sábado, 23 de enero de 2016

PUEBLO LEJANO -LA GENTE-



II
LA GENTE


Don Anselmo ....................................................................... 83
El alcalde .............................................................................. 71
«La Curruca» y «La Sevillana» ............................................. 89
García, el músico ................................................................ 93
La Narda .............................................................................. 99
La Macaria ........................................................................ 103
Las fuentes de la sabiduría ............................................. 107
Los vagabundos ................................................................ 111
Tía Luz ................................................................................ 113
Marina Caro .................................................................... 119
Arcuña ............................................................................... 121






Don Anselmo

Don Anselmo parecía un cohete quemado. Alto, delgadísimo, como de nervios y alambres, y siem­pre vestido de negro; calzón alto entallado , recios botos de cuero, y chaquetilla corta. Nunca vistió otro traje, ni aun para ir de ceremonias o quehaceres a Sevilla. La única concesión que hacía en la indumentaria al dulce protocolo de la intimidad, era desprenderse de las espuelas. Cuando llega­ba al corral y se apeaba del caballo, corría un criado hacia él, y , de hinojos, con respetuosa velocidad, le descalzaba de los plateados apéndices castigadores. Renegrido de soles y solanos, agitanado de tez, más que persona parecía sólo la sombra de su cuerpo.  
¿Cuántos cortijos tenía Don Anselmo? La imagina­ción popular aumentaba hasta lo imposible los caudales del  hacendado. Pero sí eran muchos. Labraba «El Trobal», «Maribáñez», «El Salado», « Cabrejas», « Cabrejillas», «Suer­te Lozana», «Muapelos»... A más de «La Capitana», « El Letrado», «El Molinillo» y otras huertas, predios y olivares, bien de su absoluta propiedad, bien por encargo de una pa­rienta, Doña María, que vivía siempre en Madrid. Todas estas fincas y cortijos, en unión de las de sus allegados, Don Felipe y Don Joaquín, constituían casi un estado dentro de la baja Andalucía. La vista no alcanzaba lindes ni contornos. Desde las marismas, hasta Utrera; y faldeando los montes, hasta Gibalbín... Cuando los años venían bien, los carros, bueyes y carretas despanzurraban los caminos con el peso de tanto grano y abundancia...
A Don Anselmo se le veía poco por el pueblo. En las horas de más calor, cuando el verano -luto sobre la cal blanca de las aceras-, iba siempre con negra prisa angustiada como a un quehacer misterioso e irrevocable... Eran las mujeres. Porque si las tierras y manchones de Don Anselmo eran difí­cilmente enumerables por su copiosidad, lo que ya no admi­tía posibilidad de cuentas eran sus hijos, amores y aventuras. ...Lo decían los hombres en las tabernas, con cierto dejo de admiración y de envidia: «Don Anselmo es caballo de buena boca. No se le va una viva...» Señoronas de la corte; faranduleras de los escenarios veraniegos; comprometidas de Sevilla que pernoctaban fugazmente en algunos caseríos de fincas a trasmano; mozas de servir lugareñas; huertanas o cortijeras; fuertes gitanazas errantes, más bellas aún por la aventura de su camino que por el negror de los ojos o el desgaire casi equino de las altas, bellas caderas, hechas a los caminos y las breñas...
Don Anselmo tenía en el pueblo un casino para él sólo. Allí no iban más que sus amigos y los contertulios que él invitaba. Todo pagado siempre. El vino llegaba en barrilillos especiales de dos arrobas, enviados expresamente por los co­secheros amigos, de Jerez o de Sanlúcar de Barrameda. Se hablaba sólo de toros, de campos  y de mujeres.
Un día hubo una apuesta. ¿Quién, tendido en el suelo boca arriba, junto a un almiar de más de quince metros de altura, revoleaba una piedra por encima, y la hacía pasar al otro lado del cerro de paja?
Don Anselmo, con más de setenta años, fue el único que tuvo arrestos para elevar la pesada guija por encima del alto lomo de pasto. Esta muestra de su brío, y el haber tenido un hijo, últimamente, de la viuda del teniente de los carabi­neros del término, «la Tenienta», acabaron de dar a Don Anselmo una aureola casi mitológica. Mitología menor de marisma, opulencia y hombría.
En el casinillo siempre se sentaba en el mismo sillón lebrijano. Cuando iba por la calle, la gente, desde muy lejos, se apartaba y le dejaba libre la acera.


El alcalde

Cuando mandaban los conservadores, el alcalde era Domingo Fraile, un criado sabelotodo de la tertu­lia de Don Anselmo .Y cuando entraban los de «la Borbolla», Antonio Luengo, un filósofo algo volteriano.
_¡ Mundo, mundo...! -Esta era la expresión habitual del alcalde borbollista. Todo problema jurídico, información de pleito municipal o embrollo de lugareña burocracia, lo resolvía Antonio Luengo con un largo silencio acompañado de movimientos afirmativos de la cabeza, en demostración de que todo lo comprendía y nada le asustaba. Y muy al final, con tono de afectuosa desolación irremediable, prorrumpía en su «¡mundo, mundo!», definitivo e incontestable.
Y así terminaban todas las audiencias y sesiones.
Tenía fama de político travieso; lo que no le molesta­ba, antes al contrario, procuraba mantener aquel prestigio de sus artes maquiavélicas, amparadas por su insondable mutis­mo y por el breve escudo oratorio de aquellas dos palabrejas pronunciadas siempre hacia una lejanía de reflexiones enig­máticas e inapelables:
_«¡Mundo, mundo. .. ! »
Siempre con un palillo de biznaga en irritante perma­nencia entre los labios, incluso cuando prorrumpía su apocalíptica locución resumidora. Y a ratos, a más del eterno palillo, el cigarro en la otra comisura. Recordaba la boca de un jabalí, armado de frágiles colmillos humeantes.
El liberalismo de Antonio Luengo consistía en que las tabernas de la Plaza cerrasen una hora más tarde, en cierta admitida negligencia en las cuentas del «consumo», y en per­mitir que se jugase al «monte» en el Casino...
_«¡Mundo, mundo. .. ! »
La “Curruca” y la “Sevillana”

Como pasáramos por allí cerca y tal vez confiado en la candidez de nuestros pocos años, un criado desa­prensivo nos llevó cierta tarde al Puente de los Ra­tones. Era una alcantarilla grande bajo la carretera de Utrera, por la que se podía pasar andando muy desembarazadamente, a poco más de medio kilómetro del pueblo. Tapaban con sucias cortinas y pedazos de sacos una de las entradas del tunelillo, y aquello se convertía en antro de inmoralidades. El olor puro del campo se contaminaba con el agrio de los vinos derramados y ráfagas de perfumes pringosos, calientes.
Aquella tarde había allí dos mujeres, «La Curruca» y Ia Sevillana». Alguien preguntó por «La Mora». Ellas rie­ron a carcajadas, llevándose las manos al vientre, y contesta­ron al interpelante algo que no entendimos. Luego otro, des­de arriba, asomándose al techo de la alcantarilla, también demandó por «Petra la de Gibraltar». No le hicieron ni caso..
Allí quedaban ellas, renegridas de solanos, pintadas a chafarrinones, con el bermellón de los labios derretido y bri­llante, como manteca, en el sol débil que caía. Enseñaban más que las piernas, hablaban con voz de hombre, fumaban, escupían y cuestionaban con agresiva indolencia la realiza­ción de su negocio. El poniente arrancaba espadas de reflejos a los pedazos de los vidrios de alguna botella rota sobre la arena y los yerbajos, y a la falsa pedrería de los peines y zarci­llos. Mientras quedaba luz de tarde, los hombres merodeaban indecisos por los vallados de las cercanías; luego, ya noche entrada, las filas llegaban hasta los pencales. Había grescas, palabrotas y manotazos. La oscuridad se llenaba de puntas de cigarros, empellones en la sombra y blasfemias. La pureza de la vida huía a las estrellas.
En los carros del amanecer, desgreñadas, hediondas, «La Curruca» y «La Sevillana» regresaban hacia la ciudad. Nosotros las veíamos pasar por la carretera algunas veces y temblábamos con el temor de que las personas mayores adi­vinaran en nuestros ojos todo lo que ya sabíamos de la vida...
García, el músico

García era músico: tocaba el trombón en la desmirriada banda festiva del Ayuntamiento. El pito gordo, como decíamos todos en el pueblo.
García era destartalado de miembros, grande, forzu­do. Como arrastraba, lacio, los pies al andar, y era peludo hasta por encima de la nariz, tenía en su apelmazada corpu­lencia algo de gorila aficionado al solfeo. Pero dentro de aque­lla fealdad renegrida y monstruosa, había cuando miraba una lucecita blanca y lejana dentro de los ojos hundidos, que pa­recía pedir siempre perdón, con sumisión canina, por algo que no se sabía lo que era... Tal vez por el daño que nos causaba a todos con el enorme estruendo de latones armóni­cos, horas y horas, al soplar por la boquilla del pito regordo. En el fondo, tal vez García fuera un alma de poeta encerrada en la más innoble cobertura de persona.
La vocación artística de nuestro músico tuvo origen militar. Algo sabía ya de notas y registros, que lo aprendió muy de niño con los Padres Salesianos de Utrera, en la clase de pobres. Pero ya mozo, sirviendo al Rey, vio que si aplicaba sus pulmones al ancho pezón de los instrumentos sonoros, alguna ventaja obtendría en el servicio de la Patria, que se presentaba para él duro y sin remedio, ya que, siendo de caballería, además de soportar a cabos y sargentos, tendría que limpiar muchos potrancos y amontonar basuras y estercoleras. Y músico fue. Desde estos casuales comienzos de su carrera artística, hasta dirigir, como lo hacía después, la banda de música del pueblo, había un trecho largo y de fácil explicación, si se considera que lo que allí llamaban orquesta municipal quedaba reducido a un tambor no muy claro, un bombo, una corneta asmática, un flautín gangoso y unos enormes platillos destemplados con los que tocaba y, al mis­mo tiempo despachurraba moscas, Justino, el hijo del sacris­tán.
El Ayuntamiento no pasaba jornal a los artistas más que en los días que actuaban oficial y públicamente, que eran contadísimos al año; y los pobres músicos, para poder medio vivir, tenían que promiscuar sus mélicas, órficas actividades con otras más rudas y productivas. Así, el buen García, por su mucha fuerza y poderío físico, se dedicaba a la descarga y transporte de granos, desde los  carretones en la calle hasta los sobrados en los pisos altos de las casas ricachonas. Podía con dos sacos de a fanega y media cada uno, cruzados en aspas sobre los morrillos: maíz, avena, trigo, cebada, garbanzos, yeros, arvejones... Pocos en el pueblo resistían aquel peso brutal sobre los hombros, llevado limpiamente en visible equi­librio muscular agotador, por escaleras angostas, corredores mal pavimentados, y azoteíllas inseguras. Cuando García pa­saba, ciego e imparable, doblado bajo la tremenda carga ce­real, desaparecía momentáneamente la apariencia grotesca de su figura, y adquiría por esfuerzo concentrado y poderoso de todo su cuerpo una grandiosidad animal, sobrehumana, casi mitológica. Era un dios menor que podía mover mundos con sus enormes fuerzas de titán rudo y marismeño.
Terminaba su terrible trabajo mañanero, y después de almorzar, García se sentaba en el portalillo de su casa, bus­cando un poco la luz de la puerta, y comenzaba los estudios musicales. Descolgaba el enorme instrumento con una deli­cadeza inesperada en la rusticidad de su figura, se sentaba en una baja silla de aneas, oprimía contra sus huesos los brillantes metales y tras unos previos chupetazos a la boquilla, como recental que lame la ubre materna, comenzaba a soplar por las enrevesadas tuberías armónicas y a hacer ejercicios y va­riantes.
-Papu, papu, papu, papu...
El bajo retumbo del trombón corría por toda la calle y se perdía por las esquinas.
Algunas veces íbamos a ver tocar a García. El instru­mento, de cerca, nos parecía mucho mayor. En su limpio reflejo amarillo veíamos la calle entera, el cielo, los animales que pasaban por la puerta, el campo al fondo y nosotros, muy en primer término, monstruosamente desfigurados por la convexidad de los tubos, anchos y robustos como cuellos de caballos. García no nos hacía el menor caso; apretaba su bocaza descolorida al pitorrillo, tomaba resuello, y todo el enorme artefacto retumbaba poderosamente con una mono­tonía de hipo, repetido hasta el enervamiento.
-Papu, papú, papú...
        El bajo retumbo del trombón corría por toda la calle y se perdía por las esquinas.
        Algunas veces íbamos a ver tocar a García. El instrumento, de cerca nos parecía mucho mayor. En su limpio reflejo amarillo veíamos la calle entera, el cielo, los animales que pasaban por la puerta, el campo al fondo y nosotros, muy en primer término, monstruosamente desfigurados por la convexidad de los tubos, anchos y robustos como cuellos de caballos. García no nos hacía el menor caso; apretaba su bocaza descolorida al pitorrillo, tomaba resuello, y todo el enorme  artefacto  retumbaba poderosamente con una monotonía de hipo, repetido hasta el enervamiento.
       - Papu, papú, papú...
Terminados los monótonos ejercicios preliminares, García sacaba de un fajo de periódicos los mugrientos papeles de música, y comenzaba el estudio de « la pieza de la velá». Sin otro sonido que lo complementase o definiera, la expresión musical del trombón tenía siempre una apariencia de bajísimo lamento bovino, de inmenso gruñido subterráneo que hacía vibrar los cristales de las casas vecinas y que al entrar por los oídos de los que pasaban ante la puerta los llenaba de cosquillillas irresistibles. García, en el fervor de sus estudios, rodeado de truenos, barruntos y resoplos, no nos veía, ni escuchaba a su mujer que a veces le gritaba para decirle algo...
Al cabo de unas horas, el titán melódico, más agotado por el esfuerzo de sus pulmones que por la dura carga de los graneros matutinos, pedía la bayeta y el «sidol» a su mujer y bruñía hasta el calor del frote las anchas morbideces tripudas y rubenianas del enorme artefacto. Luego engrasaba las tres llaves del sonido. Enfundaba la pitorra y, con sumo cuidado, volvía a colgar el instrumento de la alta pértiga en la pared, más cerca de las vigas que del suelo... García se sentaba me­lancólicamente debajo y se quedaba pronto dormido, exte­nuado. Parecía despatarrado, en el sueño, la tronca de un olivo que respirase.
Cuando ya era casi de noche, aún se veían en los refle­jos del pito gordo, enmarcados por la puerta, diminutos y brillantes jirones del lejano ocaso. García dormía profundísimamente, tocando ahora el trombón interior y cascado de sus pulmones entre resoplos y ronquidos.












La Narda

Vísperas de carnaval llegaba Joaquinillo Pizarro a mi casa.
-Ahí está el demonio -decía tía Modesta. Y todos nos quedábamos estupefactos ante los gritos, revuelos, contoneos y chilindrinas de aquel hombre que hablaba, se reía y accionaba las manos y los brazos como una mujer.
     -Dios me ha hecho así, Doña Modesta. -Y la señora se quedaba un momento perpleja, sin argumento para la contes­tación,  hasta que la gravedad del rostro se le descomponía en sonrisa incontenible por los mohínes, torcimientos de ojos y repulgos del mariquita.
Era grandote y con la voz cascada. Parecía que el aire se ponía amargo a su alrededor, como esas flores venenosas que impregnan el ambiente de un olor viscoso y fétido. Subía con las criadas al cuarto de los baúles viejos. Era un desván lleno de cajas, altas sombrereras, bártulos y antiguallas. Olía a alcanfor y a la piel de becerro que forraba algunos baulillos, cortos y estrechos como ataúdes para niños.
Pizarrillo lo revolvía todo en un instante. Venía a com­prar la ropa inservible. Se probaba enaguas, blusones, peina­doras, refajos, sombreros... La risa de las criadas trascendía por toda la casa. Y sobre la risa de todas, los gritos ambiguos del mariquita, las invenciones de escenas momentáneas se­gún la prenda que se ceñía, las alusiones rapidísimas a nom­bres y circunstancias que desconocíamos y que algunas veces, en su truculencia, arrebolaba a la zafia servidumbre. Algunas mozas se tapaban los oídos y hacían como que se iban; pero tornaban nuevamente a la bulla y al inusitado espectáculo con una vaga excitación que las encendía en sofocos.
Con todos aquellos trajes viejos, rotos y llamativos, Pizarrillo organizaba su comparsa de Carnaval. Hacía su re­cluta de «mariquitas» por todos los alrededores, y eran varios días de bailoteo, cante, jarana y escandaleras. Todos vestidos de mujeres. A Lebrija, a San Fernando, a Chiclana...
-Estas son las fiestas del diablo- repetía tía Modesta cada vez que sonaba por las esquinas el griterío y el escándalo de la comparsa. Toda la chiquillería del pueblo iba detrás con chivatas, latones y cencerros. A veces, si algún mariquita se apartaba del grupo, lo corrían por la calle a palos y pedradas, como si fuese un animal descarriado. Y todo terminaba en confusión de ayes con voz de falsete, palabrotas y canciones de letras alusivas a las debilidades y vergüenzas de los próji­mos.
Pizarrillo entraba y salía mucho en la casa de Don Anselmo. Desapareció varios años del pueblo. Lo veían bullir en las noches de Sevilla; dijeron también algunos que iba y venía en trajines a la capital de España, y que hasta había ido a París de Francia algunas veces...
Cuando acabó su edad de oro, tornó al pueblo ya ave­jentado, gordinflón y con algunos ahorrillos. Traía un apodo: “la Narda”. Ya no volvió nunca más por mi casa, y muchas gentes del pueblo dejaron de tratarlo. Esta hostilidad acre­centaba el azufre de sus gestos y palabrería. Hacia la carrete­ra, al paso de coches y viandantes, gastó sus cuartos en mon­tar una venta. Él guisaba y otros de su misma escuela aten­dían al servicio. Todos con zarcillos y nombres famosos: «la Imperio», «la Asustá», «la Chelito»... Allí recalaban nocturnamente coches de Sevilla y otros sitios. Corría vino y guitarreo. Cuando hubo que poner nombre al establecimiento,  «la Narda», dijo:
-Lo más grande que haya...
La venta de la Narda se llamó «El Astro Mundial».
Tía Modesta, siempre que íbamos o tornábamos del campo, ordenaba al cochero dar la vuelta por el camino del Molino, a pesar de los baches y fangos, para evitar el cruce ante la venta de «la N arda».

La Macaria

“La Macaria”  amortajaba los muertos. Era una mujer seca  y larguirucha que vivía solitariamente en una casilla del final de la calle Real, cerca de la capilla de los Remedios. Allí hacía de sacristana. Tenía una voz estri­dente y bronca, y andaba, hombruna, a grandes y duras zan­cadas, como si bajo las abundantes enaguas y refajos ocultara unas piernas de rígida madera.
¿Por qué «la Macaria» ejercía aquel tristísimo oficio? Nadie lo sabía. Era una especie de vocación lúgubre, quizás una penitencia confusa y misteriosa. Porque no requería de aquel duro quehacer para su vida. Poseía un manchoncillo, que ella también personalmente sembraba, escardaba y reco­gía -uvas, tomates, calabazas-. Y en su pobreza, no tenía que mendigar ni necesidad de recurrir al duro oficio del trato con los cadáveres.
Parecía como que misteriosamente preveía cuando la guadaña de la Canina iba a segar alguna vida. Si “la Macaria rondaba por alguna calle, ya la gente adquiría la certeza de que por allí iba a pasar el soplo helado de algún último estertor.
Se asomaba, a veces, al portal de mi casa para anun­ciar que vendrían a recoger « la mesa de los muertos». Era ésta una larga mesa, guardada allá cerca del postigo, en la última atarazana, y que tradicionalmente pedía la parroquia para depositar sobre ella los ataúdes, en los « gori gori» solem­nes por las esquinas de las calles, en los entierros de primera clase. Llegaban los monaguillos a recogerla sobre la hora de vísperas. Y nosotros, desde lejos, con cierto pavor confuso, presenciábamos la escena -la mesa de los muertos bailando contra el horizonte del postigo a hombros de los chiquilicuatros-, todo  envuelto en un sol despiadado y trági­co.
«La Macaria» llegó a hacer de su fúnebre oficio casi un arte, del que se envanecía. A las mocitas y los mozos que iban por las calles, hasta llegar a la iglesia, con los ataúdes destapados, los peinaba y hacía rizos y bucles abrillantados  con zaragatona y aguas densas de pipas de membrillos; los empolvaba y acicalaba para que pareciesen guapos, aun por encima de las gélidas livideces.
Muchas noches, en nuestros sueños de miedo, se nos aparecía « la Macaria», verdosa, renegrida y larga como un sarmiento achicharrado con ácido fénico.
















Las fuentes de la sabiduría
¿Era sabio, o no, el secretario del Ayuntamiento? La  opinión pública del pueblo en esta cuestión, como en otras muchas, aparecía visiblemente dividida. En la reunión de la Botica, que era de las más serias y auto­rizadas, guardaban siempre sobre este tema un silencio tan sistemático, que ya dejaba algo que sospechar por su continuada persistencia. En el casinillo de Don Anselmo no pre­ocupaba aquello en absoluto; allí al Secretario se le concedía, sin reparos ni limitaciones críticas la máxima cantidad de sabiduría que podía caber en un pueblo, y sobre todo, en un Secretario de Ayuntamiento. No era contertulio habitual de aquel Olimpo. Pero si pasaba por la puerta y se hallaba sentado en su lebrijano trono el Júpiter marismeño, era el propio Don Anselmo quien le llamaba afectuosamente con su negro vozarrón autoritario, y mandaba al criado que le sirviese café o vino, según la hora. Y siempre le espetaba con machacona naturalidad la consabida preguntilla:
-Qué, ¿sabe ya dónde espichó el cura?
El señor Párroco de entonces sí creía en la sabiduría del ejemplar funcionario; pero oponía a esta letrada suficien­cia algunos prudentes reparos. Así, por ejemplo, la tarde que le agradeció desde el púlpito, cuando la solemne novena a la Patrona, un tierno romancillo que había aparecido con su firma en «El Correo de Andalucía», el buen sacerdote, en paternal inciso, advirtió la vigilancia celosa que había que guardar con todas las lecturas, «ya que el demonio de Lutero tenía emponzoñadas las fuentes de la sabiduría».
La mayoría de los feligreses no entendieron ni el ro­mance, ni lo que quiso decir el cura. Pero los más avisadillos o envidiosos sacaron de allí que el secretario debía ser algo hereje en sus escrituras y que al bueno del Párroco no se le había ido por alto.
La verdadera academia incondicional y entusiasta de Don Tiburcio era la del Correo. Allí se reunían a esperar que llegase la correspondencia el juez, el veterinario, el estanque­ro, algunos criados de casas ricas, y un cobrador de contribu­ciones muy redicho y leído, que enseñaba en el casino, presu­miendo de hombría, las novelas de Felipe Trigo. El secretario era el primero que leía la prensa. Comentaba las noticias de mayor interés, y en lo político, hasta se permitía a veces disentir de la letra de molde. Cuando esto ocurría, las concu­rrentes guardaban un silencio dificilísimo, preñado de dudas e interrogaciones. ¿Qué sabían ellos de la política de Don José Canalejas o de las razones de Don Valeriano Weyler? Pero cualquiera se atrevía a decir algo, con la labia y el palabrerío tan fino que Dios había otorgado a Don Tiburcio...
Una tarde nos enviaron a recoger unos papeles a casa del sabio. Estaba allí metido entre sus libros y cuadernos, con falsa apariencia hosca que nacía sólo del descuido de sus bar­bas e indumentas, pues era fácil, bonachón y complaciente a cualquier solicitud o demanda. Ante nuestra curiosidad infantil por algunas piedras que guardaba en una vitrinilla de pino sin pintar, nos contó de historias: eran fósiles recogidos por él en pozos y alcantarillas del lugar. Hacía muchos siglos, el mar océano ocupaba todos aquellos contornos. El pueblo no existía. Aquellas conchas, aquellas almejas, aquellas algas, terrosas como corales sin brillo, lo atestiguaban indefectible­mente...
En la biblioteca de Don Tiburcio lucían tres retratos entresacados de algunas revistas ilustradas. Uno era de Don Antonio Maura, con gesto oratorio y tribunicio; otro de Don José Echegaray, tocado con enorme chistera, a la puerta del Banco de España en Madrid. El tercero era Don Santiago Ramón y Cajal: aún muy joven, se asomaba con  noble y secular tristeza al mundo infinito de su microscopio...
La fama de sabio del Secretario oscilaba un poco en el pueblo, como el precio de las aceitunas. Pero por aquellos días había conseguido un alza importantísima: se la dio el cometa de Halley, «bárbaramente -como él decía- llamado por algunos la estrella de rabo»...
Sabía de todo: de política, de fósiles, de cometas y de genealogías... Sí; aunque no quisieran algunos de los concu­rrentes a la tertulia de la botica, a pesar de las prudentísimas reservas del señor Cura, Don Tiburcio el secretario era, lo que se dice, un verdadero sabio.

Los vagabundos

¡Esos pobres por los caminos del campo!... No pare­cen de carne; más bien de tierra o de sarmientos renegridos. ¿Adónde van? No piden ,ni escuchan ,ni se  paran ni hablan... Los atrae ese sendero que sólo sabe­mos que existe cuando los vemos a ellos caminar por allí, con una rara decisión en su pereza de horizontes... Andrajosos, vestidos a retazos, semidesnudos, caminan solitarios o en grupos familiares, con un perrillo escuálido que, a veces, ya no puede seguir de hambre y fatiga, y sube a los hombros del vagabundo uniendo roñas con lacerías y arestines... ¿De dónde vienen? ¿Qué final de camino persiguen?
Siempre que nos encontrábamos a los vagabundos por los caminos del campo, nos quedábamos en el umbral de una incertidumbre característica, que la vida, luego, nunca nos los evitaba ha borrado. La gente los temía o los evitaba. A nosotros nos inspiraban respeto y simpática inquietud. Vivían tan pegados al barro y a la basura de la tierra, que les costaba trabajo alzar la vista hasta la altura de sus semejantes. Y cuando desaparecían por los caminos, la soledad se abría nuevamente gozosa, porque ellos, sin querer, la lastimaban con su tragedia de silencios.







Tía Luz

 Nadie sabía qué enfermedad aquejaba a mi tía Luz. Nadie...
Estaba tan buena y tan sana; iba y venía de un lado para otro; se asomaba al mediodía a la puerta y platicaba sonriente con los vecinos que le preguntaban por sus eternos dengues... Y de pronto le entraban unos tiritones, se dolía de punzadas agudísimas en las piernas, en el cerebro, en la espal­da, y con un destemple de carácter casi frenético había que meterla en la cama, requerir con urgencia la visita del médi­co, preparar medicinas y bayetas calientes, mientras ella ar­maba en la alcoba el bochinche casi cotidiano de la desesperación de sus dolencias, entre lloriqueos y malos mo­dos para con su hermana mayor, Doña Modesta, que todo lo sobrellevaba con santa calma y resignación...
-Nervios, nervios y nada más que nervios -decía entre aburrido y escéptico D. Miguel cuando salía del cuarto de la enferma.
Muy niños, este continuo sufrir de mi tía constituyó para nosotros un verdadero martirio. ¡Cuántas veces pedía­mos en la iglesia porque sanase, rezando montones de padrenuestros, salves y benditos! Pero, por lo que se veía, los nervios tenían más fuerza que nuestras piadosas demandas. Tía Luz no mejoraba nunca. Al crecer, la crueldad de la vida nos fue revistiendo poco a poco, si no de la indiferencia an­tipática del médico, sí de cierto acomodo espiritual con lo que parecía irremediable. Ahora rezábamos menos y nos pre­ocupábamos más. Era muy cierto que tía Luz estaba enfer­ma, que distaba mucho de ser una persona normal y corrien­te: ¿pero no coexistían con estas debilidades de su salud otras afecciones distintas de las del cuerpo, que nuestra tía no sólo no hacía por apartar de su camino, sino que, por misterio inexplicable, ella misma buscaba y sufría con un amargo do­lor que en su violencia aun le compensaba de no sabemos qué otros rigores? ¡Ah! ¡Nunca sabrán las personas mayores hasta qué punto los niños son maestros en la observación, en la cautela y en el disimulo!
Espiábamos infantilmente la vida de la enferma. Cuan­do le alcanzaba el mal, con todo el mundo dialogaba entre destemplada e iracunda. ¡Lo de sofiones, improperios y cosas peores que aguantaba con resignación la buenísima de Doña Modesta! Sólo había una persona libre de estas crisis y tramontanas: el médico. Cuando él estaba presente, la enfer­ma adquiría un tono meloso y ridículo, lleno de remilgos y melindres. Hasta se preocupaba del peinado, de las arrugas y entredoses de la amplia peinadora con que se cubría para estar medio incorporada en el lecho... También era una casualidad que siempre que ella se asomaba a la puerta de la calle en los momentáneos y eufóricos restablecimientos, co­incidiera la hora del paso de Don Miguel hacia su casa... Le retenía con un palique insustancial, del que, prontamente, entre cumplidos y evasivas, se zafaba el galeno, fingiendo esperas de enfermos inexistentes.
Por la tarde, todos en la casa rezábamos el Rosario. ¿Por qué al final de la letanía, cuando comenzaban los Reginas, tía Luz se levantaba irremisiblemente y se iba a su cuarto? Tía Modesta, que guiaba las oraciones arrodillada ante el altarito de la Virgen, reprimía con disimulo un gesto de con­trariedad. Siempre entornaba las puertas de la alcoba, lo que no hacía en otras ocasiones. Luego se oía el abrir de una llave y el chirrido de las maderas del cajón de la cómoda, justamen­te el de arriba. Seguían unos momentos de silencio casi ab­soluto. Poco después, un leve ruido metálico o cristalino, de algo con  lo que se manipulaba rápidamente. A continuación, el agua en el lavabo y el fregoteo de las manos con el jabón. Y tornaba a salir... Ya el Rosario había más que terminado. Se sentaba en una silla baja de aneas junto a la ventana del patio. Apenas hablaba. No estaba dormida, pero parecía como tras­puesta. Cuando le decían que era la hora de comer, ni contestaba. Seguía sentada en la silla, envuelta por las quietas luces grises del atardecer, ausente, feliz, alejada… Luego, Pepa su doncella, la llevaba a acostar como sonámbula.
¿Qué enfermedad, ¡Dios mío!, qué males eran los que hacían sufrir a mi tía Luz? ¡Pobrecilla! Callaba horrorosamente. Yo era el predilecto entre todos los sobrinos. Siempre que había  que llamar al médico o ir a casa de Espinosa, la cosaria,  era de mí de quien se valía. Cumplíamos el mandato en un verbo. A veces me apretaba las manos, me miraba fijamente y salía llorando sin motivo. Y estas lágrimas se hundían en mi inquietud, en mi confusión interior, en mi pena de niño que quería comprender ya todos los oscuros recovecos de las almas y de la vida. ¡Yo hubiera dado lo impo­sible porque tía Luz estuviera alguna vez sana y contenta!













Marina Caro

¡Otro aspecto del misterio, de lo inexplicable, de la amargura de vivir! ¡Marina Caro!
Marina Caro era la guapa del pueblo. Reunía junto a la pureza de las facciones -ojos grandes, labios de fino y fuerte dibujo, cabello leonado-, esa esbelta suntuosidad de la figura que emparenta algunas manifestaciones raciales andaluzas con los modelos de la antigüedad clásica. Parecía una diosa. Cuando en su casa andaba de trapillo, desceñida y con el pelo suelto, recordaba también -más enjuta- a las odaliscas que bailaban en el grabado de Don Miguel el médico.
¿Por qué nos daba miedo – y lo buscábamos con ansia en cada instante- encontrar a Marina Caro? Era mayor que nosotros. La veíamos ir y venir por la calle, por la plaza, cogida del brazo de otras  amigas, pero siempre en un extremo de la fila, porque los hombres se acercaban al grupo por hablar sólo con ella... Todas sus compañeras quedaban un poco os­curecidas por la belleza de Marina Caro; y el homenaje de piropos y admiraciones que provocaba el paso y la presencia de la amiga, se lo repartían entre todas las del grupo, consolándose así de una indiferencia que hubiera sido insostenible al no ir acompañada por la gracia de Marina.
La vida era bella con sólo mirar aquella muchacha. Hay perfecciones que logran tal fuerza de encantamiento por sí mismas, que excluyen como inútil toda ayuda o colabora­ción ajena. Así Marina Caro. La vida adquiría toda su pleni­tud y su gloria ajustándose estrictamente a aquella esbeltez ágil y armoniosa, a aquella risa inmotivada, a aquellas ondas de cabellos rebeldes sostenidos en gracioso desorden por el ritmo del paso al andar y los envites suaves de la brisa.
Sí, la vida era bella y amarga. Porque cuando ya había pasado por la calle Marina Caro, cuando a la tarde se alejaba con sus novios por las luces dudosas del crepúsculo, surgía la palpable e inmediata sensación de que el pueblo se quedaba vacío, de que lo mejor de nosotros era la tristeza por recordar aquel mundo concreto y exclusivo de Marina Caro: sus pier­nas, su cintura, el tono de su voz, sus pechos sucintos, sus ojos cuando tornaba la mirada sin mover el rostro y cambiaba las luces del día, de la tarde o de la noche según la gloria de su naturalísimo capricho... Entonces nuestra soledad alcanzaba un trasfondo amargo, una certeza inmediata y hostil de que todo cuanto nos rodeaba era inexpresivo e hiriente. El mun­do, la alegría, el gozo de vivir era sólo la presencia, los ojos, el calor y la vida de Marina Caro.













«Arcuña»
¿Cómo se sostenía la faja de «Arcuña»? Nadie podía comprenderlo. Le rebosaba el vientre en forma de  oscilante tinaja, mal cubierto por la sucia camisa, y por debajo le daba varias vueltas el enrollo negro verdeante de la inquietadora prenda. Siempre se temía que aquel obli­cuo anillo de trapo oscuro reliado a la altura de los riñones con singular desmaño, resbalaría en un momento por los muslos, trabándolo y descubriéndolo en sus feas desnudeces... Pero no; nunca ocurrió tal cosa. El secreto de aquella habilidad de equilibrio era físicamente inexplicable.
Cegato, medio sordo, embrutecido, Arcuña dejaba su burra a la puerta y entraba todos los días en mi casa. Se asomaba al portón del zaguán y ofrecía a gritos su vendeja de granos. Sin esperar contestación a la oferta, volvía a salir a la calle, mascullando sus ideas en torpes medias palabras.
-¡Doña Modestaaa...!
Mi tía contestaba sin levantar los ojos de la costura:
-Buenos días, Arcuña... Dime lo que sea desde ahí y no entres, que dejas toda la casa oliendo a demonios...
Y desde la puerta «Arcuña» deletreaba tartajoso, mi­rando hacia el rincón de la pared, el trasiego de cereales que aquel día lo ocupaba:
-Ahí traigo nueve fanegas de avena y media cuartilla de garbanzos «mu tiejno mu tiejno», de los de su pariente Don Anselmo...
El precio lo daba siempre en reales. Mi tía contestaba maquinal y afirmativamente. Que si compraba, era sólo por granjearle al buenazo de Arcuña el mísero estipendio de los corretajes. Que así favorecía la bondad de Doña Modesta a muchos necesitados en el pueblo.
Arcuña bajaba el grano del serón de la burra, y lo subía a esportillas, trabajosamente, hasta los graneros. No se pre­ocupaba nunca por cobrar. Sus mezquinas ganancias y pobrí­simos caudales era Doña Modesta quien los administraba: que los inviernos eran largos y allí estaban los dineros más seguros que en ninguna otra parte.
¿Qué hacía Arcuña cuando terminaba sus corretajes mañaneros? Ni lo sabíamos, ni podíamos imaginarlo. Iba siempre solo con su burra, no tenía amigos, no se le veía por las tabernas ni en los corrillos al resol de las esquinas. Era un hombretón inofensivo, entregado a sus soliloquios y pobre­zas, quizás un poco huraño por limitación física, y a quien todo el mundo saludaba con un «adiós, Arcuña» cariñoso, pero con cierto matiz conmiserativo, distinto del saludo que se le daba a otras personas. Él iba así por su mundo de poco más de un metro, que era lo que alcanzaba a ver con sus ojos pitañosos, no sabemos si desgraciado o feliz, con la enorme barriga desbordada, arrastrando las chancletas malolientes, en su constante monólogo ininteligible, siempre hacia su so­ledad pobrísima e ignorada de todo el pueblo, seguido sólo y de lejos por la burra que le obedecía calladamente como en­trañable sombra fidelísima.
Muchas mañanas Arcuña no tenía mercadería que negociar. No obstante, llegaba al zaguán de casa, prorrumpía el cascado vozarrón con el nombre de mi tía, y, sin esperar respuesta ni diálogo, tornaba a salir a la calle, a su soledad, a su monólogo eterno y a su burra.
Un día le preguntó Doña Modesta:
-Arcuña, ¿tú estás bien con Dios?
La miró mucho con los ojillos vidriosos:
-¿Por qué no voy yo a estar bien con Dios, Doña Modesta?
Y al contestar iniciaba con los labios algo que quería ser sonrisa, eco del halago que le producía aquel interés cari­ñoso de la señora.
-¡Qué cosas pregunta la señora Modesta...!
Una mañana llegó como siempre Arcuña al rincón del zaguán, y dio su acostumbrada salutación destemplada y ruda. La tía Modesta observó un matiz extraño en el tono; levantó ¡os ojos de la costura, y miró desde lejos a Arcuña. Hubo un silencio raro, hasta que el pobre hombretón rompió en un griterío de resuellos, hipos y lagrimones, llevándose las mana­zas a los pucheros del rostro, mientras exclamaba huyendo con su pena, dura y torpe, hacia la calle y hacia el campo...
-¡Que se me ha muerto mi burra esta noche de un dolor! ¡Que ya no tengo a nadie en el mundo más que a usted, Doña Modesta!





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