II
LA GENTE
LA GENTE
Don Anselmo ....................................................................... 83
El alcalde
.............................................................................. 71
«La Curruca» y «La Sevillana» ............................................. 89
García, el músico ................................................................ 93
La Narda .............................................................................. 99
La Macaria ........................................................................ 103
Las fuentes de la sabiduría ............................................. 107
Los
vagabundos ................................................................ 111
Tía Luz ................................................................................ 113
Marina Caro .................................................................... 119
Arcuña ............................................................................... 121
Don
Anselmo
Don Anselmo parecía un cohete quemado. Alto, delgadísimo, como de nervios y alambres, y siempre vestido de negro; calzón alto
entallado , recios botos de cuero, y chaquetilla corta. Nunca vistió otro
traje, ni aun para ir de ceremonias
o quehaceres a Sevilla. La única concesión que hacía en la
indumentaria al dulce protocolo de la intimidad, era
desprenderse de las espuelas. Cuando llegaba al corral y se apeaba del
caballo, corría un criado hacia él, y , de hinojos, con
respetuosa velocidad, le
descalzaba de los plateados apéndices
castigadores. Renegrido de soles y solanos, agitanado de tez, más que persona parecía sólo la sombra de su cuerpo.
¿Cuántos cortijos tenía Don Anselmo?
La imaginación popular aumentaba hasta lo imposible los caudales del hacendado.
Pero sí eran muchos. Labraba «El Trobal», «Maribáñez»,
«El Salado», « Cabrejas», « Cabrejillas», «Suerte Lozana», «Muapelos»... A más de «La Capitana», «
El Letrado», «El Molinillo» y otras
huertas, predios y olivares, bien de
su absoluta propiedad, bien por encargo de una parienta, Doña María, que vivía siempre en Madrid.
Todas estas fincas y cortijos, en
unión de las de sus allegados, Don Felipe
y Don Joaquín, constituían casi un estado dentro de la baja Andalucía. La vista no alcanzaba lindes ni
contornos. Desde las marismas, hasta
Utrera; y faldeando los montes, hasta
Gibalbín... Cuando los años venían bien, los carros, bueyes y carretas despanzurraban los caminos con el
peso de tanto grano y abundancia...
A Don Anselmo se le veía poco por el pueblo. En las horas
de más calor, cuando el verano -luto sobre la cal blanca de las aceras-, iba
siempre con negra prisa angustiada como a un quehacer misterioso e irrevocable... Eran las mujeres. Porque
si las tierras y manchones de Don Anselmo eran difícilmente
enumerables por su copiosidad, lo que ya no admitía posibilidad de
cuentas eran sus hijos, amores y aventuras. ...Lo decían
los hombres en las tabernas, con cierto dejo de admiración y de
envidia: «Don Anselmo es caballo de buena boca. No
se le va una viva...» Señoronas de la corte;
faranduleras de los escenarios
veraniegos; comprometidas de Sevilla
que pernoctaban fugazmente en algunos caseríos de fincas a trasmano; mozas de servir lugareñas;
huertanas o cortijeras; fuertes
gitanazas errantes, más bellas aún por la aventura de su camino que por el negror de los ojos o el desgaire casi equino de las altas, bellas
caderas, hechas a los caminos y las
breñas...
Don Anselmo tenía en el pueblo un casino para él sólo.
Allí no iban más que sus amigos y los contertulios que él invitaba. Todo
pagado siempre. El vino llegaba en barrilillos especiales de dos
arrobas, enviados expresamente por los cosecheros amigos, de Jerez o de Sanlúcar de Barrameda. Se hablaba sólo de toros, de campos
y de mujeres.
Un día hubo una apuesta. ¿Quién, tendido en el suelo boca
arriba, junto a un almiar de más de quince metros de altura,
revoleaba una piedra por encima, y la hacía pasar al otro
lado del cerro de paja?
Don Anselmo, con más de setenta años, fue el único que
tuvo arrestos para elevar la pesada guija por encima del alto
lomo de pasto. Esta muestra de su brío, y el haber tenido un
hijo, últimamente, de la viuda del teniente de los carabineros
del término, «la Tenienta», acabaron de dar a Don Anselmo
una aureola casi mitológica. Mitología menor de marisma, opulencia y
hombría.
En el casinillo siempre se sentaba en el mismo sillón
lebrijano. Cuando iba por la calle, la
gente, desde muy lejos, se apartaba
y le dejaba libre la acera.
El alcalde
Cuando mandaban los conservadores, el alcalde era
Domingo Fraile, un criado sabelotodo de la tertulia de Don Anselmo .Y cuando entraban los de «la Borbolla», Antonio Luengo, un filósofo algo
volteriano.
_¡ Mundo, mundo...! -Esta
era la expresión habitual del alcalde borbollista.
Todo problema jurídico, información de pleito municipal o
embrollo de lugareña burocracia, lo resolvía Antonio Luengo con
un largo silencio acompañado de movimientos afirmativos
de la cabeza, en demostración de que todo lo comprendía y nada le asustaba. Y
muy al final, con tono de afectuosa
desolación irremediable, prorrumpía en su «¡mundo, mundo!»,
definitivo e incontestable.
Y así terminaban todas las audiencias y sesiones.
Tenía fama de político travieso; lo que no le molestaba, antes
al contrario, procuraba
mantener aquel prestigio de sus artes maquiavélicas, amparadas por su insondable
mutismo y por el breve escudo oratorio de aquellas dos
palabrejas pronunciadas siempre hacia una lejanía de reflexiones enigmáticas
e inapelables:
_«¡Mundo, mundo. .. ! »
Siempre con un palillo de biznaga en irritante permanencia
entre los labios, incluso cuando prorrumpía su apocalíptica
locución resumidora. Y a ratos, a más del eterno palillo, el cigarro en la otra comisura.
Recordaba la boca de un jabalí, armado de
frágiles colmillos humeantes.
El
liberalismo de Antonio Luengo consistía en
que las tabernas de la Plaza cerrasen
una hora más tarde, en cierta admitida
negligencia en las cuentas del «consumo», y en permitir que se jugase al «monte» en el Casino...
_«¡Mundo, mundo. .. ! »
La
“Curruca” y la “Sevillana”
Como
pasáramos por allí cerca y tal vez confiado en la candidez de
nuestros pocos años, un criado desaprensivo nos llevó cierta tarde al Puente de los Ratones.
Era una alcantarilla grande bajo la carretera de Utrera, por
la que se podía pasar andando muy desembarazadamente, a
poco más de medio kilómetro del pueblo. Tapaban con sucias cortinas y
pedazos de sacos una de las entradas del tunelillo, y aquello se convertía en antro de
inmoralidades. El olor puro del campo se contaminaba con el agrio de los vinos
derramados y ráfagas de perfumes
pringosos, calientes.
Aquella
tarde había allí dos mujeres, «La Curruca» y Ia Sevillana».
Alguien preguntó por «La Mora». Ellas rieron a carcajadas,
llevándose las manos al vientre, y contestaron al interpelante
algo que no entendimos. Luego otro, desde arriba, asomándose al techo de la alcantarilla, también demandó por «Petra la de Gibraltar». No le hicieron ni caso..
Allí quedaban ellas, renegridas de solanos,
pintadas a chafarrinones, con el
bermellón de los labios derretido y brillante, como manteca, en el sol débil que caía.
Enseñaban más que las piernas,
hablaban con voz de hombre, fumaban, escupían y cuestionaban con agresiva
indolencia la realización de su negocio. El
poniente arrancaba espadas de reflejos a los pedazos de los
vidrios de alguna botella rota sobre la arena y los yerbajos, y a la falsa pedrería de
los peines y zarcillos. Mientras quedaba
luz de tarde, los hombres merodeaban indecisos
por los vallados de las cercanías; luego, ya noche entrada, las filas llegaban hasta los pencales. Había grescas, palabrotas
y manotazos. La oscuridad se llenaba de puntas de cigarros, empellones en la sombra y blasfemias. La pureza de la vida huía a las estrellas.
En los carros del amanecer,
desgreñadas, hediondas, «La Curruca» y «La
Sevillana» regresaban hacia la ciudad. Nosotros
las veíamos pasar por la
carretera algunas veces y temblábamos con
el temor de que las personas mayores adivinaran en nuestros ojos todo lo que ya sabíamos de la vida...
García,
el músico
García era músico: tocaba el trombón en la desmirriada banda festiva del Ayuntamiento. El pito gordo, como decíamos todos en el pueblo.
García era
destartalado de miembros, grande, forzudo. Como arrastraba, lacio,
los pies al andar, y era
peludo hasta por encima de la
nariz, tenía en su apelmazada corpulencia algo de
gorila aficionado al
solfeo. Pero dentro de aquella fealdad renegrida y
monstruosa, había cuando miraba una lucecita blanca y lejana
dentro de los ojos hundidos, que parecía pedir siempre perdón,
con sumisión canina, por algo que no se sabía lo que
era... Tal vez por el daño que nos causaba a todos con el enorme estruendo de latones armónicos, horas y horas, al soplar por la boquilla
del pito regordo. En el fondo, tal vez García fuera un alma de
poeta encerrada en la más innoble cobertura
de persona.
La vocación artística de nuestro músico tuvo origen militar. Algo sabía ya de notas y registros, que
lo aprendió muy de niño con los Padres Salesianos de Utrera, en la
clase de pobres. Pero ya mozo,
sirviendo al Rey, vio que si aplicaba sus pulmones al ancho pezón de los instrumentos sonoros, alguna ventaja obtendría en el servicio de la
Patria, que se presentaba para él duro
y sin remedio, ya que, siendo de caballería,
además de soportar a cabos y sargentos, tendría que limpiar muchos potrancos y amontonar basuras y estercoleras. Y músico fue. Desde estos casuales comienzos de su carrera artística, hasta dirigir, como lo
hacía después, la banda de música del
pueblo, había un trecho largo y de fácil explicación, si se considera que lo que allí llamaban orquesta municipal
quedaba reducido a un tambor no muy claro, un bombo, una corneta asmática, un flautín gangoso y unos enormes platillos destemplados con los que tocaba
y, al mismo tiempo despachurraba moscas, Justino, el hijo del sacristán.
El Ayuntamiento no pasaba jornal a los artistas más que en los días que actuaban oficial y públicamente, que eran contadísimos al año; y
los pobres músicos, para poder medio vivir, tenían que promiscuar sus mélicas, órficas
actividades con otras más rudas y productivas. Así, el buen García, por
su mucha fuerza y poderío físico, se dedicaba a la descarga y transporte
de granos, desde los
carretones en la
calle hasta los sobrados en
los pisos altos de las casas
ricachonas. Podía con dos sacos de a fanega y media cada uno, cruzados en aspas sobre los morrillos: maíz, avena,
trigo, cebada, garbanzos, yeros,
arvejones... Pocos en el pueblo resistían aquel peso brutal sobre los hombros, llevado limpiamente en
visible equilibrio muscular
agotador, por escaleras angostas, corredores mal
pavimentados, y azoteíllas inseguras. Cuando García pasaba, ciego e imparable, doblado bajo la tremenda
carga cereal, desaparecía momentáneamente la apariencia grotesca de su figura, y adquiría por esfuerzo concentrado y
poderoso de todo su cuerpo una grandiosidad animal, sobrehumana, casi mitológica. Era un dios menor que podía mover
mundos con sus enormes fuerzas de
titán rudo y marismeño.
Terminaba su terrible
trabajo mañanero, y después de almorzar, García se sentaba
en el portalillo de su casa, buscando un poco la luz de la puerta, y
comenzaba los estudios musicales. Descolgaba el
enorme instrumento con una delicadeza inesperada
en la rusticidad de su figura, se sentaba en una baja silla de aneas, oprimía
contra sus huesos los brillantes
metales y tras unos previos chupetazos a la boquilla, como recental que lame la ubre materna, comenzaba a
soplar por las enrevesadas tuberías
armónicas y a hacer ejercicios y variantes.
-Papu, papu, papu, papu...
El bajo retumbo del trombón corría por toda la
calle y se perdía por las esquinas.
Algunas veces íbamos a ver
tocar a García. El instrumento, de cerca, nos parecía
mucho mayor. En su limpio reflejo amarillo veíamos la
calle entera, el cielo, los animales que pasaban por la puerta,
el campo al fondo y nosotros, muy en primer término,
monstruosamente desfigurados por la convexidad de los tubos,
anchos y robustos como cuellos de caballos. García no nos hacía
el menor caso; apretaba su bocaza descolorida al
pitorrillo, tomaba resuello, y todo el enorme artefacto retumbaba
poderosamente con una monotonía de hipo, repetido
hasta el enervamiento.
-Papu, papú, papú...
El bajo
retumbo del trombón corría por toda la calle y se perdía por las esquinas.
Algunas
veces íbamos a ver tocar a García. El instrumento, de cerca nos parecía mucho
mayor. En su limpio reflejo amarillo veíamos la calle entera, el cielo, los
animales que pasaban por la puerta, el campo al fondo y nosotros, muy en primer
término, monstruosamente desfigurados por la convexidad de los tubos, anchos y
robustos como cuellos de caballos. García no nos hacía el menor caso; apretaba
su bocaza descolorida al pitorrillo, tomaba resuello, y todo el enorme artefacto
retumbaba poderosamente con una monotonía de hipo, repetido hasta el
enervamiento.
- Papu, papú,
papú...
Terminados los monótonos
ejercicios preliminares, García sacaba de un fajo
de periódicos los mugrientos papeles de música, y comenzaba el
estudio de « la pieza de la velá». Sin otro sonido que lo complementase o
definiera, la expresión musical del trombón tenía siempre una
apariencia de bajísimo lamento bovino, de inmenso gruñido subterráneo que hacía vibrar los cristales de las casas vecinas
y que al entrar por los oídos de los
que pasaban ante la puerta los llenaba de cosquillillas irresistibles.
García, en el fervor de sus estudios, rodeado
de truenos, barruntos y resoplos, no nos veía, ni escuchaba a su mujer que a veces le gritaba para decirle algo...
Al cabo de unas horas, el
titán melódico, más agotado por el esfuerzo de sus
pulmones que por la dura carga de los graneros matutinos, pedía
la bayeta y el «sidol» a su mujer y bruñía hasta el calor del
frote las anchas morbideces tripudas y rubenianas del enorme artefacto. Luego
engrasaba las tres llaves del sonido. Enfundaba la pitorra y, con sumo cuidado,
volvía a colgar el
instrumento de la alta pértiga en la pared, más cerca de las vigas que del suelo... García se sentaba melancólicamente
debajo y se quedaba pronto dormido, extenuado. Parecía
despatarrado, en el sueño, la tronca de un olivo que respirase.
Cuando ya era casi de noche, aún se veían en los
reflejos del pito gordo, enmarcados por la
puerta, diminutos y brillantes jirones
del lejano ocaso. García dormía profundísimamente,
tocando ahora el trombón interior y cascado
de sus pulmones entre resoplos y ronquidos.
La
Narda
Vísperas de carnaval
llegaba Joaquinillo Pizarro a mi casa.
-Ahí
está el demonio -decía tía Modesta. Y todos nos quedábamos estupefactos ante los gritos, revuelos, contoneos y
chilindrinas de aquel hombre que hablaba, se reía y accionaba las manos y los brazos como una mujer.
-Dios me ha hecho así, Doña Modesta. -Y la señora se
quedaba un momento perpleja, sin argumento para la contestación, hasta que la gravedad del rostro se le
descomponía en sonrisa incontenible por los mohínes, torcimientos de ojos y
repulgos del mariquita.
Era grandote y con la voz cascada. Parecía que el aire se
ponía amargo a su alrededor, como esas flores venenosas que
impregnan el ambiente de un olor viscoso y fétido. Subía
con las criadas al cuarto de los baúles viejos. Era un desván lleno
de cajas, altas sombrereras, bártulos y antiguallas. Olía a
alcanfor y a la piel de becerro que forraba algunos baulillos, cortos
y estrechos como ataúdes para niños.
Pizarrillo lo
revolvía todo en un instante. Venía a comprar
la ropa inservible. Se probaba enaguas, blusones, peinadoras, refajos, sombreros... La risa de las criadas
trascendía por toda la casa. Y sobre
la risa de todas, los gritos ambiguos del
mariquita, las invenciones de escenas momentáneas según la prenda que se
ceñía, las alusiones rapidísimas a nombres y circunstancias que
desconocíamos y que algunas veces, en su
truculencia, arrebolaba a la zafia servidumbre. Algunas mozas se tapaban los oídos y hacían como que se
iban; pero tornaban nuevamente a la
bulla y al inusitado espectáculo con
una vaga excitación que las encendía en sofocos.
Con
todos aquellos trajes viejos, rotos y llamativos, Pizarrillo
organizaba su comparsa de Carnaval. Hacía su recluta de
«mariquitas» por todos los alrededores, y eran varios días de bailoteo,
cante, jarana y escandaleras. Todos vestidos
de mujeres. A Lebrija, a San Fernando, a Chiclana...
-Estas son
las fiestas del diablo- repetía tía Modesta cada vez que sonaba por las
esquinas el griterío y el escándalo de la comparsa. Toda la chiquillería del pueblo iba detrás
con chivatas, latones y cencerros. A veces, si algún
mariquita se apartaba del grupo, lo corrían por la calle a palos y
pedradas, como si fuese un animal descarriado. Y todo terminaba en confusión de ayes con voz de falsete,
palabrotas y canciones de letras alusivas a las debilidades y vergüenzas de los
prójimos.
Pizarrillo
entraba y salía mucho en la casa de Don Anselmo.
Desapareció varios años del pueblo. Lo veían bullir en
las noches de Sevilla; dijeron también algunos que iba y venía
en trajines a la capital de España, y que hasta había ido a París
de Francia algunas veces...
Cuando
acabó su edad de oro, tornó al pueblo ya avejentado, gordinflón y
con algunos ahorrillos. Traía un apodo: “la Narda”. Ya no volvió nunca
más por mi casa, y muchas gentes del pueblo dejaron de tratarlo. Esta hostilidad acrecentaba el azufre de sus gestos y palabrería. Hacia la
carretera, al paso de coches y viandantes, gastó sus cuartos en montar una venta. Él guisaba y otros de su misma escuela atendían al servicio. Todos con zarcillos y nombres famosos:
«la Imperio», «la Asustá», «la Chelito»...
Allí recalaban nocturnamente coches
de Sevilla y otros sitios. Corría vino y guitarreo. Cuando hubo que poner nombre al establecimiento, «la
Narda», dijo:
-Lo
más grande que haya...
La
venta de la Narda se llamó «El Astro Mundial».
Tía
Modesta, siempre que íbamos o tornábamos del campo, ordenaba al
cochero dar la vuelta por el camino del Molino, a pesar de los baches y fangos, para evitar el
cruce ante la venta de «la N arda».
La
Macaria
“La
Macaria” amortajaba los muertos. Era una
mujer seca y larguirucha que vivía
solitariamente en una casilla del final de la calle Real, cerca de la capilla de
los Remedios. Allí hacía de sacristana. Tenía una voz estridente
y bronca, y andaba, hombruna, a grandes y duras zancadas, como si bajo
las abundantes enaguas y refajos ocultara unas
piernas de rígida madera.
¿Por qué «la
Macaria» ejercía aquel tristísimo oficio? Nadie lo sabía. Era una especie de vocación lúgubre,
quizás una penitencia confusa y misteriosa. Porque no requería de aquel duro
quehacer para su vida. Poseía un manchoncillo, que ella también personalmente sembraba,
escardaba y recogía -uvas, tomates,
calabazas-. Y en su pobreza, no tenía que mendigar ni necesidad de recurrir al
duro oficio del trato con los cadáveres.
Parecía como que
misteriosamente preveía cuando la guadaña de la Canina iba a
segar alguna vida. Si “la Macaria” rondaba por alguna calle, ya la
gente adquiría la certeza de que por
allí iba a pasar el soplo helado de algún último estertor.
Se asomaba, a
veces, al portal de mi casa para anunciar
que vendrían a recoger « la mesa de los muertos». Era ésta una larga mesa, guardada allá cerca del postigo, en la última atarazana,
y que tradicionalmente pedía la parroquia para depositar sobre ella los ataúdes, en los « gori gori» solemnes por las esquinas de las calles, en los
entierros de primera clase. Llegaban
los monaguillos a recogerla sobre la hora de vísperas. Y nosotros, desde lejos, con cierto pavor confuso, presenciábamos la escena -la mesa de los muertos
bailando contra el horizonte del
postigo a hombros de los chiquilicuatros-,
todo envuelto en un sol despiadado y trágico.
«La Macaria» llegó a hacer
de su fúnebre oficio casi un arte, del que se
envanecía. A las mocitas y los mozos que iban por las calles, hasta
llegar a la iglesia, con los ataúdes destapados, los peinaba y hacía rizos y bucles
abrillantados con zaragatona y aguas
densas de pipas de membrillos; los empolvaba
y acicalaba para que pareciesen guapos, aun por encima de las gélidas livideces.
Muchas noches, en nuestros sueños de miedo, se nos aparecía « la Macaria», verdosa, renegrida y
larga como un sarmiento achicharrado con
ácido fénico.
Las
fuentes de la sabiduría
¿Era sabio, o no, el secretario del Ayuntamiento? La opinión
pública del pueblo en esta cuestión, como en otras muchas, aparecía visiblemente dividida. En la
reunión de la Botica, que era de las más serias y autorizadas,
guardaban siempre sobre este tema un silencio tan sistemático,
que ya dejaba algo que sospechar por su continuada
persistencia. En el casinillo de Don Anselmo no preocupaba aquello
en absoluto; allí al Secretario se le concedía, sin reparos ni
limitaciones críticas la máxima cantidad de sabiduría que
podía caber en un pueblo, y sobre todo, en un Secretario de
Ayuntamiento. No era
contertulio habitual de aquel Olimpo. Pero si pasaba por la puerta y se hallaba
sentado
en
su lebrijano trono el Júpiter marismeño, era el propio Don Anselmo quien le llamaba afectuosamente con su negro vozarrón autoritario,
y mandaba al criado que le sirviese café o vino, según la hora. Y siempre le espetaba
con machacona naturalidad la consabida preguntilla:
-Qué,
¿sabe ya dónde espichó el cura?
El señor
Párroco de entonces sí creía en la sabiduría del ejemplar funcionario; pero oponía a
esta letrada suficiencia algunos prudentes reparos. Así, por ejemplo, la tarde que le agradeció
desde el púlpito, cuando la solemne novena a la Patrona, un tierno romancillo que había aparecido con su firma en «El
Correo de Andalucía», el buen sacerdote, en paternal inciso,
advirtió la vigilancia celosa que había que guardar con todas
las lecturas, «ya que el demonio de Lutero tenía
emponzoñadas las fuentes de la sabiduría».
La mayoría de los feligreses no entendieron ni el romance,
ni lo que quiso decir el cura. Pero los más avisadillos o
envidiosos sacaron de allí que el secretario debía ser algo hereje
en sus escrituras y que al bueno del Párroco no se le había
ido por alto.
La verdadera academia incondicional y entusiasta de Don
Tiburcio era la del Correo. Allí se reunían a esperar que llegase
la correspondencia el juez, el veterinario, el estanquero, algunos criados
de casas ricas, y un cobrador de contribuciones
muy redicho y leído, que enseñaba en el casino, presumiendo
de hombría, las novelas de Felipe Trigo. El secretario era
el primero que leía la prensa. Comentaba las noticias de mayor
interés, y en lo político, hasta se permitía a veces disentir
de la letra de molde. Cuando esto ocurría, las concurrentes guardaban
un silencio dificilísimo, preñado de dudas e interrogaciones.
¿Qué sabían ellos de la política de Don José Canalejas
o de las razones de Don Valeriano Weyler? Pero cualquiera se atrevía a decir algo,
con la labia y el palabrerío tan fino que Dios había otorgado a Don Tiburcio...
Una tarde nos enviaron a recoger unos papeles a casa del
sabio. Estaba allí metido entre sus libros y cuadernos, con falsa apariencia
hosca que nacía sólo del descuido de sus barbas e indumentas,
pues era fácil, bonachón y complaciente a cualquier solicitud o demanda. Ante nuestra curiosidad infantil
por algunas piedras que guardaba en una vitrinilla de pino sin pintar, nos
contó de historias: eran fósiles
recogidos por él en pozos y
alcantarillas del lugar. Hacía muchos siglos, el mar océano ocupaba todos aquellos contornos. El pueblo no existía. Aquellas conchas, aquellas almejas,
aquellas algas, terrosas como corales
sin brillo, lo atestiguaban indefectiblemente...
En la biblioteca de Don Tiburcio lucían tres retratos entresacados
de algunas revistas ilustradas. Uno era de Don Antonio Maura, con gesto
oratorio y tribunicio; otro de Don José Echegaray, tocado
con enorme chistera, a la puerta del Banco de España en Madrid. El tercero era Don Santiago Ramón
y Cajal: aún muy joven, se asomaba con
noble y secular tristeza al mundo infinito de su microscopio...
La fama de sabio del Secretario oscilaba un poco en el pueblo,
como el precio de las aceitunas. Pero por aquellos días
había conseguido un alza importantísima: se la dio el
cometa de Halley, «bárbaramente -como
él decía- llamado por algunos la
estrella de rabo»...
Sabía de todo: de política,
de fósiles, de cometas y de genealogías... Sí; aunque
no quisieran algunos de los concurrentes a la tertulia de la botica, a pesar
de las prudentísimas reservas del
señor Cura, Don Tiburcio el secretario era, lo que se dice, un verdadero sabio.
Los vagabundos
¡Esos pobres por los
caminos del campo!... No parecen de carne; más bien de
tierra o de sarmientos renegridos. ¿Adónde van? No piden ,ni escuchan ,ni se paran ni hablan... Los
atrae ese sendero que sólo sabemos que existe cuando los vemos a ellos caminar
por allí, con una rara decisión en su pereza
de horizontes... Andrajosos, vestidos a
retazos, semidesnudos, caminan solitarios o en grupos familiares, con un perrillo escuálido que, a
veces, ya no puede seguir de hambre y fatiga, y sube a los hombros del vagabundo uniendo roñas con lacerías y
arestines... ¿De dónde vienen? ¿Qué
final de camino persiguen?
Siempre que nos encontrábamos a los vagabundos
por los caminos del campo, nos quedábamos en
el umbral de una incertidumbre característica, que la vida, luego, nunca
nos los evitaba ha borrado. La gente los temía o los evitaba. A nosotros nos inspiraban respeto y
simpática inquietud. Vivían tan pegados al
barro y a la basura de la tierra, que les costaba trabajo alzar la vista hasta la altura de sus semejantes. Y cuando desaparecían por los caminos, la soledad se abría nuevamente
gozosa, porque ellos, sin querer, la
lastimaban con su tragedia de silencios.
Tía Luz
Nadie sabía qué enfermedad aquejaba a mi tía Luz. Nadie...
Estaba
tan buena y tan sana; iba y venía de un lado para otro; se asomaba al mediodía a la puerta y
platicaba sonriente con los vecinos que le preguntaban por sus
eternos dengues... Y de pronto le entraban unos tiritones, se dolía de punzadas
agudísimas en las piernas, en el cerebro, en la espalda,
y con un destemple de carácter casi frenético había que meterla
en la cama, requerir con urgencia la visita del médico,
preparar medicinas y bayetas calientes, mientras ella armaba
en la alcoba el bochinche casi cotidiano de la desesperación de
sus dolencias, entre lloriqueos y malos modos para con su
hermana mayor, Doña Modesta, que todo lo sobrellevaba
con santa calma y resignación...
-Nervios, nervios y
nada más que nervios -decía entre aburrido y escéptico D. Miguel cuando salía
del cuarto de la enferma.
Muy niños, este
continuo sufrir de mi tía constituyó para nosotros un verdadero martirio. ¡Cuántas veces pedíamos
en la iglesia porque sanase, rezando montones de padrenuestros, salves y benditos! Pero,
por lo que se veía, los nervios tenían más
fuerza que nuestras piadosas demandas. Tía
Luz no mejoraba nunca. Al crecer, la crueldad de la vida nos fue revistiendo poco a poco, si no de la
indiferencia antipática del médico,
sí de cierto acomodo espiritual con lo que
parecía irremediable. Ahora rezábamos menos y nos preocupábamos más. Era muy cierto que tía Luz estaba
enferma, que distaba mucho de ser
una persona normal y corriente:
¿pero no coexistían con estas debilidades de su salud otras afecciones distintas de las del cuerpo, que nuestra
tía no sólo no hacía por apartar de su
camino, sino que, por misterio inexplicable,
ella misma buscaba y sufría con un amargo dolor que en su violencia aun
le compensaba de no sabemos qué otros
rigores? ¡Ah! ¡Nunca sabrán las personas mayores hasta qué punto los niños son maestros en la
observación, en la cautela y en el
disimulo!
Espiábamos
infantilmente la vida de la enferma. Cuando
le alcanzaba el mal, con todo el mundo dialogaba entre destemplada e iracunda. ¡Lo de sofiones,
improperios y cosas peores que
aguantaba con resignación la buenísima de Doña Modesta! Sólo había una persona libre de estas crisis y tramontanas: el médico. Cuando él estaba presente,
la enferma adquiría un tono meloso y ridículo, lleno de remilgos y melindres. Hasta se preocupaba del peinado, de las
arrugas y entredoses de la amplia
peinadora con que se cubría para estar
medio incorporada en el lecho... También era una casualidad que siempre que
ella se asomaba a la puerta de la calle en los momentáneos y
eufóricos restablecimientos, coincidiera la hora del paso
de Don Miguel hacia su casa... Le retenía con un palique
insustancial, del que, prontamente, entre cumplidos y evasivas,
se zafaba el galeno, fingiendo esperas de enfermos
inexistentes.
Por la tarde, todos en la
casa rezábamos el Rosario. ¿Por qué al
final de la letanía, cuando comenzaban los Reginas, tía Luz se levantaba irremisiblemente y se iba a su
cuarto? Tía Modesta, que guiaba las
oraciones arrodillada ante el altarito
de la Virgen, reprimía con disimulo un gesto de contrariedad. Siempre entornaba las puertas de la
alcoba, lo que no hacía en otras ocasiones. Luego se oía el abrir de una
llave y el chirrido de las maderas del cajón
de la cómoda, justamente el de
arriba. Seguían unos momentos de silencio casi absoluto. Poco después,
un leve ruido metálico o cristalino, de algo con lo que se
manipulaba rápidamente. A continuación, el agua en el lavabo y el fregoteo de las manos con el jabón. Y tornaba
a salir... Ya el Rosario había más que terminado. Se sentaba en una
silla baja de aneas junto a la ventana del patio. Apenas hablaba. No estaba dormida, pero parecía como traspuesta.
Cuando le decían que era la hora de comer, ni contestaba. Seguía sentada en la
silla, envuelta por las quietas luces grises del atardecer, ausente, feliz,
alejada… Luego, Pepa su doncella, la llevaba a acostar como sonámbula.
¿Qué enfermedad, ¡Dios mío!, qué males eran los
que hacían sufrir a mi tía Luz? ¡Pobrecilla! Callaba horrorosamente. Yo era el
predilecto entre todos los sobrinos. Siempre que había que llamar al médico o ir a casa de Espinosa,
la cosaria, era de mí de quien se valía.
Cumplíamos el mandato en un verbo. A veces me apretaba las manos, me miraba
fijamente y salía llorando sin motivo. Y estas lágrimas se hundían en mi inquietud, en mi confusión interior, en
mi pena de niño que quería comprender ya todos los oscuros recovecos
de las almas y de la vida. ¡Yo hubiera
dado lo imposible porque tía Luz estuviera alguna vez sana y
contenta!
Marina
Caro
¡Otro
aspecto del misterio, de lo inexplicable, de la amargura de vivir!
¡Marina Caro!
Marina Caro era la guapa del pueblo. Reunía junto a la pureza de
las facciones -ojos grandes, labios de fino y fuerte dibujo, cabello leonado-, esa esbelta
suntuosidad de la figura que
emparenta algunas manifestaciones raciales andaluzas con los modelos de la antigüedad clásica. Parecía una diosa. Cuando en su casa andaba de trapillo,
desceñida y con el pelo suelto,
recordaba también -más enjuta- a las odaliscas que bailaban en el grabado de
Don Miguel el médico.
¿Por qué nos daba miedo – y lo
buscábamos con ansia en cada instante- encontrar a Marina Caro? Era mayor que nosotros.
La veíamos ir y venir por la calle, por la plaza, cogida del brazo de otras amigas, pero siempre en un extremo de la
fila, porque los hombres se acercaban al grupo por hablar sólo con ella... Todas sus compañeras quedaban un
poco oscurecidas por la belleza de
Marina Caro; y el homenaje de piropos
y admiraciones que provocaba el paso y la presencia de la amiga, se lo repartían entre todas las
del grupo, consolándose así de una indiferencia que hubiera sido insostenible
al no ir acompañada por la gracia de Marina.
La vida era bella con
sólo mirar aquella muchacha. Hay perfecciones
que logran tal fuerza de encantamiento por sí mismas, que excluyen como inútil toda ayuda o colaboración ajena. Así Marina Caro. La vida adquiría toda
su plenitud y su gloria ajustándose
estrictamente a aquella esbeltez ágil
y armoniosa, a aquella risa inmotivada, a aquellas ondas de cabellos rebeldes sostenidos en
gracioso desorden por el ritmo del paso al andar y los envites suaves de la brisa.
Sí,
la vida era bella y amarga. Porque cuando ya había pasado
por la calle Marina Caro, cuando a la tarde se alejaba con
sus novios por las luces dudosas del crepúsculo, surgía la palpable e inmediata
sensación de que el pueblo se quedaba vacío,
de que lo mejor de nosotros era la tristeza por recordar aquel mundo concreto y exclusivo de Marina Caro:
sus piernas, su cintura, el tono de
su voz, sus pechos sucintos, sus ojos
cuando tornaba la mirada sin mover el rostro y cambiaba las luces del día, de la tarde o de la noche según
la gloria de su naturalísimo
capricho... Entonces nuestra soledad alcanzaba un trasfondo amargo, una certeza inmediata y hostil de que todo cuanto nos rodeaba era inexpresivo e hiriente.
El mundo, la
alegría, el gozo de vivir era sólo la presencia, los ojos, el calor
y la vida de Marina Caro.
«Arcuña»
¿Cómo
se sostenía la faja de «Arcuña»? Nadie podía comprenderlo. Le
rebosaba el vientre en forma de
oscilante tinaja, mal cubierto por la sucia camisa, y
por debajo le daba varias vueltas el enrollo negro verdeante de
la inquietadora prenda. Siempre se temía que aquel oblicuo
anillo de trapo oscuro reliado a la altura de los riñones con
singular desmaño, resbalaría en un momento por los muslos,
trabándolo y descubriéndolo en sus feas desnudeces... Pero no; nunca ocurrió tal cosa. El secreto de aquella habilidad
de equilibrio era físicamente inexplicable.
Cegato, medio sordo,
embrutecido, Arcuña dejaba su burra a la puerta y entraba todos los días en mi casa. Se asomaba al portón del zaguán y ofrecía a gritos su vendeja de granos. Sin esperar contestación a la oferta, volvía a salir a la calle, mascullando sus
ideas en torpes medias palabras.
-¡Doña
Modestaaa...!
Mi tía contestaba sin levantar los ojos de la
costura:
-Buenos
días, Arcuña... Dime lo que sea desde ahí y no entres, que dejas
toda la casa oliendo a demonios...
Y
desde la puerta «Arcuña» deletreaba tartajoso, mirando
hacia el rincón de la pared, el trasiego de cereales que aquel
día lo ocupaba:
-Ahí
traigo nueve fanegas de avena y media cuartilla de garbanzos «mu
tiejno mu tiejno», de los de su pariente Don Anselmo...
El
precio lo daba siempre en reales. Mi tía contestaba maquinal y afirmativamente. Que si compraba, era sólo por
granjearle al buenazo de Arcuña el mísero estipendio de los corretajes.
Que así favorecía la bondad de Doña Modesta a muchos necesitados
en el pueblo.
Arcuña
bajaba el grano del serón de la burra, y lo subía a esportillas, trabajosamente, hasta los graneros. No se
preocupaba nunca por cobrar. Sus
mezquinas ganancias y pobrísimos
caudales era Doña Modesta quien los administraba: que los inviernos eran largos
y allí estaban los dineros más seguros que en ninguna otra parte.
¿Qué
hacía Arcuña cuando terminaba sus corretajes mañaneros? Ni
lo sabíamos, ni podíamos imaginarlo. Iba siempre
solo con su burra, no tenía amigos, no se le veía por las
tabernas ni en los corrillos al resol de las esquinas. Era un hombretón
inofensivo, entregado a sus soliloquios y pobrezas, quizás un poco
huraño por limitación física, y a quien todo el mundo saludaba con un «adiós, Arcuña» cariñoso, pero
con cierto matiz conmiserativo, distinto del saludo que se
le daba a otras personas. Él iba así por su mundo de poco más
de un metro, que era lo que alcanzaba a ver con sus ojos pitañosos,
no sabemos si desgraciado o feliz, con la enorme barriga desbordada,
arrastrando las chancletas malolientes, en su constante monólogo ininteligible, siempre hacia su soledad pobrísima e ignorada de todo el pueblo, seguido
sólo y de lejos
por la burra que le obedecía calladamente como entrañable sombra
fidelísima.
Muchas mañanas Arcuña no tenía mercadería que negociar.
No obstante, llegaba al zaguán de casa, prorrumpía el cascado vozarrón con el nombre de mi tía, y, sin esperar respuesta
ni diálogo, tornaba a salir a la calle, a su soledad, a
su monólogo eterno y a su burra.
Un
día le preguntó Doña Modesta:
-Arcuña,
¿tú estás bien con Dios?
La
miró mucho con los ojillos vidriosos:
-¿Por
qué no voy yo a estar bien con Dios, Doña Modesta?
Y al contestar iniciaba con los labios algo que quería ser
sonrisa, eco del halago que le producía aquel interés cariñoso de la señora.
-¡Qué cosas pregunta la señora Modesta...!
Una mañana llegó como siempre Arcuña al rincón del zaguán, y dio su
acostumbrada salutación destemplada y ruda. La
tía Modesta observó un matiz extraño en el tono; levantó ¡os ojos
de la costura, y miró desde lejos a Arcuña. Hubo un silencio raro, hasta que el pobre hombretón rompió
en un griterío de resuellos,
hipos y lagrimones, llevándose las manazas
a los pucheros del rostro, mientras exclamaba huyendo con su pena, dura y torpe, hacia la calle y hacia
el campo...
-¡Que se me ha muerto mi burra esta noche de un dolor!
¡Que ya no tengo a nadie en el mundo más que a usted, Doña Modesta!
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