad, se avivaban con sorprendente pureza aquellas recatadas tonalidades
azules, verdes, rosáceas.
«El tiempo de los moros...» En casa de Don Miguel
el médico había un grabado que mirábamos con mucho temor y recelo, como todas
las cosas del médico, pues tenía fama de hombre pecador. Hasta vivía con una
mujer y era soltero... En aquella estampa aparecía un sultán de la Persia,
tendido en amplísimo diván, dulcemente abanicado por unos negritos de felinos
ojirris. Un grupo de odaliscas de robustas caderas bailaban ante el Sultán. El
cabello larguísimo ocultaba discretamente gracias y primores. Por la ventana
del muro labrado con finura de confitería, columbrábase la arena inmensa del
desierto, y tres solitarias palmeras desmayadas de sol y lejanía.
Más historia
El personaje de mayor relieve histórico en mi
pueblo es Andrés Bernáldez, el cronista de los Reyes Católicos. El sólo ha
logrado la inextinguible llamada de la fama. Cierto es que, con posterioridad,
ha habido otros personajes de mucho renombre y campanillas. Pero todos de orden
menor y circunscritos en su nombradía a una rapidez circunstancial, a veces
incluso poco edificante. Nadie recuerda ya a Don Miguel Murube Galán,
colaborador importantísimo como hacendado e ingeniero, del famoso Marqués de
Salamanca. Reconstruyó la iglesia parroquial del pueblo, en una de cuyas
capillas está enterrado con otra legión de Murubes, familia muy prolífica y
asendereada. En la sacristía hay un gran retrato suyo: barba de senador, banda
y gran cruz de Alfonso XII, mirada clara y efusiva.
Pero volvamos a la historia
grande, a la del buen Cura croniquero. La importancia histórica del ilustre
sacerdote está en relación directa con el mayor fracaso de erudición sufrido
por el secretario de la actual Corporación Municipal. ¿Está Andrés Bernáldez
enterrado en Los Palacios? ¿Murió en el pueblo con cuya apelación pasó
gloriosamente a la república de las letras? He ahí el enigma histórico. La
lápida que en el sagrado recinto eclesiástico recuerda sus méritos, dice con
ejemplar prudencia: «en los ámbitos de este templo se cree que reposan las
cenizas...» El Secretario del Ayuntamiento lleva perdidos años y años de
pacientísima investigación y rebusca por libros y papeles viejos. Pero la
diosa Clío le ha sido esquiva en sus afanes. Con todo, no desmaya. Y cuando
alguien de buena fe o con disimulada zumba, que de todo hay, le pregunta sobre
sus concienzudas y dificilísimas averiguaciones, contesta con un «ya veremos,
ya veremos...» tan engallado y cabalístico, que en la respuesta hay tanto de desafío
prudente a los hermetismo del pasado, como de reproche orgulloso contra la
poca fe o la guasa gorda de sus convecinos ignorantes.
Se conservaba intacta la casa en que vivió Andrés
Bernáldez, en la callecita estrecha que forma la iglesia con la parte más
antigua del pueblo, casi en la esquina de la calle llamada del Paraíso. ¡Calle
del Paraíso! La casa era pobre y blanquísima de cal. Allí recibió la visita de
Cristóbal Colón, cuando el navegante pedía ayuda y consejos para su genial
aventura descubridora. Lo recordaba una lapidilla de mármol que lucía sobre el
dintel de la puerta. Los frente-populistas la hicieron añicos la tarde del 18
de julio de 1936. No ha vuelto a ser restituida. Por lo que se ve, el Almirante
y el historiador no eran gratos a las izquierdas revolucionarias de mi pueblo.
La atalayuela
En el castillo vivía entonces mi tía María.
Sillones isabelinos tapizados en color calabaza. Quinqués más grandes y
suntuosos que los de ninguna otra parte. Consolas con altaritos, y, entre las
estampas religiosas, los retratos de algunos familiares.
Tía María vivía sola. Quedó
viuda cuando la guerra de Filipinas. Su marido era militar, llegó a coronel.
Uno de los grandes placeres de nuestra infancia era, durante las visitas, aquel
solemne momento en que tía María nos enseñaba el sable del héroe. Nos parecía,
al desenvainarlo con tanto esfuerzo, enormemente grande. Al quedar fuera de la
funda toda la hoja plateada, se producía en los concurrentes un silencio
misterioso, una expectación indefinible. Semejaba que con la exposición del
finísimo acero se convocase la presencia del héroe desaparecido. Entonces tía
María exhalaba siempre un suspiro hondísimo que casi empañaba la fina lámina
brillante. Y comenzaba, luego, a introducirla en la oscura funda, cegando poco
a poco el alma de tanto puro reflejo. Nos quedábamos todos tristes y felices,
como si momentáneamente nos hubiéramos asomado al cielo de un cuento maravilloso.
Las criadas asistían también, curiosas, a la heroica escena. La más cuidadosa
tomaba luego el largo estuche oscuro, y lo guardaba, con las llaves que le daba
la señora, en el ropero del dormitorio.
En medio del patio del
castillo, entre macetas y algún arbolillo de fruta, surgía un mirador exento,
al que todos llamaban «la torre de Doña María». Sin ser muy alto, sobresalía
por encima de todas las techumbres. Siempre creímos que esta Doña María era
nuestra parienta; y que la viuda del héroe, sus penas y suspiros, bien merecían
el honor de aquella torreta... Pero el Secretario del Ayuntamiento, que es el
que más sabe de antiguallas en el pueblo, nos deshizo con impensada saña esta
gloria familiar que tanto nos envanecía. Doña María no era la viuda del
coronel, sino la mismísima Doña María de Padilla, la favorita de Don Pedro el
Cruel, que fue quien edificó aquella gran casa, pomposamente llamada castillo,
y adonde venía de temporadas para cazar por las lagunas de la marisma... En los
papeles viejos -terminó diciéndonos el sabio funcionario- a ese torreón se le
llama, y él da nombre a toda la edificación, “la atalayuela”.
Por este vocablo de la
atalayuela comenzó a entrar en nosotros la sensibilidad de la Edad Media. Lo de
Don Pedro el Cruel, si bien hacía crecer en antigüedad y prestancia la casa de
mis familiares, hacía perder a mi pobre parienta la alta adjudicación de la
gentil azoteílla. Y lo que nos dejó perplejos y confusos sobre todo, fue que
Don Pedro, que no era moro, tuviera una favorita con la que se venía al pueblo,
igual que hacía el médico…
El país
Subíamos a la torre de la
iglesia. Era una de nuestras mayores aventuras. Al final de la nave del
Sagrario, tras el coro, había una capilla oscura, por uno de cuyos rincones
colgaban, llenas de nudos y deshilachadas, dos gruesas sogas que se perdían en
el techo. Servían para maniobrar las campanas desde abajo, en los toques más
usuales: el «Ave María» al amanecer; cuando alzaban en la misa mayor; el
«Ángeles»; las «Vísperas»; las «Animas» al ocaso, y la «Queda», ya entrada la
noche. Allí estaban también, tétricos en su negrura de madera pintada, los
ciriales y utensilios del servicio de
difuntos. La escalerilla angosta y de peldaños muy gastados, llegaba
primeramente hasta el órgano. Siempre probábamos nuestras fuerzas en la
sobadísima palanca del fuelle; y éste , en el interior, producía un ruido de
respiración monstruosa, como un inmenso animal dormido que gruñera porque lo
despertasen.
Continuaba estrechándose la
escalerilla hasta el otro piso en el que había una puerta derrengada: era la
entrada a los techos de la iglesia. Desde allí, el templo parecía mucho más
grande. Se veía una nave de vigas bajísimas, todo lleno de polvo viejo y
bosques de telarañas. A veces, un rayo de sol que entraba por algún ventano,
iluminaba en espadazo oblicuo el cuerpo de tanta penumbra colgante. Aquella
zona tenía sus ruidos característicos. En un seco silencio hondo oíanse píos y
cloqueos de pajarucos invisibles, el crujido de las maderas resecas, el terco
traqueteo de algún postiguillo ignorado.
Y, por fin, llegábamos al
cuerpo de campanas. ¡Qué júbilo siempre renovado! La visión del cielo y de la
luz nos producía sofoco, como un mareo agradabilísimo y extenuante que nos
obligaba a respaldarnos contra los muros. Y el viento se oía constantemente en
las campanas, a las que arrancaba tonos con su fino roce, memoria queda,
suavísima, del gran sonido en los volteos.
Todo nos sobrecogía: la blancura rectangular del
pueblo apretado bajo nuestros pies; el vuelo tan próximo de los pájaros; la
profundidad de los horizontes. Oíamos con una extraña precisión las voces y
ruidos más lejanos : las aves en los corralillos, los cerdos por los fangales;
los niños en sus juegos por las barreduelas; esas voces aisladas en el campo...
El aspecto del país variaba notablemente según la cara de la torre a que nos
asomábamos. Hacia Sevilla eran campos de haciendas y olivares, caseríos de
plata resumidos por un torreón solitario en horizonte de aceitunas; hacia el
sur, las torres de Utrera con el comienzo de los cabezos de la Jarra y las
serranías de Morón que se encrespaban, pasado el pico de Cote, para formar el
calado de nubes de Zahara, Grazalema, Gibalbín. El otro medio círculo del
horizonte lo cerraba la inmensa marisma sin límites, llena de leguas, misterios
y ríos invisibles. Detrás de la marisma estaba el mar: lo presentíamos en la
transparencia del aire.
Subíamos de niños a la
torre. Cuando bajábamos, nos creíamos más hombres y permanecíamos mucho tiempo
silenciosos.
El campo
En la marisma arrebataba la simple grandiosidad
del horizonte. Era una línea circular tan honda que los ojos dolían,
impotentes, por llegar a su fin. Tierra, cielo, la arquitectura fugaz del vuelo
de un ave. Y Dios. Pero por las viñas y manchones, por los olivarillos y
huertales del camino de Utrera, de la carretera de Sevilla, el horizonte era
muy distinto. Campo corto encuadrado caprichosamente por esos vallados de
chumberas enormes, inexpugnables como fortalezas. Y entre ellas, los caminos
tristes, angostos, destrozados por las huellas de las herraduras y el ganado.
Nos gustaba perdernos por estos andurriales pobres, muchas veces mal
olientes y con un final desconocido. Había en ellos una soledad cerrada,
ofensiva, cómplice de todas las imposturas y de todos los malos cuentos. Allí
robaron, allí hirieron, allí faltaron a la ley de Dios. Las aventuras de mozas
y mujeres, también ocurrieron siempre por estos caminos entre los charcos del
agua dormida en invierno, o en el resol de los atardeceres primaverales,
encendidos por la menta del poleo y el dulzor enervante de los habares
florecidos.
Temíamos a los lagartos. Si
no se hubieran movido con torpe lentitud, no los hubiéramos visto entre las
raíces y cochambres de los vallados. Pero surgían de improviso, casi retadores,
con dudas desafiadoras en su marcha difícil hacía las madrigueras. Cuando se
ocultaban en rápida vuelta caudal, nos dejaban en los ojos el relampagueo vivo
de unas estrías verdes, azules, amarillas.
Si los caminos anchaban,
surgían macizos de palmitos y junqueras. Era el verdor oscuro y perenne de
estas soledades encerradas entre linderos; la alegría pobre de una tierra
reseca entre calizas. Los juncos guardaban sobre el barro la música de los
vientos más débiles.
Tierras rojas hacia Dos Hermanas. Todo el campo parecía empapado en
sangre de toro. Predios de dulces huertas, y estacadas de aceitunas. Por allí
las grandes haciendas, con sus nombres y con sus novelas de pericón y carretela
durante el siglo XIX: «La Mejorada», « Tamarán»,« El Cuzco», «La Florida», con
el garrotal más joven del término que valía un Potosí al decir de los viejos
labradores; «Ibarburu», que lo perdió uno de sus propietarios a una carta,
jugando al monte. Era el caballo de copas. Parecía, por lo que contaban,
que todo el pueblo hubiera asistido a la apasionante partida. Por abril, y también en los soles marceros, venían las magarzas y los lirios. Era un aire de tristeza fugaz, el adiós morado al campo entrañable, duro y hondo del invierno. Un poco más y el débil estallido oscilante de las amapolas... iQué lujo entonces de luces intactas en las tardes que crecían! El leve sofoco de la tierra nos llenaba de imprecisa angustia, nos entristecía en una vitalidad mayor rezumante de ansias inconcretas, hacia la luz, hacia el misterio, hacia la vida... Nos parábamos en medio del campo y oíamos el latir de la sangre por las venas. Y entonces era más aniquiladora que en ningún instante la soledad, por los pobres caminos de pencas y silencios que nunca supimos adonde llevaban ni salían.
que todo el pueblo hubiera asistido a la apasionante partida. Por abril, y también en los soles marceros, venían las magarzas y los lirios. Era un aire de tristeza fugaz, el adiós morado al campo entrañable, duro y hondo del invierno. Un poco más y el débil estallido oscilante de las amapolas... iQué lujo entonces de luces intactas en las tardes que crecían! El leve sofoco de la tierra nos llenaba de imprecisa angustia, nos entristecía en una vitalidad mayor rezumante de ansias inconcretas, hacia la luz, hacia el misterio, hacia la vida... Nos parábamos en medio del campo y oíamos el latir de la sangre por las venas. Y entonces era más aniquiladora que en ningún instante la soledad, por los pobres caminos de pencas y silencios que nunca supimos adonde llevaban ni salían.
Las calles
A la tarde, las niñas de la
calle Real se paseaban por la acera… Volvían los trabajadores del campo,
andrajosos, con olor de sudor agrio. Pasaban las carretas entre el agudo rechinar de los ejes
y el profundo resoplido de las yuntas, desprendiendo un pegajoso polvillo de
oro en el traqueteo de cada bache; las piaras de cabras o de cerdos levantaban
nubes de olor que hacían el aire casi irrespirable... Pero las niñas de la
calle Real -Luisa, Aurora, Nieves, Micaela- seguían paseando, con sus moños y
trajes de señoritas, por la corta acera de los dos escalones...
No paseaban otras muchachas
en el pueblo. Las de la palle Real parecían reinas, con sus trajes de colores y
los grandes lazos caídos desde la cintura. Los campesinos las miraban un poco
de reojo sin darles mayor importancia; pensaban para sus adentros algo
fundamental y sucio, y guardaban silencio.
Pero ¿cómo iban a pasear las
muchachas de otras calles? Sólo la calle Real tenía aquel corto tramo acerado
y liso. Eran las piedras del tiempo de los moros.
Por la calle de la Aurora,
al final, veíase la inmensa marisma. Las últimas casas, con techumbre humilde
de pastos y bayuncos, casi se confundían con la línea de tierra del horizonte.
Cuando llovía, todo se inundaba. La laguna de agua cenagosa llegaba hasta los
mismos muros de las viviendas; y al atardecer, todo aquel contorno tomaba una
apariencia de tarjeta postal japonesa, con las grandes techumbres de pastos
dobladas en el reflejo de las charcas con verdina.
Íbamos por el Toledillo,
calle de las Postas o la de Sacristanes. Las niñas estaban en sus puertas,
tristes, sucias, despeinadas. Crecían entre los animales y los aullidos
desgarradores de las madres desesperadas por el trajín y el agobio de la vida.
Se quedaban mirando al aire con una fijeza de visionarias. No sabían casi
hablar... Los patinillos olían a plantas viscosas.
Había una calle... Sí; en la
esquina de Homobono, el del Refino. No sabíamos ni cómo se llamaba: por allí no
pasamos nunca. Era una calle de mujeres malas. Allí iban los hombres, siempre
borrachos y tambaleantes, en grupos unidos por lacios manotazos insistentes y
largas interjecciones guturales, gritando como pregones blasfemos e iracundos.
Todo el pueblo refulgente de
cal. Y el dolor de vivir, la miseria, la grosería humana resaltaban más
siniestramente contra esos fondos lisos, puros, de las paredes inmaculadas.
Cada calle su expresión
distinta. En la calle del Duro, el tufo a cuerno y pezuña quemada por la
albeitería; en la de Cantarranas, el ruido metálico, puro, de los golpes del
herrero; por el Campillo, la jara quemada y el perfume a pan caliente de las
tahonas... Pero nuestra calle predilecta era la del Paraíso. ¿Por qué? No lo
sabíamos. Sí, quizás sí... Desde allí se columbraban en la lejanía los montes
del mundo... Estaba debajo de la alta torre de la iglesia. Cuando repicaban las
campanas, gritábamos al hablar y no nos oíamos.
En las esquinas de algunas
calles, empotradas en la cal de los muros, había viejas cruces de hierro a las
que no sabemos qué manos piadosas colocaban de vez en cuando unos humildes
ramillos de flores... Pero la mayor parte de la gente no sabía de Dios, ni del
cielo ni de los santos. Y si no cometían mayores tropelías era por Arriaga, el
lento, membrudo y temible cabo de la Guardia Civil.
Por las calles últimas
-casillas de barro y paja- un
aire de puchero pobre, establo y yerba verde. Los niños tiraban piedras al
hedor del alpechín podrido. La vida se hacía ínfima, inhumana. Daba miedo ver
la expresión de algunos rostros.
Sí; sólo las niñas de la
calle Real paseaban por la acera, con grandes moños sueltos, pendientes de las
altas cinturas incitantes.
La alegría
Iba desecándose lentamente el agua de la calle
«Abajo» y la laguna grande de la de «La Aurora». Crecían visiblemente los
días. Aún había luz de tarde mucho después del toque de oración. Del campo
llegaba un aire que encerraba en su transparencia la pura alegría de la
primavera. ¡Qué luz! Aquel sol amarillo del invierno se hacía candelas sobre
los muros aún más blancos por la sequedad de los nuevos vientos... ¡Qué pureza!
Se desnudaba hasta el sonido: se oía más lejos, claro, el grito o el canto de
las últimas corralizas.
El ganado había perdido el
paso cansino de la invernada. Retozaban los potros por los postigos,
relinchaban las yeguas en el prado con largos temblores que se contagiaban al
aire. Las cabras diableaban por muros y leñeras. Un gran prodigio mudo
estremecía la tierra. Ya no se encendías las fogatas al atardecer.
Las muchachas sentían una
dulce turbación que las enajenaba placenteramente. Y nosotros, ante el milagro
de los campos que se cubrían de flores, también nos creíamos más puros y
divinos, como tocados por la mano y el júbilo de Dios.
La casa de Dios
Había en el pueblo una
iglesia grande, la parroquia, y dos
capillitas en los barrios. La iglesia mayor estaba bajo la tutela de la Virgen
áe las Nieves. Y cuando la familia de los Murubes fue rica y acaudalada, hicieron
mucho por la suntuosidad y enriquecimiento de aquel templo. Muy modesta, por el
contrario, con su techo a dos aguas como una bodega, era la capilla de la
Aurora; así como la de los Remedios, al fondo de la calle Real, lindera con los
campos y caminos de pencales.
La Parroquia tenía tres
naves abovedadas, sostenidas por grupos de columnas de mármol. Por la bóveda
central más alta, corrían unos ventanos con cristales de colores. Siempre
colgaban las telarañas. Mientras los sermones y las misas, cuando niños,
seguíamos el paso de la luz vestida de colores -azul, amarillo pálido, verde,
morado-, que entraba por aquellos huecos. El sol bajaba a veces, hasta la
oscuridad de alguna capilla y se veía temblar en la sombra un polvillo de oro
vivo.
También de mármol era toda
la solería. Qué fría en invierno; qué agradable, llena de relumbres y brillos
de patios, cuando la novena de la Patrona, en el terrible agosto.
En la capilla de las Ánimas,
el fuego del purgatorio, con hombres y mujeres casi desnudos entre las espesas
llamas, y un bosque de brazos clamantes hacia la altura. Pero el Cristo más
milagroso estaba en la capilla del Bautismo. Era un Crucificado violento,
renegrido, grande, adornado con cabellos naturales. El dosel granate que lo
defendía de la humedad amarillenta del muro, aparecía cuajado de «milagros» de
latón suspendidos en moñas de sedas muy ajadas.
El Mes de María se celebraba
en la capilla de la Aurora. Las azucenas, las magarzas y los lirios en el
altar olían hasta trastornar el sentido. Las niñas, vestidas con velos blancos,
decían «su verso» a la mitad del oficio religioso, cuando acababan justamente
los misterios del Rosario. Era el momento más emocionante. En una mano el ramo
de flores; el otro brazo libre, dirigido en patética mímica descompasada, según
lección de Doña Sebastiana, la maestra. Una tarde, Angelita Fernández, que era
rubia y larguirucha como una espiga precoz, dijo «un verso» tan largo y tan
espiritual, que ya no pudo del todo, y se desmayó y rodó por los escalones del
presbiterio, pálida, envuelta en sus flores y túnica blanca, como muerta...
Tuvieron que recogerla el cura y algunas mujeres. Estaba rígida y traspuesta.
Luego, durante la letanía, se la oía llorar fuerte e incontenible, dentro, en
las habitaciones del sacristán. Todos los asistentes salieron de la capilla
aquella tarde con un nudo en la garganta. No se habló de otra cosa en todas las
casas. Angelita vivía con una madrastra muy joven y guapetona, y de la que en
el pueblo se hablaban muchas cosas...
Los Remedios era casi capilla
rural. Entre los latines del cura, irrumpía a veces con inocente
irrespetuosidad el gruñido de algún cerdo de los corralillos cercanos, o el
airón gozoso de un relincho marismeño. Iban allí gentes sencillas de los campos
y mujeres arrebujadas y oscuras en su mantón o la toquilla. En el porche, al
entrar, nadie se detenía ni saludaba. Luego, al salir, los hombres echaban
tabaco y todos se decían con voz recia:
-Buenos días nos dé Dios.
Y hablaban de los mulos, de
la granazón de las sementeras o del precio de los piensos.
La iglesia mayor tenía
cuatro campanas. La capilla de la Aurora, una esquila humilde de tono cascado y
trémulo, como la voz de Angelita Fernández. La campana de los Remedios se oía
más desde el campo que por las calles del pueb1o.
Invierno
Por las mañanas de enero, cuando la reja de los
arados iba rompiendo la tierra, del fondo de las besanas salía un humito
corto, un tibio aliento que se perdía entre las piernas de los yunteros. Todo
el campo estaba aterido; y en los charcos, en las lagunillas brillaba el espejo
duro de los carámbanos. Si caía una piedra, oíamos el chasquido de los
cristales en la triza helada.
Encendían candelorios de
sarmientos y troncas de olivo. El olor del tomillo y el romero hacía íntima la
distancia. Iban las cuadrillas de mujeres a coger aceitunas. Todas con
pantalones de hombre bajo las largas blusas, y el pañolón reliado a la cabeza
con un fuerte nudo bajo la barbilla. Se parecían a las rusas que venían
retratadas en las propagandas de los bolcheviques. Los olivares se llenaban de
risas y conversaciones: tenían algo de campos de Américas con rechifla de
cotorras y papagayos. A veces, una copla andaluza, solitaria en el silencio,
ponía un latido humano en la inmensidad del cielo. Cruzaban de un árbol a otro
las altas escaleras. Temblaban los altos pimpollos, grávidos de fruto. Las
manos y el aire olían a aceite verde.
Lluvia. El campo se quedaba sordo. Los horizontes
se acortaban. No se veían los montes, y, a veces ni aun la torre del pueblo.
Parecía que todos los caminos estuviesen llenos de humo. El barro nos hundía en
los surcos, nos impedía el andar, nos aprisionaba correosamente, casi con
propósito de convertirnos en un árbol más con jugo de tierra, aires y lloviznas.
En las noches de invierno brillaban
fríos los luceros, las estrellas, más que nunca. Y el ver el agua helada por la
mañana, los carámbanos en los charcos, pilas, cubos y lebrillos constituía
entre la chiquillería una de las más raras fiestas del invierno en el pueblo.
Puertas abiertas
Había en el pueblo media docena de casas ricas,
con zaguán y portón de clavos dorados. El resto de las viviendas no lo tenían,
y la puerta de la calle abría directamente sobre el interior de la casa, a la
pieza que por la misma razón llamábase «el portal». Y estas puertas y portones
estaban siempre abiertos.
Había una tácita confianza
en el prójimo. Y el único trámite para penetrar en la vivienda ajena era la
salutación religiosa:
-Ave María purísima... Y contestaban dentro:
-Sin pecado concebida.
La gente pasaba al interior
con respeto y llaneza. Hablaban de sus cosas.
Todas las puertas abiertas
daban al pueblo un aire de gran familia compenetrada y sin secretos. Sólo la
muerte hacía que pasajeramente quedasen entornadas las hojas de maderas a la calle,
como luto y forzada ausencia del mundo, impuesta por el dolor o el aciago
destino.
Las casas eran, hasta las
más pobres, limpias, blancas de cal, refulgentes. El cotidiano aljofifado de
los suelos sacaba brillo a la vasta arcilla de las solerías. Los metales de los
aldabones, como de oro pálido.
Por el invierno, los
portales olían a azúcar quemada, a alhucema en el brasero. En las casas más
humildes trascendía a la puerta el sano olor modesto de los pucheros en la
lumbre.
Sólo había dos casas en el
pueblo que tenían los portones siempre cerrados. La de Don Miguel el médico, y
la de la madrastra de Angelita Fernández.
Patinillos
Después del portal con la
alcoba, el patinillo enguijarrado. Allí la cocina, quizás otras habitaciones.
Y al fondo, la cuadra y los corralillos para
las bestias.
La puerta del patizuelo se
ordenaba casi siempre en línea con la de la calle, de tal modo que al entrar en
la casa, refulgía al fondo, tras la penumbra del portal, el maceterío alegre
del patio. Geranios, aspidistras, «varitas de San José», arreboleras,
helechos... Todo cacharro roto, envoltura inservible o pieza del ajuar en
avería era utilizable como maceta. En algún arriate el jazmín, la caracola o la
«dama de noche». Por las paredes, las pencas largas y reflorecientes de «la
reina de las flores» y las corolillas cándidas punteadas de negro de los ojos
de Cristo».
En un ángulo del patinillo,
el pozo. Todos con los brocales deshechos por la verdina y el roce duro de las
cubetas. El cielo hundido en el agua oscura, los culantrillos y líquenes
chorreados por el terciopelo vegetal de las paredes redondas, el eco largo de
las palabras que allí se pronunciaban, rodeaban de un ámbito misterioso a todo
aquel sector del patinillo.
-Niño -nos decían siempre-, no te acerques al
pozo.
Y dábamos un rodeo como si
de su entraña cristalina pudiera surgir algo que nos dañase.
Cuando iba llegando marzo,
ya las tardes mucho más largas, todos los patinillos se llenaban de un olor a
Semana Santa lugareña: era que florecían las «varitas de la Virgen». Más tarde,
llegaba el resplandor aterciopelado del geranio y los rosales...
Había una florecilla
rastrera, multicolor y diminuta que allí llamaban «pamplinas».
La escuela
¿Qué edad tendría el buenazo de Don Damián, el
maestro? Era imposible calcularlo. Debió de ser así de viejo y triste toda su
vida. Con la deshilachada americana gris burdamente recosida por los codos, los
gastados pantalones de pana y las botas grandísimas, de elásticos, llenas de
arrugas y tolondrones.. . ¡Pobre Don Damián! Estará en el cielo. Intentaba
desbravar con paciencia, que algunas veces se rompía en gritos, golpes de
puntero o cocotazos, a más de cincuenta salvajes...
La escuela era un largo
salón, precedido de un patio y un corredor larguísimo que venía desde la calle.
En el patio estaba la casa de Don Damián. Era viudo; allí vivían con él algunos
hijos, todos grises y enfermizos, más una cuñada, Sofía, que padecía de
escrófulas en la nariz tan acentuadamente, que, según decían los niños de la
escuela, ya se le veían los huesos de la calavera por el boquete de las
llagas...
Nos agrupaban por edades.
Los mayores aprendían las cuatro reglas y elementos de Geografía e Historia
Sagrada. Los medianos, el “Catón”.Los chiquilicuatros, cartilla, curvas
y palotes y cantar el Padre Nuestro. Los tres grupos en rincones distintos,
pero gritando todos a una vez y a pleno pulmón. Don Damián iba pacientemente de
un lado a otro: aquí enmendaba en la vieja pizarra un entuerto de número, allí
ponía en palabras la retahíla de cotorra con que alguno gritaba el misterio de
la Encarnación, en otro sitio perdía la calma, y el puntero iba rápido desde
los confines de España a la cabeza de alguno de aquellos montaraces diablos.
Había peleas terribles.
Comenzaban silenciosamente, con largos pellizcos, inesperadas cargas de
hombros, crueles pisotones. Y todo iba remontándose en un fuego de miradas y
dientes apretados, hasta que estallaba en lucha a brazo partido, con
maldiciones y bocados feroces, revolcándose por el suelo. Acudía Don Damián y a
punterazos limpios, donde podía, separaba a los contendientes. A veces había
incluso de mover las bancas, pues, en la ceguera de la lucha, habían quedado
prisioneros entre las patas y maderas. El castigo era estar de rodillas, dos
días, en la alta tarima del maestro, con una pesa de las de hacer gimnasia de
cada mano. El grosor de las pesas lo calculaba Don Damián en orden a la
violencia de la lucha y resistencia física de los penados. Pero esta dura
sanción no era muy temida: Don Damián olvidaba pronto a los castigados y éstos
se entretenían, debajo de la mesa del maestro, en rodar las pesas por el suelo,
jugando a los carritos.
De vez en cuando, entre los
alumnos, pasaba Sofía que iba al corral a volcar los cubos de agua sucia.
Parecía un fantasma. Todos los niños la miraban con miedosa curiosidad, por
ver si en algún descuido de la morada toca podían verle las llagas y
desfiguraciones.
¡Mis de la mitad de los
asistentes a la escuela iban descalzos, con los pies llenos de barro y
arañones. Cuando el invierno, el brasero señalaba las cabrillas en las piernas.
A algunos parecía que le iban a saltar las venas.
Ya al final de la clase,
todos juntos, cantábamos la Salve y el Credo. Don Damián llevaba el compás
dando golpes con el puntero, encima de las bancas. El ansia de acabar cuanto
antes y salir a la calle iba aumentando paulatinamente el piadoso vocerío, de
tal modo, que cuando llegábamos al Poncio Pilato, ya aquello no era cante, sino
descomunal berrea. Al «amén», un tropel de locos, entre gritos y empellones,
salía por el largo corredor hacia la puerta.
Allí, momentáneamente
reinaba un relativo silencio: es que había cincuenta niños en las posturas más
absurdas, repanchigados contra el aire, a ver quién satisfacía cierta necesidad
húmeda más alto y más lejos... Como la escena ocurría todos los días dos
veces, a las doce y a las cinco, a nadie sorprendía tan grosero como
inadmisible espectáculo. Pero así era.
Yo no he podido olvidar en
toda mi vida a Juan Zaramalla Domínguez, mi vecino de « Catón».
Descalzo y casi desnudo. El rostro tan canijo que al mirarlo siempre me
recordaba al galgo viejo de la casa de mis tíos. Un día me dijo que en su casa
apenas había que comer. Y yo le daba todas las tardes mi merienda de pan y
chocolate, que él devoraba ávidamente, a carrillos llenos. El pobrecillo no
pasó nunca de curvas y palotes, y me acompañaba, sin decirme nada, hasta mi
puerta.
Los árboles
Había pocos árboles en el pueblo. Los mayores
eran los de mi casa. Un paraíso corpulento en el jardinillo del fogón; una
morera en el patio del palomar; y otra morera y una acacia muy vieja en el
corralón grande, junto a la cochera. No se le podía llamar árbol a la adelfa
rosa; pero también había adquirido una altura desmesurada, allí junto al portalón
de la cuadra, al lado de la pila de beber las bestias.
Los árboles guardaban los
mejores secretos de mi niñez. ¿Cómo podíamos subir hasta aquellas ramas altas
del paraíso, tan delgadas por la cima que al menor viento nos mecía con
suavidad deliciosa? Pues subíamos en un santiamén, sólo a costa de algunos
arañazos. Ya arriba ¡qué gozo!. Veíamos todos los tejados, la torre, los
montes, la marisma, incluso los ganados y coches que iban por los caminos
lejos. A veces, nos buscaban por toda la casa y no nos encontraban. Y allí,
fundidos con los troncos y ramajes, llenos de olor de la savia lastimada por
nuestro duro abrazo permanecíamos tanto tiempo, que hasta los pájaros se
familiarizaban con nuestra presencia y tornaban a posarse en los pimpollos de que
habían huido.
Sí, había momentos en
nuestra niñez en que todo se resolvía subiéndonos a las altas ramas amigas. Y
no creáis que al afirmar tal cosa nos referimos a los incidentes menores de la
vida... No. Eran nuestras alegrías y nuestras tristezas las que nos solicitaban
una mayor amplitud de horizontes; contrastar la medida infinita de nuestra
pena o nuestro gozo con un horizonte desconocido y unos cielos ignorados,
imposibles de hallar en la clausura de los patios o en la tibia atmósfera de
las habitaciones. Infantiles huéspedes del aire, nos sentíamos alejados de la
vulgaridad cotidiana, cercanos de algo irreal y posible que aún no se nos
descubría claramente en nuestros sentimientos,
pero que allí columbrábamos, otorgándonos la certeza de nuestras
esperanzas y el orgullo de nuestras fuerzas...
...¡ Teníamos nueve años!
Las campanas
A las tres de la tarde, desde la torre de la
iglesia, el. toque de vísperas. Entonces era cuando comenzaba, propiamente la
tarde, y el ángulo de sol por los patios
ascendía lentamente hacia los aleros. No siempre se oían igual las campanas. El
viento las traía o las alejaba caprichosamente, como al vuelo de palomas. Y
había tardes en que jugaba con ellas tan locamente, que ya sonaban puras o
borrosas, lejanas o tan cerca que parecían rebotar, palpitantes, contra las paredes de los patios...
Había la campana que llamaba
a fuego, con toque monótono y acuciante, la campana «de vueltas» para la misa
mayor y el repique general de las grandes festividades -Santiago, la Patrona,
Nochebuena, Sábado de Gloria... -La esquila de los entierros, y la gorda, grave
y profunda, que estremecía el aire de la torre cuando la tañían. Para los
«dobles» de muertos y las horas canónicas dialogaban con mucha intención la
esquila y la «de vueltas». Al final del toque de queda ponía también su punto
final y redondo la campana gorda. Un solo golpe solemne, que quedaba mucho
tiempo meciéndose en la negrura. Ya, luego, la noche se cerraba en sueño y
soledades.
La más alegre era la campana
vuelta. Parecía una muchacha loca. Giraba y cantaba con tal entusiasmo que, a
veces, en el paroxismo de su raudo voltear sin freno, quedaba momentáneamente
muda, ahogada en su propio delirio, hasta que poco a poco, con más lentitud,
recobraba el perdido resuello y volvía a sonar con su clara alegría renovada
inextinguible.
E1 alma de cristal de la
lluvia influía poderosamente en la voz de las campanas. Sonaban más altas y
breves, como si se olvidaran un poco de los hombres y sólo otorgaran en
aquellos momentos su música celeste a las verdes galerías mudables del agua por
el cielo.
Los repiques gloriosos en el
pueblo tenían un eco de júbilo universal: chillaban los chiquillos, los
palomares levantaban las cortinas blancas en sus vuelos de círculos, cantaban
las aves por los pastizuelos... Pero si oíamos el repique en la inmensidad del
campo, nos angustiaba un poco aquella soledad tan querida, y el pueblo nos
parecía infinitamente más bueno y más lejano.
Las horas
¿En el reloj del Ayuntamiento suenan las horas.
Un momento antes de caer el badajo sobre la campana, se oye el chirrido del
mecanismo. Al comienzo toma la cuerda carrerilla y los golpes metálicos van
aplastando los ecos del golpe que antecede. Hay un momento en que cruje toda
la máquina de la blanca espadañilla, como si estuviera llena de latón oxidado.
Sólo la última campanada queda libre y limpia volando a sus anchas sobre
techumbres y lejanías, como un ave gozosa en la altura.
Pero las horas del reloj no rigen en la vida del
pueblo: es el sol, la luz. Por la mañana fría, al alba apenas, el éxodo
cotidiano de los hombres hacia el campo. Relinchan en tibio vaho las
caballerías, gozosas por salir al aire desde las cuadras y cobertizos. En las
alforjas, el pan y el aceite para la comida de la mañana. Luego, los pregones y gritos de las
vendejas callejeras, el guirigay de mozas y mujeres al mercado. Sobrellega muy
luego un rato de interna laboriosidad doméstica, que se traduce en silencio
claro y calles solitarias, hasta que irrumpen a mediodía los niños de la
escuela. El pueblo es entonces femenino; los hombres están lejos, con la
tierra...
En la calma larga de las
siestas ocurrían las tentaciones y los disgustos. Era la soledad del mediodía,
llena de puertas entornadas, gachonas coplas mezcladas al chirrido de las
garruchas en los pozos, el hondo runrún de las lavanderas en los fogones,
haciendo la colada con agua de ceniza, entre nubes de espuma de jabón, añil, y
el retozo de los veinte años. Era la sangre ciega por el instinto de la vida.
Hacia lo oscuro de las cuadras, detrás de los pajares, en los graneros, sobre
montones de trigo o la alfombra rubia de la avena. Cantaban los gallos por los
corrales con una acre salacidad contagiosa. Y el tiempo parecía que se paraba
en un irresistible pasmo que secaba las bocas y derramaba calenturas por las
venas. Sin cálculo ni caricia, súbitamente, se rodaba casi con dolor en doble
lucha ineficaz hacia un fondo amargo y temido, pero ineludible. Era el demonio
de la siesta que zarandeaba a la gente joven llenándole los ojos de rebrillos,
y la respiración de sofocos en los mudos acechos palpitantes.
A aquella hora había más
vida por los postigos que daban al campo que por las puertas. En las calles
sumidas en esta ausencia del mediodía, como noche con sol, sólo Villarín, el
panadero, con su linda jaquilla torda casi amaestrada, ella sola de puerta en
puerta, repartiendo el pan, los bollos, las rosquillas, las crujideras... La
compra se señalaba en una vara de acebuche, por un fino tajo de cuchilla. Un
tajo, era media hogaza. Dos tajos cruzados en forma de aspa, hogaza completa.
Cuando ya tenía muchas señales « la taja» -la tarja, el palitroque- quedaba
revestida de unos preciosos dibujos, como labor de jeroglíficos egipcios. Los
niños pedíamos para jugar las «tajas» inservibles.
Vísperas. Comienza la tarde.
Vuelven a salir los niños de la escuela. Hoy no hay ningún entierro; no doblan
las campanas. Comienzan a pasearse las niñas de la calle Real. El sol pone
amarillo los aleros de los tejados y la lomera con verdín de los caballetes.
Los jaramagos tienen su mejor momento de luz: son de oro altísimo en la lumbre
declinante del véspero.
Va llegando la noche y con
ella los hombres del campo. Con los hombres, el ganado. Huele a hierba verde.
Alguien canta solo en un fondo invisible. El canto une la lejanía con la
sombra. Los mozos, lentamente, -apenas si hablan- se estacionan en la puerta
de las tabernas o por algunas esquinas. Suena la oración. Nos llamaban de casa
para rezar el Rosario.
Algún potrillo joven se
descarriaba de las otras bestias, y subía, retozón, por las aceras, como si
fuera una más entre las niñas de la calle Real.
Los desconchados
Era tan sabio Don Tiburcio
que sostenía una tesis científica sobre la cegadora blancura de las casas del
pueblo, en oposición a la tesis estética defendida por el grupo de la Botica.
El razonamiento del sabio podía compendiarse así: las construcciones del pueblo1
a base de arenas, ya que todos estos contornos otrora -cuando decía
<> Don Tiburcio se hinchaba momentáneamente como si se
hubiera comido un pavo- otrora playas del mar océano,
requieren en los muros el uso frecuente de los enjalbegados, para formar con ellos una capa caliza que retenga la fácil erosión del viento sobre los tapiales... De ahí la ya inveterada costumbre de blanquear, de enjalbegar todos los sábados. más que finalidad estética, la cal cumple aquí una finalidad práctica de conservación y permanencia...
requieren en los muros el uso frecuente de los enjalbegados, para formar con ellos una capa caliza que retenga la fácil erosión del viento sobre los tapiales... De ahí la ya inveterada costumbre de blanquear, de enjalbegar todos los sábados. más que finalidad estética, la cal cumple aquí una finalidad práctica de conservación y permanencia...
El pueblo, en efecto, tiene un blancor
inmaculado. Muros, fachadas, patios, aleros y caballetes de techumbres, todos
cándidos y cristalinos como de inmutable nieve. Y un tapial, una casa con
desconchones, es indicio de ruina o abandono.
Muy pocas casas había en el
pueblo que no relucieran así. Sólo los corralones de la escuela que dependían
del Gobierno; alguna propiedad sin amo o en pleitos familiares; y las casas de
la calle de Homobono, allí por donde nunca pasábamos, donde decían que estaban
las casas de las mujeres malas. Sólo aquí se veían desconchados, es decir, muros
con llagas y costras, como si estuviesen enfermos o podridos.
Sol y lluvia
Finales de marzo, llovía y hacía sol. La avena,
el trigo, a dos palmos ya de la tierra, espeso y pujante, con una lozanía que
hacía trascender la densidad de la savia al aire y los contornos. Siempre
sorprendía este cambio del duro invierno hacia la clara primavera. Tras los
chaparrones, tornaba a salir el sol y los verdes adquirían una calidad de
trémula esmeralda viva.
El cielo, poblado de nubes
suntuosas, blancas, grisáceas o tormentosas, parecía más inmenso. Y la alegría
de la tierra se exaltaba con estos días de azul y nubes. «Marzo pardo», decían
contentos los campesinos.
Cuando llovía y hacía sol al
mismo tiempo, los chiquillos, en el pueblo, cantaban coplas alusivas a ciertas
desconsideraciones del demonio. Pero el campo estaba limpio, transparente,
prometedor, como el aire inicial de una caricia ilimitada y tiernísima.
Las nubes bogaban,
majestuosas, a través de la inmensidad. Cúmulos de nácar, montañas de nieves,
gigantescas masas verticales -rosas, celestes, cárdenas-, tras las que parecía
ocultarse no el cielo azul de los soles y los astros, sino la eternidad de los
ángeles, las vírgenes y el Padre Eterno.
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