sábado, 23 de enero de 2016

PUEBLO LEJANO -EL PUEBLO-




I
El escudo ............................................................................ 17
El tiempo de los moros ................................................... 21
Más historia ...................................................................... 23
La atalayuela .................................................................... 25
El país ................................................................................. 31
El campo ........................................................................... 35
Las calles ............................................................................ 39
La alegría .......................................................................... 45
La Casa de Dios ............................................................... 47
Invierno ............................................................................. 53
Puertas abiertas .............................................................. 5 7
Patinillos............................................................................ 61
La escuela ........................................................................ 63
Los árboles ......................................................................... 67
Las campanas ……………………….............……………………..69
Las horas ........................................................................... 71
Los desconchados ............................................................ 77


I   EL PUEBLO



El escudo

Dios quiso que naciéramos en este pueblo de An­dalucía, junto a las marismas del Guadalquivir. Es un pueblo abierto y llano, abrasado de sol por los estíos. Mas cuando llega el invierno y llueve un poco, todo se inunda y encharca. El barro llena las calles. La humedad sube como un sudor salino por la blancura nítida de las paredes. Los campos inmediatos retienen las quietas aguas. Y todo adquiere una calidad lacustre, reflejada y muda.
La gente aquí desconoce la comodidad de vivir. Se encierran en estas habitaciones por las que brilla el rezumo del frío, sobre suelos de ladrillos entre cuyos poros brota, el agua, nuncio precoz de nuevas lluvias. La hostilidad acuosa de este ambiente, se suaviza sólo con la «copa», que es como allí llaman al brasero, de cisco picón hecho con varetas de olivos, crepitante, fugaz, abrasador, con sorpresa de tufos im­previstos. El rigor del frío dura poco más de dos meses; pero la humedad, más de medio año. Por eso las mujeres cosen y los niños diablean todo el día buscando el sol por las puertas, por las esquinas de las calles.
El pueblo tiene poca historia vieja. Algún sabio quiere hacerlo coincidir con ciertas nomenclaturas musulmanas de las que pululan por las crónicas, y cuya ubicación es pura­mente circunstancial, cuando no caprichosa. Aunque allí se emplee mucho la vaga referencia «del tiempo de los moros», nada existe que concrete la tesis de unos antecedentes histó­ricos más o menos remotos. Aquello fue, seguramente, lugar de tránsito y parada, de andaduras en el largo tirón que sepa­raba a Jerez y Trebujena de Sevilla y Córdoba. Hubo, sí, un castillo. Pero de tan escaso relieve militar y arquitectónico, tan venido a menos y tan alejado ahora de su función primi­tiva, que sirve de casa y consulta al médico del pueblo. En el grosor desmesurado de algunos muros, se apoyan los finos nervios de níquel de un aparato de rayos X.
Fue el pueblo, ya en tiempos más cercanos, límite de poderíos feudales. Allí se encontraban en los bordes de sus estados los Duques de Arcos y los Condes de Ureña. Un casorio suprimió contiendas y machihembró pergaminos. Pero quedaba un estado llano manchonero por fuera de los domi­nios aristocráticos. Así coexisten durante muchos años dos pueblos con dos Ayuntamientos distintos. Es en el siglo XVIII, cuando se verifica la unión de las dos localidades, separadas en los papeles por muchos pleitos y querellas, aunque en la realidad sólo por una calle, torrentera de barros y alpechines cuando las otoñadas. Y éste es el motivo que representa el precioso escudo de Villafranca y Los Palacios. En él aparece un hombre con una levitilla y una castora, tendiendo la mano con ramitas de olivo a un duro labriego de las marismas. Abajo, un enorme toro sostiene con la majestad de su cuerna la cortesía de tan delicada y política convivencia.








El tiempo de los moros

Eso es del tiempo de los moros...», dice con alguna frecuencia la gente del pueblo. Y la imaginación se escapa confusamente a un mundo de sangre en degüellos, blancos albornoces, preciosos caballos, harenes y guerreras escaramuzas.
En la capilla del Rosario, en la iglesia, había una losa de mármol de color distinto a las del resto del pavimento. Cubría, según la creencia popular, un pasadizo que comuni­caba subterráneamente con el Castillo. Por allí venía a misa la Reina Mora. ¡Cuántas veces nos quitó la devoción el pen­sar en los peligros del tránsito de la bellísima Reina Mora por tan oscuro camino! Nadie ha destapado nunca aquel escon­drijo ni ha intentado ver si existe tan escondida vía. El ro­mance continúa aún temblando bajo nuestras pisadas.
Las grandes piedras que sirven de acera ante la casa de Doña Fausta también se dice en el pueblo que son del tiempo de loe moros. Son unas descomunales losas de color grisáceo, con finas venas marmóreas de imprecisos colores. Era uno de nuestros placeres infantiles: cuando llovía o hacía humedad, se avivaban con sorprendente pureza aquellas recatadas tona­lidades azules, verdes, rosáceas.
«El tiempo de los moros...» En casa de Don Miguel el médico había un grabado que mirábamos con mucho temor y recelo, como todas las cosas del médico, pues tenía fama de hombre pecador. Hasta vivía con una mujer y era soltero... En aquella estampa aparecía un sultán de la Persia, tendido en amplísimo diván, dulcemente abanicado por unos negri­tos de felinos ojirris. Un grupo de odaliscas de robustas cade­ras bailaban ante el Sultán. El cabello larguísimo ocultaba discretamente gracias y primores. Por la ventana del muro labrado con finura de confitería, columbrábase la arena in­mensa del desierto, y tres solitarias palmeras desmayadas de sol y lejanía.
Más historia
El personaje de mayor relieve histórico en mi pueblo es Andrés Bernáldez, el cronista de los Reyes Cató­licos. El sólo ha logrado la inextinguible llamada de la fama. Cierto es que, con posterioridad, ha habido otros personajes de mucho renombre y campanillas. Pero todos de orden menor y circunscritos en su nombradía a una rapidez circunstancial, a veces incluso poco edificante. Nadie re­cuerda ya a Don Miguel Murube Galán, colaborador importantísimo como hacendado e ingeniero, del famoso Marqués de Salamanca. Reconstruyó la iglesia parroquial del pueblo, en una de cuyas capillas está enterrado con otra le­gión de Murubes, familia muy prolífica y asendereada. En la sacristía hay un gran retrato suyo: barba de senador, banda y gran cruz de Alfonso XII, mirada clara y efusiva.
Pero volvamos a la historia grande, a la del buen Cura croniquero. La importancia histórica del ilustre sacerdote está en relación directa con el mayor fracaso de erudición sufrido por el secretario de la actual Corporación Municipal. ¿Está Andrés Bernáldez enterrado en Los Palacios? ¿Murió en el pueblo con cuya apelación pasó gloriosamente a la república de las letras? He ahí el enigma histórico. La lápida que en el sagrado recinto eclesiástico recuerda sus méritos, dice con ejemplar prudencia: «en los ámbitos de este templo se cree que reposan las cenizas...» El Secretario del Ayunta­miento lleva perdidos años y años de pacientísima investiga­ción y rebusca por libros y papeles viejos. Pero la diosa Clío le ha sido esquiva en sus afanes. Con todo, no desmaya. Y cuan­do alguien de buena fe o con disimulada zumba, que de todo hay, le pregunta sobre sus concienzudas y dificilísimas averi­guaciones, contesta con un «ya veremos, ya veremos...» tan engallado y cabalístico, que en la respuesta hay tanto de de­safío prudente a los hermetismo del pasado, como de repro­che orgulloso contra la poca fe o la guasa gorda de sus conve­cinos ignorantes.
Se conservaba intacta la casa en que vivió Andrés Bernáldez, en la callecita estrecha que forma la iglesia con la parte más antigua del pueblo, casi en la esquina de la calle llamada del Paraíso. ¡Calle del Paraíso! La casa era pobre y blanquísima de cal. Allí recibió la visita de Cristóbal Colón, cuando el navegante pedía ayuda y consejos para su genial aventura descubridora. Lo recordaba una lapidilla de mármol que lucía sobre el dintel de la puerta. Los frente-populistas la hicieron añicos la tarde del 18 de julio de 1936. No ha vuelto a ser restituida. Por lo que se ve, el Almirante y el historiador no eran gratos a las izquierdas revolucionarias de mi pueblo.











La atalayuela

En el castillo vivía entonces mi tía María. Sillones isabelinos tapizados en color calabaza. Quinqués más grandes y suntuosos que los de ninguna otra parte. Consolas con altaritos, y, entre las estampas religiosas, los retratos de algunos familiares.
Tía María vivía sola. Quedó viuda cuando la guerra de Filipinas. Su marido era militar, llegó a coronel. Uno de los grandes placeres de nuestra infancia era, durante las visitas, aquel solemne momento en que tía María nos enseñaba el sable del héroe. Nos parecía, al desenvainarlo con tanto es­fuerzo, enormemente grande. Al quedar fuera de la funda toda la hoja plateada, se producía en los concurrentes un silencio misterioso, una expectación indefinible. Semejaba que con la exposición del finísimo acero se convocase la pre­sencia del héroe desaparecido. Entonces tía María exhalaba siempre un suspiro hondísimo que casi empañaba la fina lá­mina brillante. Y comenzaba, luego, a introducirla en la os­cura funda, cegando poco a poco el alma de tanto puro refle­jo. Nos quedábamos todos tristes y felices, como si momen­táneamente nos hubiéramos asomado al cielo de un cuento maravilloso. Las criadas asistían también, curiosas, a la he­roica escena. La más cuidadosa tomaba luego el largo estuche oscuro, y lo guardaba, con las llaves que le daba la señora, en el ropero del dormitorio.
En medio del patio del castillo, entre macetas y algún arbolillo de fruta, surgía un mirador exento, al que todos llamaban «la torre de Doña María». Sin ser muy alto, sobre­salía por encima de todas las techumbres. Siempre creímos que esta Doña María era nuestra parienta; y que la viuda del héroe, sus penas y suspiros, bien merecían el honor de aquella torreta... Pero el Secretario del Ayuntamiento, que es el que más sabe de antiguallas en el pueblo, nos deshizo con impen­sada saña esta gloria familiar que tanto nos envanecía. Doña María no era la viuda del coronel, sino la mismísima Doña María de Padilla, la favorita de Don Pedro el Cruel, que fue quien edificó aquella gran casa, pomposamente llamada castillo, y adonde venía de temporadas para cazar por las lagunas de la marisma... En los papeles viejos -terminó diciéndonos el sabio funcionario- a ese torreón se le llama, y él da nombre a toda la edificación, “la atalayuela”.
Por este vocablo de la atalayuela comenzó a entrar en nosotros la sensibilidad de la Edad Media. Lo de Don Pedro el Cruel, si bien hacía crecer en antigüedad y prestancia la casa de mis familiares, hacía perder a mi pobre parienta la alta adjudicación de la gentil azoteílla. Y lo que nos dejó perplejos y confusos sobre todo, fue que Don Pedro, que no era moro, tuviera una favorita con la que se venía al pueblo, igual que hacía el médico…









El país

Subíamos a la torre de la iglesia. Era una de nuestras mayores aventuras. Al final de la nave del Sagrario, tras el coro, había una capilla oscura, por uno de cuyos rincones colgaban, llenas de nudos y deshilachadas, dos gruesas sogas que se perdían en el techo. Servían para maniobrar las campanas desde abajo, en los toques más usuales: el «Ave María» al amanecer; cuando alzaban en la misa mayor; el «Ángeles»; las «Vísperas»; las «Animas» al ocaso, y la «Que­da», ya entrada la noche. Allí estaban también, tétricos en su negrura de madera pintada, los ciriales y utensilios del servicio  de difuntos. La escalerilla angosta y de peldaños muy gastados, llegaba primeramente hasta el órgano. Siempre probábamos nuestras fuerzas en la sobadísima palanca del fuelle; y éste , en el interior, producía un ruido de respiración monstruosa, como un inmenso animal dormido que gruñera porque lo despertasen.
Continuaba estrechándose la escalerilla hasta el otro piso en el que había una puerta derrengada: era la entrada a los techos de la iglesia. Desde allí, el templo parecía mucho más grande. Se veía una nave de vigas bajísimas, todo lleno de polvo viejo y bosques de telarañas. A veces, un rayo de sol que entraba por algún ventano, iluminaba en espadazo obli­cuo el cuerpo de tanta penumbra colgante. Aquella zona te­nía sus ruidos característicos. En un seco silencio hondo oíanse píos y cloqueos de pajarucos invisibles, el crujido de las made­ras resecas, el terco traqueteo de algún postiguillo ignorado.
Y, por fin, llegábamos al cuerpo de campanas. ¡Qué júbilo siempre renovado! La visión del cielo y de la luz nos producía sofoco, como un mareo agradabilísimo y extenuan­te que nos obligaba a respaldarnos contra los muros. Y el viento se oía constantemente en las campanas, a las que arran­caba tonos con su fino roce, memoria queda, suavísima, del gran sonido en los volteos.
Todo nos sobrecogía: la blancura rectangular del pue­blo apretado bajo nuestros pies; el vuelo tan próximo de los pájaros; la profundidad de los horizontes. Oíamos con una extraña precisión las voces y ruidos más lejanos : las aves en los corralillos, los cerdos por los fangales; los niños en sus juegos por las barreduelas; esas voces aisladas en el campo... El aspecto del país variaba notablemente según la cara de la torre a que nos asomábamos. Hacia Sevilla eran campos de haciendas y olivares, caseríos de plata resumidos por un torreón solitario en horizonte de aceitunas; hacia el sur, las torres de Utrera con el comienzo de los cabezos de la Jarra y las serranías de Morón que se encrespaban, pasado el pico de Cote, para formar el calado de nubes de Zahara, Grazalema, Gibalbín. El otro medio círculo del horizonte lo cerraba la inmensa marisma sin límites, llena de leguas, misterios y ríos invisibles. Detrás de la marisma estaba el mar: lo presentía­mos en la transparencia del aire.
Subíamos de niños a la torre. Cuando bajábamos, nos creíamos más hombres y permanecíamos mucho tiempo si­lenciosos.










El  campo
En la marisma arrebataba la simple grandiosidad del horizonte. Era una línea circular tan honda que los ojos dolían, impotentes, por llegar a su fin. Tierra, cielo, la arquitectura fugaz del vuelo de un ave. Y Dios. Pero por las viñas y manchones, por los olivarillos y huertales del camino de Utrera, de la carretera de Sevilla, el horizonte era muy distinto. Campo corto encuadrado caprichosamente por esos vallados de chumberas enormes, inexpugnables como fortalezas. Y entre ellas, los caminos tristes, angostos, destro­zados por las huellas de las herraduras y el ganado.
Nos gustaba perdernos por estos andurriales pobres, muchas veces mal olientes y con un final desconocido. Había en ellos una soledad cerrada, ofensiva, cómplice de todas las imposturas y de todos los malos cuentos. Allí robaron, allí hirieron, allí faltaron a la ley de Dios. Las aventuras de mozas y mujeres, también ocurrieron siempre por estos caminos entre los charcos del agua dormida en invierno, o en el resol de los atardeceres primaverales, encendidos por la menta del poleo y el dulzor enervante de los habares florecidos.
Temíamos a los lagartos. Si no se hubieran movido con torpe lentitud, no los hubiéramos visto entre las raíces y cochambres de los vallados. Pero surgían de improviso, casi retadores, con dudas desafiadoras en su marcha difícil hacía las madrigueras. Cuando se ocultaban en rápida vuelta cau­dal, nos dejaban en los ojos el relampagueo vivo de unas es­trías verdes, azules, amarillas.
Si los caminos anchaban, surgían macizos de palmi­tos y junqueras. Era el verdor oscuro y perenne de estas sole­dades encerradas entre linderos; la alegría pobre de una tierra reseca entre calizas. Los juncos guardaban sobre el barro la música de los vientos más débiles.
         Tierras rojas hacia Dos Hermanas. Todo el campo parecía empapado en sangre de toro. Predios de dulces huer­tas, y estacadas de aceitunas. Por allí las grandes haciendas, con sus nombres y con sus novelas de pericón y carretela durante el siglo XIX: «La Mejorada», « Tamarán»,« El Cuz­co», «La Florida», con el garrotal más joven del término que valía un Potosí al decir de los viejos labradores; «Ibarburu», que lo perdió uno de sus propietarios a una carta, jugando al monte. Era el caballo de copas. Parecía, por lo que contaban,
que todo el pueblo hubiera asistido a la apasionante partida. Por abril, y también en los soles marceros, venían las magarzas y los lirios. Era un aire de tristeza fugaz, el adiós morado al campo entrañable, duro y hondo del invierno. Un poco más y el débil estallido oscilante de las amapolas... iQué lujo entonces de luces intactas en las tardes que crecían! El leve sofoco de la tierra nos llenaba de imprecisa angustia, nos  entristecía en una vitalidad mayor rezumante de ansias inconcretas, hacia la luz, hacia el misterio, hacia la vida... Nos parábamos en medio del campo y oíamos el latir de la sangre por las venas. Y entonces era más aniquiladora que en ningún instante la soledad, por los pobres caminos de pencas y silencios que nunca supimos adonde llevaban ni salían.












Las calles

A la tarde, las niñas de la calle Real se paseaban por la acera… Volvían los trabajadores del campo, andrajosos, con olor de sudor agrio. Pasaban las  ca­rretas entre el agudo rechinar de los ejes y el profundo resopli­do de las yuntas, desprendiendo un pegajoso polvillo de oro en el traqueteo de cada bache; las piaras de cabras o de cerdos levantaban nubes de olor que hacían el aire casi irrespirable... Pero las niñas de la calle Real -Luisa, Aurora, Nieves, Micaela­- seguían paseando, con sus moños y trajes de señoritas, por la corta acera de los dos escalones...
No paseaban otras muchachas en el pueblo. Las de la palle Real parecían reinas, con sus trajes de colores y los gran­des lazos caídos desde la cintura. Los campesinos las miraban un poco de reojo sin darles mayor importancia; pensaban para sus adentros algo fundamental y sucio, y guardaban silencio.
Pero ¿cómo iban a pasear las muchachas de otras ca­lles? Sólo la calle Real tenía aquel corto tramo acerado y liso. Eran las piedras del tiempo de los moros.
Por la calle de la Aurora, al final, veíase la inmensa marisma. Las últimas casas, con techumbre humilde de pas­tos y bayuncos, casi se confundían con la línea de tierra del horizonte. Cuando llovía, todo se inundaba. La laguna de agua cenagosa llegaba hasta los mismos muros de las vivien­das; y al atardecer, todo aquel contorno tomaba una aparien­cia de tarjeta postal japonesa, con las grandes techumbres de pastos dobladas en el reflejo de las charcas con verdina.
Íbamos por el Toledillo, calle de las Postas o la de Sacristanes. Las niñas estaban en sus puertas, tristes, sucias, despeinadas. Crecían entre los animales y los aullidos desgarradores de las madres desesperadas por el trajín y el agobio de la vida. Se quedaban mirando al aire con una fijeza de visionarias. No sabían casi hablar... Los patinillos olían a plantas viscosas.
Había una calle... Sí; en la esquina de Homobono, el del Refino. No sabíamos ni cómo se llamaba: por allí no pasamos nunca. Era una calle de mujeres malas. Allí iban los hombres, siempre borrachos y tambaleantes, en grupos uni­dos por lacios manotazos insistentes y largas interjecciones guturales, gritando como pregones blasfemos e iracundos.
Todo el pueblo refulgente de cal. Y el dolor de vivir, la miseria, la grosería humana resaltaban más siniestramente contra esos fondos lisos, puros, de las paredes inmaculadas.
Cada calle su expresión distinta. En la calle del Duro, el tufo a cuerno y pezuña quemada por la albeitería; en la de Cantarranas, el ruido metálico, puro, de los golpes del herrero; por el Campillo, la jara quemada y el perfume a pan ca­liente de las tahonas... Pero nuestra calle predilecta era la del Paraíso. ¿Por qué? No lo sabíamos. Sí, quizás sí... Desde allí se columbraban en la lejanía los montes del mundo... Estaba debajo de la alta torre de la iglesia. Cuando repicaban las campanas, gritábamos al hablar y no nos oíamos.
En las esquinas de algunas calles, empotradas en la cal de los muros, había viejas cruces de hierro a las que no sabe­mos qué manos piadosas colocaban de vez en cuando unos humildes ramillos de flores... Pero la mayor parte de la gente no sabía de Dios, ni del cielo ni de los santos. Y si no come­tían mayores tropelías era por Arriaga, el lento, membrudo y temible cabo de la Guardia Civil.
Por las calles últimas -casillas de barro y  paja- un aire de puchero pobre, establo y yerba verde. Los niños tiraban piedras al hedor del alpechín podrido. La vida se hacía ínfi­ma, inhumana. Daba miedo ver la expresión de algunos ros­tros.
Sí; sólo las niñas de la calle Real paseaban por la acera, con grandes moños sueltos, pendientes de las altas cinturas incitantes.
La alegría
Iba desecándose lentamente el agua de la calle «Aba­jo» y la laguna grande de la de «La Aurora». Cre­cían visiblemente los días. Aún había luz de tarde mucho después del toque de oración. Del campo llegaba un aire que encerraba en su transparencia la pura alegría de la primavera. ¡Qué luz! Aquel sol amarillo del invierno se hacía candelas sobre los muros aún más blancos por la sequedad de los nuevos vientos... ¡Qué pureza! Se desnudaba hasta el sonido: se oía más lejos, claro, el grito o el canto de las últi­mas corralizas.
El ganado había perdido el paso cansino de la invernada. Retozaban los potros por los postigos, relinchaban las yeguas en el prado con largos temblores que se contagiaban al aire. Las cabras diableaban por muros y leñeras. Un gran prodigio mudo estremecía la tierra. Ya no se encendías las fogatas al atardecer.
Las muchachas sentían una dulce turbación que las enajenaba placenteramente. Y nosotros, ante el milagro de los campos que se cubrían de flores, también nos creíamos más puros y divinos, como tocados por la mano y el júbilo de Dios.








La casa de Dios

Había en el pueblo una iglesia grande, la parroquia, y  dos capillitas en los barrios. La iglesia mayor estaba bajo la tutela de la Virgen áe las Nieves. Y cuando la familia de los Murubes fue rica y acaudalada, hi­cieron mucho por la suntuosidad y enriquecimiento de aquel templo. Muy modesta, por el contrario, con su techo a dos aguas como una bodega, era la capilla de la Aurora; así como la de los Remedios, al fondo de la calle Real, lindera con los campos y caminos de pencales.
La Parroquia tenía tres naves abovedadas, sostenidas por grupos de columnas de mármol. Por la bóveda central más alta, corrían unos ventanos con cristales de colores. Siem­pre colgaban las telarañas. Mientras los sermones y las misas, cuando niños, seguíamos el paso de la luz vestida de colores -azul, amarillo pálido, verde, morado-, que entraba por aquellos huecos. El sol bajaba a veces, hasta la oscuridad de alguna capilla y se veía temblar en la sombra un polvillo de oro vivo.
También de mármol era toda la solería. Qué fría en invierno; qué agradable, llena de relumbres y brillos de pa­tios, cuando la novena de la Patrona, en el terrible agosto.
En la capilla de las Ánimas, el fuego del purgatorio, con hombres y mujeres casi desnudos entre las espesas lla­mas, y un bosque de brazos clamantes hacia la altura. Pero el Cristo más milagroso estaba en la capilla del Bautismo. Era un Crucificado violento, renegrido, grande, adornado con cabellos naturales. El dosel granate que lo defendía de la hu­medad amarillenta del muro, aparecía cuajado de «milagros» de latón suspendidos en moñas de sedas muy ajadas.
El Mes de María se celebraba en la capilla de la Auro­ra. Las azucenas, las magarzas y los lirios en el altar olían hasta trastornar el sentido. Las niñas, vestidas con velos blan­cos, decían «su verso» a la mitad del oficio religioso, cuando acababan justamente los misterios del Rosario. Era el mo­mento más emocionante. En una mano el ramo de flores; el otro brazo libre, dirigido en patética mímica descompasada, según lección de Doña Sebastiana, la maestra. Una tarde, Angelita Fernández, que era rubia y larguirucha como una espiga precoz, dijo «un verso» tan largo y tan espiritual, que ya no pudo del todo, y se desmayó y rodó por los escalones del presbiterio, pálida, envuelta en sus flores y túnica blanca, como muerta... Tuvieron que recogerla el cura y algunas mujeres. Estaba rígida y traspuesta. Luego, durante la leta­nía, se la oía llorar fuerte e incontenible, dentro, en las habi­taciones del sacristán. Todos los asistentes salieron de la capi­lla aquella tarde con un nudo en la garganta. No se habló de otra cosa en todas las casas. Angelita vivía con una madrastra muy joven y guapetona, y de la que en el pueblo se hablaban muchas cosas...
Los Remedios era casi capilla rural. Entre los latines del cura, irrumpía a veces con inocente irrespetuosidad el gruñido de algún cerdo de los corralillos cercanos, o el airón gozoso de un relincho marismeño. Iban allí gentes sencillas de los campos y mujeres arrebujadas y oscuras en su mantón o la toquilla. En el porche, al entrar, nadie se detenía ni saludaba. Luego, al salir, los hombres echaban tabaco y todos se decían con voz recia:
-Buenos días nos dé Dios.
Y hablaban de los mulos, de la granazón de las semen­teras o del precio de los piensos.
La iglesia mayor tenía cuatro campanas. La capilla de la Aurora, una esquila humilde de tono cascado y trémulo, como la voz de Angelita Fernández. La campana de los Re­medios se oía más desde el campo que por las calles del pue­b1o.



Invierno

Por las mañanas de enero, cuando la reja de los ara­dos iba rompiendo la tierra, del fondo de las besanas salía un humito corto, un tibio aliento que se per­día entre las piernas de los yunteros. Todo el campo estaba aterido; y en los charcos, en las lagunillas brillaba el espejo duro de los carámbanos. Si caía una piedra, oíamos el chas­quido de los cristales en la triza helada.
Encendían candelorios de sarmientos y troncas de oli­vo. El olor del tomillo y el romero hacía íntima la distancia. Iban las cuadrillas de mujeres a coger aceitunas. Todas con pantalones de hombre bajo las largas blusas, y el pañolón reliado a la cabeza con un fuerte nudo bajo la barbilla. Se parecían a las rusas que venían retratadas en las propagandas de los bolcheviques. Los olivares se llenaban de risas y conver­saciones: tenían algo de campos de Américas con rechifla de cotorras y papagayos. A veces, una copla andaluza, solitaria en el silencio, ponía un latido humano en la inmensidad del cielo. Cruzaban de un árbol a otro las altas escaleras. Tembla­ban los altos pimpollos, grávidos de fruto. Las manos y el aire olían a aceite verde.
Lluvia. El campo se quedaba sordo. Los horizontes se acortaban. No se veían los montes, y, a veces ni aun la torre del pueblo. Parecía que todos los caminos estuviesen llenos de humo. El barro nos hundía en los surcos, nos impedía el andar, nos aprisionaba correosamente, casi con propósito de convertirnos en un árbol más con jugo de tierra, aires y lloviz­nas.
En las noches de invierno brillaban fríos los luceros, las estrellas, más que nunca. Y el ver el agua helada por la mañana, los carámbanos en los charcos, pilas, cubos y lebrillos constituía entre la chiquillería una de las más raras fiestas del invierno en el pueblo.



Puertas abiertas
Había en el pueblo media docena de casas ricas, con zaguán y portón de clavos dorados. El resto de las viviendas no lo tenían, y la puerta de la calle abría directamente sobre el interior de la casa, a la pieza que por la misma razón llamábase «el portal». Y estas puertas y portones estaban siempre abiertos.
Había una tácita confianza en el prójimo. Y el único trámite para penetrar en la vivienda ajena era la salutación religiosa:
-Ave María purísima... Y contestaban dentro:
-Sin pecado concebida.
La gente pasaba al interior con respeto y llaneza. Ha­blaban de sus cosas.
Todas las puertas abiertas daban al pueblo un aire de gran familia compenetrada y sin secretos. Sólo la muerte hacía que pasajeramente quedasen entornadas las hojas de maderas a la calle, como luto y forzada ausencia del mundo, impuesta por el dolor o el aciago destino.
Las casas eran, hasta las más pobres, limpias, blancas de cal, refulgentes. El cotidiano aljofifado de los suelos sacaba brillo a la vasta arcilla de las solerías. Los metales de los aldabones, como de oro pálido.
Por el invierno, los portales olían a azúcar quemada, a alhucema en el brasero. En las casas más humildes trascendía a la puerta el sano olor modesto de los pucheros en la lumbre.
Sólo había dos casas en el pueblo que tenían los por­tones siempre cerrados. La de Don Miguel el médico, y la de la madrastra de Angelita Fernández.
Patinillos
Después del portal con la alcoba, el patinillo enguijarrado. Allí la cocina, quizás otras habitaciones.­
   Y al fondo, la cuadra y los corralillos para las bestias.
La puerta del patizuelo se ordenaba casi siempre en línea con la de la calle, de tal modo que al entrar en la casa, refulgía al fondo, tras la penumbra del portal, el maceterío alegre del patio. Geranios, aspidistras, «varitas de San José», arreboleras, helechos... Todo cacharro roto, envoltura inser­vible o pieza del ajuar en avería era utilizable como maceta. En algún arriate el jazmín, la caracola o la «dama de noche». Por las paredes, las pencas largas y reflorecientes de «la reina de las flores» y las corolillas cándidas punteadas de negro de los ojos de Cristo».
En un ángulo del patinillo, el pozo. Todos con los brocales deshechos por la verdina y el roce duro de las cubetas. El cielo hundido en el agua oscura, los culantrillos y líquenes chorreados por el terciopelo vegetal de las paredes redondas, el eco largo de las palabras que allí se pronunciaban, rodeaban de un ámbito misterioso a todo aquel sector del patinillo.
-Niño -nos decían siempre-, no te acerques al pozo.
Y dábamos un rodeo como si de su entraña cristalina pudiera surgir algo que nos dañase.
Cuando iba llegando marzo, ya las tardes mucho más largas, todos los patinillos se llenaban de un olor a Semana Santa lugareña: era que florecían las «varitas de la Virgen». Más tarde, llegaba el resplandor aterciopelado del geranio y los rosales...
Había una florecilla rastrera, multicolor y diminuta que allí llamaban «pamplinas».
La escuela
¿Qué edad tendría el buenazo de Don Damián, el maestro? Era imposible calcularlo. Debió de ser así de viejo y triste toda su vida. Con la deshilachada americana gris burdamente recosida por los codos, los gasta­dos pantalones de pana y las botas grandísimas, de elásticos, llenas de arrugas y tolondrones.. . ¡Pobre Don Damián! Esta­rá en el cielo. Intentaba desbravar con paciencia, que algunas veces se rompía en gritos, golpes de puntero o cocotazos, a más de cincuenta salvajes...

La escuela era un largo salón, precedido de un patio y un corredor larguísimo que venía desde la calle. En el patio estaba la casa de Don Damián. Era viudo; allí vivían con él algunos hijos, todos grises y enfermizos, más una cuñada, Sofía, que padecía de escrófulas en la nariz tan acentuadamente, que, según decían los niños de la escuela, ya se le veían los huesos de la calavera por el boquete de las llagas...

Nos agrupaban por edades. Los mayores aprendían las cuatro reglas y elementos de Geografía e Historia Sagrada. Los medianos, el “Catón”.Los chiquilicuatros, cartilla, cur­vas y palotes y cantar el Padre Nuestro. Los tres grupos en rincones distintos, pero gritando todos a una vez y a pleno pulmón. Don Damián iba pacientemente de un lado a otro: aquí enmendaba en la vieja pizarra un entuerto de número, allí ponía en palabras la retahíla de cotorra con que alguno gritaba el misterio de la Encarnación, en otro sitio perdía la calma, y el puntero iba rápido desde los confines de España a la cabeza de alguno de aquellos montaraces diablos.

Había peleas terribles. Comenzaban silenciosamente, con largos pellizcos, inesperadas cargas de hombros, crueles pisotones. Y todo iba remontándose en un fuego de miradas y dientes apretados, hasta que estallaba en lucha a brazo par­tido, con maldiciones y bocados feroces, revolcándose por el suelo. Acudía Don Damián y a punterazos limpios, donde podía, separaba a los contendientes. A veces había incluso de mover las bancas, pues, en la ceguera de la lucha, habían quedado prisioneros entre las patas y maderas. El castigo era estar de rodillas, dos días, en la alta tarima del maestro, con una pesa de las de hacer gimnasia de cada mano. El grosor de las pesas lo calculaba Don Damián en orden a la violencia de la lucha y resistencia física de los penados. Pero esta dura sanción no era muy temida: Don Damián olvidaba pronto a los castigados y éstos se entretenían, debajo de la mesa del maestro, en rodar las pesas por el suelo, jugando a los carritos.
De vez en cuando, entre los alumnos, pasaba Sofía que iba al corral a volcar los cubos de agua sucia. Parecía un fantasma. Todos los niños la miraban con miedosa curiosi­dad, por ver si en algún descuido de la morada toca podían verle las llagas y desfiguraciones.

¡Mis de la mitad de los asistentes a la escuela iban descalzos, con los pies llenos de barro y arañones. Cuando el invierno, el brasero señalaba las cabrillas en las piernas. A algunos parecía que le iban a saltar las venas.
Ya al final de la clase, todos juntos, cantábamos la Salve y el Credo. Don Damián llevaba el compás dando golpes con el puntero, encima de las bancas. El ansia de acabar cuanto antes y salir a la calle iba aumentando paulatinamente el piadoso vocerío, de tal modo, que cuando llegábamos al Poncio Pilato, ya aquello no era cante, sino descomunal be­rrea. Al «amén», un tropel de locos, entre gritos y empellones, salía por el largo corredor hacia la puerta.
Allí, momentáneamente reinaba un relativo silencio: es que había cincuenta niños en las posturas más absurdas, repanchigados contra el aire, a ver quién satisfacía cierta ne­cesidad húmeda más alto y más lejos... Como la escena ocu­rría todos los días dos veces, a las doce y a las cinco, a nadie sorprendía tan grosero como inadmisible espectáculo. Pero así era.
Yo no he podido olvidar en toda mi vida a Juan Zaramalla Domínguez, mi vecino de « Catón». Descalzo y casi desnudo. El rostro tan canijo que al mirarlo siempre me recordaba al galgo viejo de la casa de mis tíos. Un día me dijo que en su casa apenas había que comer. Y yo le daba todas las tardes mi merienda de pan y chocolate, que él devoraba ávi­damente, a carrillos llenos. El pobrecillo no pasó nunca de curvas y palotes, y me acompañaba, sin decirme nada, hasta mi puerta.













Los árboles

Había pocos árboles en el pueblo. Los mayores eran los de mi casa. Un paraíso corpulento en el jardinillo del fogón; una morera en el patio del palomar; y otra morera y una acacia muy vieja en el corralón grande, junto a la cochera. No se le podía llamar árbol a la adelfa rosa; pero también había adquirido una altura desme­surada, allí junto al portalón de la cuadra, al lado de la pila de beber las bestias.
Los árboles guardaban los mejores secretos de mi ni­ñez. ¿Cómo podíamos subir hasta aquellas ramas altas del paraíso, tan delgadas por la cima que al menor viento nos mecía con suavidad deliciosa? Pues subíamos en un santia­mén, sólo a costa de algunos arañazos. Ya arriba ¡qué gozo!. Veíamos todos los tejados, la torre, los montes, la marisma, incluso los ganados y coches que iban por los caminos lejos. A veces, nos buscaban por toda la casa y no nos encontraban. Y allí, fundidos con los troncos y ramajes, llenos de olor de la savia lastimada por nuestro duro abrazo permanecíamos tan­to tiempo, que hasta los pájaros se familiarizaban con nuestra presencia y tornaban a posarse en los pimpollos de que habían huido.
Sí, había momentos en nuestra niñez en que todo se resolvía subiéndonos a las altas ramas amigas. Y no creáis que al afirmar tal cosa nos referimos a los incidentes menores de la vida... No. Eran nuestras alegrías y nuestras tristezas las que nos solicitaban una mayor amplitud de horizontes; con­trastar la medida infinita de nuestra pena o nuestro gozo con un horizonte desconocido y unos cielos ignorados, imposibles de hallar en la clausura de los patios o en la tibia atmós­fera de las habitaciones. Infantiles huéspedes del aire, nos sentíamos alejados de la vulgaridad cotidiana, cercanos de algo irreal y posible que aún no se nos descubría claramente en nuestros sentimientos,  pero que allí columbrábamos, otor­gándonos la certeza de nuestras esperanzas y el orgullo de nuestras fuerzas...
...¡ Teníamos nueve años!

Las campanas

 A las tres de la tarde, desde la torre de la iglesia, el. toque de vísperas. Entonces era cuando comenza­ba, propiamente la tarde, y el ángulo de sol por los  patios ascendía lentamente hacia los aleros. No siempre se oían igual las campanas. El viento las traía o las alejaba capri­chosamente, como al vuelo de palomas. Y había tardes en que jugaba con ellas tan locamente, que ya sonaban puras o borrosas, lejanas o tan cerca que parecían rebotar, palpitantes,  contra las paredes de los patios...
Había la campana que llamaba a fuego, con toque monótono y acuciante, la campana «de vueltas» para la misa mayor y el repique general de las grandes festividades -Santiago, la Patrona, Nochebuena, Sábado de Gloria... -La esquila de los entierros, y la gorda, grave y profunda, que estremecía el aire de la torre cuando la tañían. Para los «dobles» de muertos y las horas canónicas dialogaban con mucha inten­ción la esquila y la «de vueltas». Al final del toque de queda ponía también su punto final y redondo la campana gorda. Un solo golpe solemne, que quedaba mucho tiempo mecién­dose en la negrura. Ya, luego, la noche se cerraba en sueño y soledades.
La más alegre era la campana vuelta. Parecía una muchacha loca. Giraba y cantaba con tal entusiasmo que, a veces, en el paroxismo de su raudo voltear sin freno, quedaba momentáneamente muda, ahogada en su propio delirio, hasta que poco a poco, con más lentitud, recobraba el perdido resuello y volvía a sonar con su clara alegría renovada inextin­guible.
E1 alma de cristal de la lluvia influía poderosamente en la voz de las campanas. Sonaban más altas y breves, como si se olvidaran un poco de los hombres y sólo otorgaran en aquellos momentos su música celeste a las verdes galerías mudables del agua por el cielo.
Los repiques gloriosos en el pueblo tenían un eco de júbilo universal: chillaban los chiquillos, los palomares levan­taban las cortinas blancas en sus vuelos de círculos, cantaban las aves por los pastizuelos... Pero si oíamos el repique en la inmensidad del campo, nos angustiaba un poco aquella sole­dad tan querida, y el pueblo nos parecía infinitamente más bueno y más lejano.

















Las horas

¿En el reloj del Ayuntamiento suenan las horas. Un momento antes de caer el badajo sobre la campana, se oye el chirrido del mecanismo. Al comien­zo toma la cuerda carrerilla y los golpes metálicos van aplas­tando los ecos del golpe que antecede. Hay un momento en que cruje toda la máquina de la blanca espadañilla, como si estuviera llena de latón oxidado. Sólo la última campanada queda libre y limpia volando a sus anchas sobre techumbres y lejanías, como un ave gozosa en la altura.
Pero las horas del reloj no rigen en la vida del pueblo: es el sol, la luz. Por la mañana fría, al alba apenas, el éxodo cotidiano de los hombres hacia el campo. Relinchan en tibio vaho las caballerías, gozosas por salir al aire desde las cuadras y cobertizos. En las alforjas, el pan y el aceite para la comida de la  mañana. Luego, los pregones y gritos de las vendejas callejeras, el guirigay de mozas y mujeres al mercado. Sobrellega muy luego un rato de interna laboriosidad domés­tica, que se traduce en silencio claro y calles solitarias, hasta que irrumpen a mediodía los niños de la escuela. El pueblo es entonces femenino; los hombres están lejos, con la tierra...
En la calma larga de las siestas ocurrían las tentacio­nes y los disgustos. Era la soledad del mediodía, llena de puertas entornadas, gachonas coplas mezcladas al chirrido de las garruchas en los pozos, el hondo runrún de las lavanderas en los fogones, haciendo la colada con agua de ceniza, entre nubes de espuma de jabón, añil, y el retozo de los veinte años. Era la sangre ciega por el instinto de la vida. Hacia lo oscuro de las cuadras, detrás de los pajares, en los graneros, sobre montones de trigo o la alfombra rubia de la avena. Cantaban los gallos por los corrales con una acre salacidad contagiosa. Y el tiempo parecía que se paraba en un irresistible pasmo que secaba las bocas y derramaba calenturas por las venas. Sin cálculo ni caricia, súbitamente, se rodaba casi con dolor en doble lucha ineficaz hacia un fondo amargo y temido, pero ineludible. Era el demonio de la siesta que zarandeaba a la gente joven llenándole los ojos de rebrillos, y la respiración de sofocos en los mudos acechos palpitantes.
A aquella hora había más vida por los postigos que daban al campo que por las puertas. En las calles sumidas en esta ausencia del mediodía, como noche con sol, sólo Villarín, el panadero, con su linda jaquilla torda casi amaestrada, ella sola de puerta en puerta, repartiendo el pan, los bollos, las rosquillas, las crujideras... La compra se señalaba en una vara de acebuche, por un fino tajo de cuchilla. Un tajo, era media hogaza. Dos tajos cruzados en forma de aspa, hogaza comple­ta. Cuando ya tenía muchas señales « la taja» -la tarja, el palitroque- quedaba revestida de unos preciosos dibujos, como labor de jeroglíficos egipcios. Los niños pedíamos para jugar las «tajas» inservibles.
Vísperas. Comienza la tarde. Vuelven a salir los niños de la escuela. Hoy no hay ningún entierro; no doblan las campanas. Comienzan a pasearse las niñas de la calle Real. El sol pone amarillo los aleros de los tejados y la lomera con verdín de los caballetes. Los jaramagos tienen su mejor mo­mento de luz: son de oro altísimo en la lumbre declinante del véspero.
Va llegando la noche y con ella los hombres del campo. Con los hombres, el ganado. Huele a hierba verde. Alguien canta solo en un fondo invisible. El canto une la lejanía con la sombra. Los mozos, lentamente, -apenas si hablan- se es­tacionan en la puerta de las tabernas o por algunas esquinas. Suena la oración. Nos llamaban de casa para rezar el Rosa­rio.
Algún potrillo joven se descarriaba de las otras bestias, y subía, retozón, por las aceras, como si fuera una más entre las niñas de la calle Real.






Los desconchados

Era tan sabio Don Tiburcio que sostenía una tesis científica sobre la cegadora blancura de las casas del pueblo, en oposición a la tesis estética defendida por el grupo de la Botica. El razonamiento del sabio podía compendiarse así: las construcciones del pueblo1 a base de arenas, ya que todos estos contornos otrora -cuando decía <> Don Tiburcio se hinchaba momentáneamente como si se hubiera comido un pavo- otrora playas del mar océano,
requieren en los muros el uso frecuente de los enjalbegados, para formar con ellos una capa caliza que retenga la fácil erosión del viento sobre los tapiales... De ahí la ya inveterada costumbre de blanquear, de enjalbegar todos los sábados. más que finalidad estética, la cal cumple aquí una finalidad práctica de conservación y permanencia...
El pueblo, en efecto, tiene un blancor inmaculado. Muros, fachadas, patios, aleros y caballetes de techumbres, todos cándidos y cristalinos como de inmutable nieve. Y un tapial, una casa con desconchones, es indicio de ruina o aban­dono.
Muy pocas casas había en el pueblo que no relucieran así. Sólo los corralones de la escuela que dependían del Go­bierno; alguna propiedad sin amo o en pleitos familiares; y las casas de la calle de Homobono, allí por donde nunca pasába­mos, donde decían que estaban las casas de las mujeres malas. Sólo aquí se veían desconchados, es decir, muros con llagas y costras, como si estuviesen enfermos o podridos.



Sol y lluvia

Finales de marzo, llovía y hacía sol. La avena, el trigo, a dos palmos ya de la tierra, espeso y pujante, con una lozanía que hacía trascender la densidad de la savia al aire y los contornos. Siempre sorprendía este cambio del duro invierno hacia la clara primavera. Tras los chaparrones, tornaba a salir el sol y los verdes adquirían una calidad de trémula esmeralda viva.
El cielo, poblado de nubes suntuosas, blancas, grisáceas o tormentosas, parecía más inmenso. Y la alegría de la tierra se exaltaba con estos días de azul y nubes. «Marzo pardo», decían contentos los campesinos.
Cuando llovía y hacía sol al mismo tiempo, los chiqui­llos, en el pueblo, cantaban coplas alusivas a ciertas desconsi­deraciones del demonio. Pero el campo estaba limpio, trans­parente, prometedor, como el aire inicial de una caricia ilimitada y tiernísima.
Las nubes bogaban, majestuosas, a través de la inmensidad. Cúmulos de nácar, montañas de nieves, gigantescas masas verticales -rosas, celestes, cárdenas-, tras las que pare­cía ocultarse no el cielo azul de los soles y los astros, sino la eternidad de los ángeles, las vírgenes y el Padre Eterno.







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