Adaptación de Pueblo lejano (descarga)
I.
El Pueblo
EL ESCUDO
Dios quiso que naciéramos en este pueblo de Andalucía, junto a las
marismas del Guadalquivir. Es un pueblo abierto y llano, abrasado de sol por los
veranos. Mas cuando llega el invierno y llueve un poco, todo se inunda y
encharca. El barro llena las calles. La humedad sube como un sudor salino por
la blancura inmaculada de las paredes. Los campos inmediatos retienen las
quietas aguas. Y todo adquiere una sensación de mojado, reflejando el paisaje
como en un espejo de silencio.
La gente aquí desconoce la comodidad de vivir. Se encierran en estas
habitaciones en las que brilla el transpirar del frío, sobre unos suelos de
ladrillos entre cuyos poros brota el agua, anuncio precoz de nuevas lluvias. La
enemistad empapada de este ambiente, se suaviza con la “copa”, que es como allí
llaman al brasero, de cisco picón hecho con varetas de olivos, crujiente,
fugaz, abrasador, con sorpresa de olores imprevistos. La dureza del frío dura
poco más de dos meses; pero la humedad, más de medio año. Por eso las mujeres
cosen y los niños diablean todo el día buscando el sol por las puertas, por las
esquinas de las calles.
El pueblo tiene poca historia vieja. Algún sabio quiere hacerlo
coincidir con ciertas nombradías musulmanas de las que abundan por las
crónicas, y cuya situación es puramente casual, cuando no caprichosa. Aunque
allí se emplee mucho la vaga referencia “del tiempo de los moros”, nada existe
que aclare la teoría de unos antecedentes históricos más o menos antiguos.
Aquello fue, seguramente, lugar de paso y parada de andaduras en el largo tirón que separaba a
Jerez y Trebujena de Sevilla y Córdoba. Hubo, sí, un castillo. Pero de tan
escaso relieve militar y arquitectónico, tan venido a menos y tan alejado ahora
de su función primitiva, que sirve de casa y consulta al médico del pueblo. En
el grosor inmenso de algunos muros, se apoyan los finos nervios de níquel de un
aparato de rayos X.
Fue el pueblo, ya en tiempos más cercanos, límite de poderíos
medievales. Allí se encontraban en los bordes de sus estados los Duques de
Arcos y los Condes de Ureña. Un casamiento eliminó viejas luchas y unió linajes
encontrados. Pero quedaba un estado llano manchonero por fuera de los dominios
señoriales. Así conviven durante muchos años dos pueblos con dos Ayuntamientos
distintos. En el siglo XVIII*, cuando se confirma la unión de las dos
localidades, separadas en los papeles por muchos pleitos y querellas, aunque en
la realidad sólo por una calle, cauce de un arroyo de barros y alpechines
cuando las otoñadas. Y este es el motivo que representa el precioso escudo de
Villafranca y Los Palacios*. En él aparece un hombre con una chaqueta y un
sombrero de copa, tendiendo la mano con ramitas de olivo a un duro labriego de las marismas. Abajo, un
enorme toro sostiene con la majestad de su cuerna la cortesía de tan delicada
como política convivencia.
EL TIEMPO DE LOS MOROS
“Eso es del tiempo de los moros…” dice con alguna frecuencia la gente
del pueblo. Y la imaginación se escapa confusamente a un mundo de sangre en
degüellos, blanco albornoces, preciosos caballos, harenes y enfrentamientos
guerreros.
En la capilla del Rosario, en la iglesia, había una losa de mármol de
color distinto a las del resto del pavimento. Cubría, según la creencia
popular, un pasadizo que comunicaba subterráneamente con el Castillo. Por allí
venía a misa la Reina Mora. ¡Cuántas veces nos quitó la devoción el pensar en
los peligros del paso de la bellísima Reina Mora por tan oscuro camino! Nadie
ha destapado nunca aquel escondrijo ni ha intentado ver si existe tan escondida
vía. El romance continúa aún temblando bajo nuestras pisadas.
Las grandes piedras que sirven de acera ante la casa de Doña Fausta
también se dice en el pueblo que son del tiempo de los moros. Son unas
descomunales losas de color grisáceo, con finas venas de mármol de indefinidos
colores. Era uno de nuestros placeres infantiles: cuando llovía o hacía
humedad, se avivaban con sorprendente pureza aquellas ocultas tonalidades
azules, verdes, rosáceas.
“El tiempo de los moros…” en casa de Don Miguel el médico había un
grabado que mirábamos con mucho temor y recelo, como todas las cosas del
médico, pues tenía fama de hombre pecador. Hasta vivía con una mujer y era
soltero… En aquella estampa aparecía un sultán de la Persia, tendido en
amplísima tumbona, dulcemente abanicado por unos negritos de felinos ojirris.
Un grupo de bellas mujeres de robustas caderas bailaban ante el Sultán. El
cabello larguísimo ocultaba con discreción las gracias y encantos de las
bailarinas. Por la ventana del muro labrado con finura de confitería, se
percibía la arena inmensa del desierto, y tres solitarias palmeras desmayadas
de sol y lejanías.
MÁS HISTORIAS
El personaje de mayor relieve histórico de mi pueblo es Andrés
Bernáldez, el cronista de los Reyes Católicos. Él sólo ha logrado la eterna
llamada de la fama. Cierto que con posteridad, ha habido otros personajes de
mucho renombre y campanillas. Pero todos de orden menor y limitados en su
nombradía a una rapidez circunstancial,
a veces incluso poco ejemplar. Nadie recuerda ya a Don Miguel Murube Galán,
colaborador importantísimo como hacendado e ingeniero, del famoso Marqués de
Salamanca. Reconstruyó la iglesia parroquial del pueblo, en una de cuyas
capillas está enterrado con otra legión de Murubes, familia muy extensa y
arraigada en el pueblo. En la sacristía hay un retrato suyo: barba de senador,
banda y gran cruz de Alfonso XII, mirada clara y alegre.
Pero volvamos a la historia grande, a la del buen Cura croniquero. La
importancia histórica del ilustre sacerdote está en relación directa con el
mayor fracaso de saber sufrido por el secretario de la actual Corporación
Municipal. ¿Está Andrés Bernáldez enterrado en Los Palacios? ¿Murió en el
pueblo con cuyo nombre pasó gloriosamente al mundo de las letras? Ahí está el
enigma histórico. La lápida que en el sagrado recinto eclesiástico recuerda sus
méritos, dice con ejemplar prudencia: “…en los ámbitos de este templo se cree
que reposan las cenizas…” el Secretario del Ayuntamiento lleva perdidos años y
años de pacientísima investigación y rebusca por libros y papeles viejos. Pero
la diosa Clío no le ha favorecido en su incesante búsqueda. Con todo, no se
rinde. Y cuando alguien de buena fe o con disimulada burla, que de todo hay, le
pregunta sobre sus cuidadosas y difíciles averiguaciones, contesta con un “ya
veremos, ya veremos…” tan envalentonado
y misterioso, que en la respuesta hay tanto de desafío prudente a la dificultad del pasado, como de reproche
orgulloso contra la poca fe o la guasa de sus convecinos ignorantes.
Se conservaba intacta la casa en que vivió Andrés Bernáldez, en la
callecita estrecha que forma la iglesia con la parte más antigua del pueblo,
casi en la esquina de la calle del Paraíso. ¡Calle del Paraíso! La casa era
pobre y blanquísima de cal. Allí recibió la visita de Cristóbal Colón, cuando
el navegante pedía ayuda y consejos para su genial aventura descubridora. Lo
recordaba una lapidilla de mármol que lucía sobre el dintel de la puerta. Los
frente-populistas la hicieron añicos la tarde del 18 de Julio de 1936. No ha
vuelto a ser repuesta. Por lo que se ve, el Almirante y el historiador no eran
gratos a las izquierdas revolucionarias de mi pueblo.
LA ATALAYUELA
En el castillo vivía entonces mi tía María. Sillones lujosos tapizados
en color calabaza. Quinqués más grandes y majestuosos que los de ninguna otra
parte. Consolas con altaritos, y, entre las estampas religiosas, los retratos
de algunos familiares.
Tía María vivía sola. Quedó viuda cuando la guerra de Filipinas. Su
marido era militar, llegó a coronel. Uno de los grandes placeres de nuestra
infancia era, durante las visitas, aquel momento en que tía María nos enseñaba
el sable del héroe. Nos parecía, al desenvainarlo con tanto esfuerzo,
enormemente grande. Al quedar fuera de la funda toda la hoja plateada, se
producía en los que estábamos presentes un silencio misterioso, una expectación
inexplicable. Semejaba que con la exposición del finísimo acero se reclamara la
presencia del héroe desaparecido. Entonces tía María soltaba siempre un suspiro
hondísimo que casi empañaba la fina lámina brillante. Y comenzaba, luego, a
introducirla en la oscura funda, cegando poco a poco el alma de tanto puro
reflejo. Nos quedábamos todos tristes y felices, como si momentáneamente nos
hubiéramos asomado al cielo de un cuento maravilloso. Las criadas asistían
también, curiosas, a la heroica escena. La más cuidadosa tomaba luego el largo
estuche oscuro, y lo guardaba, con las llaves que le daba la señora, en el
ropero del dormitorio.
En medio del patio del castillo, entre las macetas y algún arbolillo de
fruta, surgía un agraciado mirador, al que todos llamaban “la torre de Doña María”.
Sin ser muy alto, sobresalía por encima de todas las techumbres. Siempre
creímos que esta Doña María era nuestra parienta; y que la viuda del héroe, sus
penas y suspiros, bien merecían el honor de aquella torreta… Pero el Secretario
del Ayuntamiento, que es el que más sabe de las antigüedades del pueblo, nos
deshizo con impensado rencor esta gloria familiar que tanto nos envanecía. Doña
María no era la viuda del coronel, sino la mismísima Doña maría de Padilla, la
favorita de Don Pedro el Cruel, que fue quien edificó aquella gran casa,
pomposamente llamada castillo, y adonde venía de temporadas para cazar por las
laguas de la marisma… en los papeles
viejos – terminó diciéndonos el sabio funcionario- a ese torreón se le llama, y
él da nombre a toda la edificación, “la atalayuela”.
Por este vocablo de la atalayuela comenzó a entrar en nosotros la
sensibilidad de la Edad Media. Lo de Don Pedro el Cruel, si bien hacía crecer
en antigüedad y prestigio la casa de mis familiares, hacía perder a mi pobre parienta
el alto honor la adjudicación de la airosa azoteílla. Y lo que nos dejó
asombrados y confusos sobre todo, fue que Don Pedro, que no era moro, tuviera
una favorita con la que venía al pueblo, igual que hacía el médico…
EL PAÍS
Subíamos a la torre de la iglesia. Era una de nuestras mayores
aventuras. Al final de la nave del Sagrario, tras el coro, había una capilla
oscura, por uno de cuyos rincones colgaban, llenas de nudos y deshilachadas,
dos gruesas sogas que se perdían en el techo. Servían para maniobrar las
campanas desde abajo, en los toques más frecuentes: el “Ave María” al amanecer;
cuando alzaban en la misa mayor; el “Ángelus”; las “Vísperas”; las “Ánimas” al
ocaso, y la “Queda”, ya entrada la noche. Allí estaban también, siniestros en su
negrura de madera pintada, los ciriales y utensilios del servicio de difuntos.
La escalerilla, estrecha y de escalones muy gastados, llegaba primeramente
hasta el órgano. Siempre probábamos nuestras fuerzas en la sobadísima palanca
del fuelle; y este, en el interior, producía un ruido de respiración asmática y
monstruosa, como un inmenso animal dormido que gruñera porque lo despertasen.
Continuaba estrechándose la escalerilla hasta el otro piso en el que
había una puerta destartalada: era la entrada a los techos de la iglesia. Desde
allí, el templo parecía mucho más grande. Se veía una nave de vigas bajísimas,
todo lleno de polvo viejo y bosque de telarañas. A veces, un rayo de sol que
entraba por algún ventano, iluminaba como un sablazo oblicuo el cuerpo de tanta
penumbra colgante. Aquella zona tenía sus ruidos característicos. En un seco
silencio hondo se oían píos y cloqueos de pajarucos invisibles, el crujido de
las maderas resecas, el terco traqueteo de algún postiguillo ignorado.
Y, por fin, llegábamos al cuerpo de campanas. ¡Qué alegría siempre
renovada! La visión del cielo y de la luz nos producía sofoco, como un mareo
agradabilísimo y agotador que nos obligaba a respaldarnos contra los muros. Y
el viento se oía constantemente en las campanas, a las que arrancaba tonos con
su fino roce, memoria queda, suavísima, del gran sonido en los volteos.
Todo nos impresionaba: la blancura rectangular del pueblo apretado bajo
nuestros pies; el vuelo tan próximo de los pájaros; la profundidad de los
horizontes. Oíamos con una extraña precisión las voces y ruidos más lejanos:
las aves en los corralillos, los cerdos por los fangales; los niños en sus
juegos por las plazoletas; esas voces aisladas en el campo…
El aspecto del país variaba notablemente según la cara de la torre a la
que nos asomábamos. Hacia Sevilla eran campos de haciendas y olivares, caseríos
de plata coronados por un torreón solitario en horizonte de aceitunas; hacia el
sur, las torres de Utrera con el comienzo de los cerros de la Jarra y las serranías
de Morón que se empinaban, pasado el pico de Cote, para formar el conjunto de
nubes de Zahara, Grazalema, Gibalbín. El otro medio círculo del horizonte lo
cerraba la inmensa marisma sin límites, llena de leguas, misterios y ríos
invisibles. Detrás de la marisma estaba el mar: lo presentíamos en la
transparencia del aire.
Subíamos de niño a la torre. Cuando bajábamos, nos creíamos más hombres
y permanecíamos mucho tiempo silenciosos.
EL CAMPO
En la marisma arrebataba la simple grandiosidad del horizonte. Era una
línea circular tan honda que los ojos dolían, impotentes, por llegar a su fin.
Tierra, cielo, la arquitectura fugaz del vuelo de un ave. Y Dios. Pero por las
viñas y manchones, por los olivarillos y huertales del camino de Utrera, de la
carretera de Sevilla, el horizonte era muy distinto. Campo corto encuadrado
caprichosamente por esos vallados de chumberas enormes, invencibles como
fortalezas. Y entre ellas, los caminos tristes, estrechos, destrozados por las
huellas de las herraduras y el ganado.
Nos gustaba perdernos por esos andurriales pobres, muchas veces mal
olientes y con un final desconocido. Había en ellos una soledad cerrada,
ofensiva, cómplice de todos los engaños y de todos los malos cuentos. Allí
robaron, allí hirieron, allí faltaron a la ley de Dios. Las aventuras de mozas
y mujeres, también ocurrieron siempre por estos caminos, entre los charcos del
agua dormida en invierno, o en el bochorno de los atardeceres primaverales,
encendidos por la menta del poleo y el dulzor excitante de los habares
florecidos.
Temíamos a los lagartos. Si no se hubieran movido con torpe lentitud, no
los hubiéramos visto entre las raíces y cochambres de los vallados. Pero salían
de improviso, casi retadores, con dudas desafiadoras en su marcha difícil hacia
las madrigueras. Cuando se ocultaban en rápida vuelta agilísima, nos dejaban en
los ojos el relampagueo vivo de unas rayas verdes, azules, amarillas.
Si los caminos anchaban, surgían macizos de palmitos y junqueras. Era el
verdor oscuro y perenne de estas soledades encerradas entre linderos; la
alegría pobre de una tierra reseca entre calizas. Los juncos guardaban sobre el
barro la música de los vientos más débiles.
Tierras rojas hacia Dos Hermanas. Todo el campo parecía empapado en sangre
de toro. Campos de dulces huertas y estacadas de aceitunas. Por allí las
grandes haciendas, con sus nombres y con sus novelas de caballos y carruajes
durante el siglo XIX: “La Mejorada”, “Tamarán”, “El Cuzco”, “La Florida”, con
el olivar más joven del término, que valía una fortuna al decir de los viejos
labradores; “Ibarburu”, que lo perdió uno de sus propietarios a una carta,
jugando al monte. Era el caballo de copas. Parecía, por lo que contaban, que
todo el pueblo hubiera asistido a la apasionante partida.
Por abril, y también en los soles de marzo, venían las magarzas y los
lirios. Era un aire de tristeza fugaz, el adiós morado al campo entrañable,
duro y hondo del invierno. Un poco más, y el débil estallido oscilante de las
amapolas… ¡Qué lujo entonces de luces intactas en las tardes que crecían! El
leve sofoco de la tierra nos llenaba de imprecisa angustia, nos entristecía en
una vitalidad mayor empapada de ansias vagas, hacia la luz, hacia el misterio,
hacia la vida… Nos parábamos en medio
del campo, y oíamos el latir de la sangre por las venas. Y entonces era más
destructora que en ningún instante la soledad, por los pobres caminos de pencas
y silencios que nunca supimos adonde llevaban ni salían.
LAS CALLES
A la tarde las niñas de la calle
Real se paseaban por la acera… Volvían los trabajadores del campo, andrajosos,
con olor de sudor agrio. Pasaban las carretas entre el agudo rechinar de los
ejes y el profundo resoplido de las yuntas, desprendiendo un pegajoso polvillo
de oro en el traqueteo de cada bache; las piaras de cabras o de cerdos
levantaban nubes de olor que hacían el aire casi irrespirable… pero las niñas
de la calle Real – Luisa, Aurora, Nieves, Micaela – seguían paseando, con sus
moños y trajes de señoritas, por la corta acera de los dos escalones.
No paseaban otras muchachas en el pueblo. Las de la calle Real parecían
reinas, con sus trajes de colores y los grandes lazos caídos desde la cintura.
Los campesinos las miraban un poco de reojo sin darles mayor importancia;
pensaban para sus adentros algo fundamental y sucio y guardaban silencio.
Pero ¿cómo iban a pasear las muchachas de otras calles? Sólo la calle
Real tenía aquel trozo tramo acerado y liso. Eran las piedras del tiempo de los
moros.
Por la calle de la Aurora, al final, se veía la inmensa marisma. Las
últimas casas, con techumbre humilde de pastos y bayuncos, casi se confundían
con la línea de tierra del horizonte. Cuando llovía, todo se inundaba. La
laguna de agua cenagosa llegaba hasta los mismos muros de las viviendas; y al atardecer, todo aquel contorno tomaba
una apariencia de postal japonesa, con las grandes techumbres de pastos
dobladas en el reflejo de la charca con verdina.
Íbamos por el Toledillo, calle de las Postas o la de Sacristanes. Las
niñas estaban en las puertas, tristes, sucias, despeinadas. Crecían entre los
animales y los aullidos desgarradores de las madres desesperadas por el trajín
y el agobio de la vida. Se quedaban mirando el aire con una fijeza de
visionarias. No sabían casi hablar… Los patinillos olían a plantas viscosas.
Había una calle… Sí; en la esquina de la calle de Homobono, el del
Refino. No sabíamos ni cómo se llamaba: por allí no pasábamos nunca. Era una
calle de mujeres malas. Allí iban los hombres, siempre borrachos y tambaleantes,
en grupos unidos por lacios manotazos insistentes y largos sonidos guturales,
gritando como pregones blasfemos e iracundos.
Todo el pueblo refulgente de cal. Y el dolor de vivir, la miseria, la
grosería humana resaltaban más siniestramente contra esos fondos lisos, puros,
de las paredes inmaculadas.
Cada calle su expresión distinta. En la calle del Duro, el tufo a cuerno
y pezuña quemada por la presencia cercana de la casa del veterinario; en la de
Cantarranas, el ruido metálico, puro, de los golpes del herrero; por el
Campillo, la jara quemada y el perfume a pan caliente de las panaderías… Pero
nuestra calle predilecta era la del Paraíso. ¿Por qué? No lo sabíamos. Sí,
quizás sí… Desde allí se contemplaban en la lejanía los montes del mundo… Estaba
debajo de la alta torre de la iglesia. Cuando repicaban las campanas,
gritábamos fuerte al hablar y no nos oíamos.
En las esquinas de algunas calles, empotradas en la cal de los muros,
había viejas cruces de hierro a las que no sabemos qué manos piadosas colocaban
de vez en cuando unos humildes ramillos de flores… Pero la mayor parte de la
gente no sabía de Dios, ni del cielo ni de los santos. Y si no cometían más
disparates y atropellos era por Arriaga, el lento, robusto y temible cabo de la
Guardia Civil.
Por las calles últimas –casillas de barro y paja- un aire de puchero pobre, establo y yerba
verde. Los niños tiraban piedras al hedor del alpechín podrido. La vida se
hacía insignificante, inhumana. Daba miedo ver la expresión de algunos rostros.
Sí; sólo las niñas de la calle real paseaban por la acera, con grandes
moños sueltos, pendientes de las altas cinturas provocadoras.
LA ALEGRÍA
Iba desecándose lentamente el agua de la calle “Abajo” y la laguna
grande de “La Aurora”. Crecían visiblemente los días. Aún había luz de tarde
mucho después del toque de oración. Del campo llegaba un aire que encerraba en
su transparencia la pura alegría de la primavera. ¡Qué luz! Aquel sol amarillo
del invierno se hacía candela sobre los muros aún más blancos por la sequedad
de los nuevos vientos… ¡Qué pureza! Se desnudaba hasta el sonido: se oía más
lejos, claro, el grito o el canto de los últimos corrales.
El ganado había perdido el paso perezoso de la invernada. Retozaban los
potros por los postigos, relinchaban las yeguas en el prado con largos
temblores que se contagiaban al aire. Las cabras diableaban por muros y
leñeras. Un gran prodigio mudo estremecía la tierra. Ya no se encendían las
fogatas al atardecer.
Las muchachas sentían una dulce turbación que las ensimismaba
placenteramente. Y nosotros, ante el milagro de los campos que se cubrían de
flores, también nos creíamos más puros y divinos, como tocados por la mano y el
júbilo de Dios.
LA CASA DE DIOS
Había en el pueblo una iglesia
grande, la parroquia, y dos capillitas en los barrios. La iglesia mayor estaba
bajo la tutela de la Virgen de las Nieves. Y Cuando la familia de los Murubes
fue rica y adinerada, hicieron mucho por la majestuosidad del templo. Muy
modesta, por el contrario, con su techo
a dos aguas como una bodega, era la capilla de la Aurora; así como la de los
Remedios, al fondo de la calle Real, que lindaba con los campos y caminos de
pencales.
La parroquia tenía tres naves abovedadas, sostenidas por grupos de
columnas de mármol. Por la bóveda central más alta, corrían unas ventanas con
cristales de colores. Siempre colgaban las telarañas. Mientras los sermones y
las misas, cuando niños, seguíamos el paso de la luz vestida de colores –azul
pálido, verde, morado, que entraba por aquellos huecos. El sol bajaba a veces,
hasta la oscuridad de alguna capilla y se veía temblar en la sombra un polvillo
de oro vivo.
También de mármol era toda la solería. Qué fría en invierno; qué
agradable, llena de relumbres y brillos de patios, cuando la novena de la
Patrona, en el terrible agosto.
En la capilla de las Ánimas, el fuego del purgatorio, con hombres y
mujeres casi desnudos entre las espesas llamas, y un bosque de brazos clamando
hacia la altura. Pero el cristo más milagroso estaba en la capilla del
Bautismo. Era un Crucificado violento, renegrido, grande, adornado con cabellos
naturales. La colgadura de tela granate que lo defendía de la humedad
amarillenta del muro, aparecía cuajado de “ milagros” de latón suspendidos en
moñas de sedas muy gastadas.
El mes de María se celebraba en la capilla de la Aurora. Las azucenas,
las magarzas y los lirios en el altar olían hasta trastornar el sentido. Las
niñas, vestidas con velos blancos, decían “su verso” a la mitad del oficio
religioso, cuando acababan justamente los misterios del Rosario. Era el momento
más emocionante. En una mano el ramo de flores; en el otro brazo libre,
dirigido en triste mímica descompasada, según lección de Doña Sebastiana, la
maestra. Una tarde, Angelita Fernández, que era rubia y larguirucha como una
espiga temprana, dijo “un verso” tan largo y espiritual, que ya no pudo del
todo y se desmayó y rodó por los escalones del altar mayor, pálida, envuelta en
sus flores y túnica blanca, como muerta… Tuvieron que recogerla el cura y
algunas mujeres. Estaba rígida y traspuesta. Luego, durante la letanía, se la
oía llorar fuerte e incontenible, dentro, en las habitaciones del sacristán.
Todos los asistentes salieron de la capilla aquella tarde con un nudo en la
garganta. No se habló de otra cosa en todas las casas. Angelita vivía con una
madrastra muy joven y guapetona, y de la que en el pueblo se hablaban muchas
cosas…
Los Remedios era casi capilla rural. Entre los latines del cura, llegaba
a veces con inocente irrespetuosidad el gruñido de algún cerdo de los
corralillos cercanos, o traía el aire el sonido gozoso de un relincho
marismeño. Iban allí las gentes sencillas de los campos y mujeres arrebujadas y
oscuras en su mantón o la toquilla. En el porche, al entrar, nadie se detenía
ni saludaba. Luego, al salir, los hombres echaban tabaco y todos se decían con
voz recia:
-
Buenos días nos dé Dios.
Y hablaban de los mulos, de la granazón de las sembrados o del precio de
los piensos.
La iglesia mayor tenía cuatro campanas. La capilla de la Aurora, una esquila humilde de
tono cascado y tembloroso, como la voz de Angelita Fernández. La campana de los
Remedios se oía más desde el campo que de las calles del pueblo.
INVIERNO
Por las mañanas de enero, cuando la reja de los arados iba rompiendo la
tierra, del fondo de los surcos salía un humito corto, un tibio aliento que se
perdía entre las piernas de los yunteros. Todo el campo estaba congelado; y en
los charcos, en las lagunillas brillaba el espejo duro de los carámbanos. Si
caía una piedra, oíamos el chasquido de los cristales en los trozos helados.
Encendían candelorios de sarmientos y troncas de olivo. El olor del
tomillo y el romero hacía más familiar la distancia. Iban las cuadrillas de
mujeres a coger aceitunas. Todas con pantalones de hombre bajo las largas
blusas, y el pañolón reliado a la cabeza con un fuerte nudo bajo la barbilla.
Se parecían a las rusas que venían retratadas en las propagandas marxistas. Los
olivares se llenaban de risas y conversaciones: tenían algo de campos de
Américas con pitorreo de cotorras y papagayos. A veces, una copla andaluza,
solitaria en el silencio, ponía un latido humano en la inmensidad del cielo.
Cruzaban de un árbol a otro las altas escaleras. Temblaban los altos pimpollos,
cargados de fruto. Las manos y el aire olían a aceite verde.
Lluvia. El campo se quedaba sordo. Los horizontes se acortaban. No se
veían los montes, y, a veces, ni aun la torre del pueblo. Parecía que todos los
caminos estuviesen llenos de humo. El barro nos hundía en los surcos, nos
impedía el andar, nos aprisionaba correosamente, casi con propósito de
convertirnos en un árbol más con jugo de tierra, aires y lloviznas.
PUERTAS ABIERTAS
Había en el pueblo media docena de casas ricas, con recibidor y portón de
clavos dorados. El resto de las viviendas no lo tenían, y la puerta de la calle
abría directamente sobre el interior de la casa, a la pieza que por la misma
razón se llamaba “el portal”. Y estas
puertas y portones siempre estaban abiertos.
Había una total confianza en el prójimo. Y el único trámite para
penetrar en la vivienda ajena era la salutación religiosa:
-Ave María purísima…
Y contestaban dentro:
-Sin pecado concebida.
La gente pasaba al interior con respeto y llaneza. Hablaban de sus cosas.
Todas las puertas abiertas daban al pueblo un aire de gran familia
compenetrada y sin secretos. Sólo la muerte hacía que pasajeramente quedasen
entornadas las hojas de maderas a la calle, como luto y forzada ausencia del
mundo, impuesta por el dolor o el aciago destino.
Las casas eran, hasta las más pobres, limpias, blancas de cal,
resplandescientes. El cotidiano fregado de los suelos sacaba brillo a la áspera
arcilla de las solerías. Los metales de los aldabones, como de oro pálido.
Por el invierno, los portales olían a azúcar quemada, a alhucema en el
brasero. En las casas más humildes trascendía a la puerta el sano olor modesto
de los pucheros a la lumbre.
Sólo había dos casas en el pueblo que tenían los portones siempre
cerrados. La de Don Miguel el médico, y
la madrasta de Ángelita Fernández.
PATINILLOS
Después del portal con el dormitorio, el patinillo enguijarrado. Allí la
cocina, quizás otras habitaciones. Y al fondo, la cuadra y los corralillos para
las bestias.
La puerta del patizuelo se
ordenaba casi siempre en línea con la de la calle, de tal modo que al
entrar en la casa, relucía al fondo, tras la penumbra del portal, el maceterío
alegre del patio. Geranios, aspidistras, “varitas de San José”, arreboleras,
helechos… Todo cacharro roto, envoltura inservible a pieza de ajuar en avería
era utilizable como maceta. En algún arriate el jazmín, la caracola o la “dama
de noche. Por las paredes las pencas largas y esplendorosas de las “reina de
las flores” y las corolillas inocentes puntedas de negros de los “ojos de
Cristo”.
En el ángulo del patinillo, el pozo. Todos con los brocales deshechos
por la verdina y el roce duro de las cubetas. El cielo hundido en el agua
oscura, los culantrillos y líquenes chorreados por el terciopelo vegetal de las
paredes redondas, el eco largo de las palabras que allí se pronunciaban,
rodeaban de un entorno misterioso a todo el sector del patinillo.
-
Niño –nos decían siempre- , no te acerques al
pozo.
Y dábamos un rodeo como si de su interior cristalino pudiera surgir algo
que nos dañase.
Cuando iba llegando marzo, ya las tardes mucho más largas, todos los
patinillos se llenaban de un olor a Semana Santa lugareña: era que florecían
las “Varitas de la Virgen”. Más tarde, llegaba el resplandor aterciopelado del
geranio y los rosales…
Había una florecilla rastrera, multicolor y diminuta que allí llamaban
“pamplinas”.
LA ESCUELA
¿Qué edad tendría el buenazo de Don Damián, el
maestro? Era imposible calcularlo. Debió de ser así de viejo y triste toda su
vida. Con las deshilachada americana gris bastamente recosida por los codos,
los gastados pantalones de pana y las botas grandísimas, de elásticos, llenas
de arrugas y bultos…¡Pobre Don Damián! Estará en el cielo. Intentaba desbravar
con paciencia, que algunas veces se rompía en gritos, golpes de puntero o
coscorrones, a más de cincuenta salvajes…
La escuela era un largo salón, precedido de un patio y un corredor
larguísimo que venía desde la calle. En el patio estaba la casa de Don Damián.
Era viudo; allí vivían con él algunos hijos, todos grises y enfermizos, más una
cuñada, Sofía, que padecía de unas úlceras en la nariz y estaban tan acentuados
que, según decían los niños de la escuela, ya se le veían los huesos de la
calavera por el boquete de las llagas…
Nos agrupaban por edades. Los mayores aprendían las cuatro reglas y
elementos de Geografía e Historia Sagrada. Los medianos, el “Catón”. Los
chiquilicuatros, cartilla, curvas y palotes y cantar el Padre Nuestro. Los tres
grupos en rincones distintos, pero gritando a una vez y a pleno pulmón. Don
Damián iba pacientemente de un lado a otro: aquí enmendaba en la vieja pizarra
una equivocación de número, allí ponía en palabras la retahíla de cotorra con
que alguno gritaba el misterio de la Encarnación, en otro sitio perdía la
calma, y el puntero iba rápido desde los confines de España a la cabeza de
alguno de aquellos cerriles diablos.
Había peleas terribles. Comenzaban muy silenciosamente, con largos
pellizcos, inesperadas cargas de hombros, crueles pisotones. Y todo iba
remontándose en un fuego de miradas y dientes apretados, hasta que estallaba en
lucha a brazo partido, con maldiciones y bocados feroces, revolcándose por el
suelo. Acudía Don Damián y a punterazos limpios, donde podía, separaba a los contendientes.
A veces había incluso que mover las bancas, pues, en la ceguera de la lucha,
habían quedado prisioneros entre las patas y maderas. El castigo era estar de
rodillas, dos días, en la alta tarima del maestro, con una pesa de las de hacer
gimnasia en cada mano. El grosor de las pesas lo calculaba Don Damián en
relación a la violencia de la lucha y resistencia física de los penados. Pero
esta dura sanción no era muy temida: Don Damián olvidaba pronto a los
castigados y estos se entretenían, debajo de la mesa del maestro, en rodar las
pesas por el suelo, jugando a los carritos.
De vez en cuando, entre los
alumnos, pasaba Sofía que iba al corral a volcar los cubos de agua sucia.
Parecía un fantasma. Todos los niños la miraban con miedosa curiosidad, por ver
si en algún descuido de la morada toca podían verle las llagas y
desfiguraciones.
Más de la mitad de los asistentes a la escuela iban descalzos, con los
pies llenos de barro y arañones. Cuando el invierno, el brasero señalaba las
cabrillas en las piernas. A algunos parecía que le iban a saltar las venas.
Ya al final de la clase, todos juntos, cantábamos la Salve y el Credo.
Don Damián llevaba el compás dando golpes con el puntero encima de las bancas.
El ansia de acabar cuanto antes y salir a la calle iba aumentando
progresivamente el piadoso vocerío, de tal modo, que cuando llegábamos al
Poncio Pilato, ya aquello no era cante, sino descomunal berrea. Al “amén”, una
tropa de locos, entre gritos y empujones, salía por el largo corredor hacia la puerta.
Allí, momentáneamente reinaba un relativo
silencio: es que había cincuenta niños en las posturas más absurdas,
repanchigados contra el aire, a ver quién satisfacía cierta necesidad húmeda
más alto y más lejos… Como la escena ocurría todos los días dos veces, a las
doce y a las cinco, a nadie sorprendía tan grosero como increíble espectáculo.
Pero así era.
Yo no he podido olvidar en toda la vida a Juan Zaramalla Domínguez, mi
vecino de “Catón”. Descalzo y casi desnudo. El rostro tan canijo que al mirarlo
siempre me recordaba al galgo viejo de la casa de mis tíos. Un día me dijo que
en su casa apenas había que comer. Y yo le daba todas las tardes mi merienda de
pan y chocolate que él devoraba vorazmente, a carrillos llenos. El pobrecillo
no pasó nunca de curvas y palotes, y me acompañaba, sin decirme nada, hasta mi
puerta.
LOS ÁRBOLES
Había pocos árboles en el pueblo.
Los mayores eran los de mi casa. Un paraíso corpulento en el jardinillo del
fogón; una morera en el patio del palomar; y otra morera y una acacia muy vieja
en el corralón grande, junto a la cochera. No se le podía llamar árbol a la
adelfa rosa; pero también había adquirido una altura decomunal, allí junto al
portalón de la cuadra, al lado de la pila de beber las bestias.
Los árboles guardaban los mejores secretos de mi niñez. ¿Cómo podíamos
subir hasta aquellas ramas altas del paraíso, tan delgadas por la cima que al
menor viento nos mecía con suavidad deliciosa? Pues subíamos en un santiamén,
sólo a costa de algunos arañazos. Ya arriba ¡qué gozo! Veíamos todos los
tejados, la torre, los montes, la marisma, incluso los ganados y coches que
iban por los caminos lejos. A veces, nos buscaban por toda la casa y no nos
encontraban. Y allí, fundidos con los troncos y ramajes, llenos de olor de
savia lastimada por nuestro duro abrazo permanecíamos tanto tiempo, que hasta
los pájaros se familiarizaban con nuestra presencia y tornaban a posarse en los
pimpollos de los que habían huido.
Sí, había momentos en nuestra
niñez en que todo se resolvía subiéndonos a las altas ramas amigas. Y no creáis
que al afirmar tal cosa nos referimos a los incidentes menores de la vida… No.
Eran nuestras alegrías y nuestras tristezas las que nos solicitaba una mayor
amplitud de horizontes; contrastar la medida infinita de nuestra pena o nuestro
gozo con un horizonte desconocido y unos cielos ignorados, imposibles de hallar
en la clausura de los patios o en la cálida atmósfera de las habitaciones.
Infantiles huéspedes del aire, nos sentíamos alejados de la vulgaridad diaria,
cercanos de algo irreal y posible que aún no se nos descubría claramente en
nuestros sentimientos, pero que allí imaginábamos, dándonos la certeza de
nuestras esperanzas y el orgullo de nuestras fuerzas…
…¡Teníamos nueve años!
LAS CAMPANAS
A las tres de la tarde, desde la torre de la iglesia, el toque de
vísperas. Entonces era cuando comenzaba propiamente la tarde, y el ángulo de
sol por los patios ascendía lentamente hacia los aleros. No siempre se oían
igual las campanas. El viento las traía o las alejaba caprichosamente, como a
vuelo de palomas. Y había tardes en que jugaba con ellas tan locamente, que ya
sonaban puras o borrosas, lejanas o tan cerca que parecían rebotar,
palpitantes, contra las paredes de los patios…
Había la campana que llamaba a fuego, con toque monótono y urgente, la
campana “de vueltas” para la misa mayor y el repique general de las grandes
festividades – Santiago, la Patrona, Nochebuena, Sábado de Gloria… - La esquila
de los entierros, y la gorda, grave y profunda, que estremecía el aire de la torre
cuando la tañían. Para los “dobles” de muertos y las horas canónicas dialogaban
con mucha intención la esquila y la “de vueltas”. Al final del toque de queda
ponía también su toque final y redondo la campana gorda. Un solo golpe solemne,
que quedaba mucho tiempo meciéndose en la negrura. Ya, luego, la noche se
cerraba en sueños y soledades.
La más alegre era la campana vuelta. Parecía una muchacha loca. Giraba y
cantaba con tal entusiasmo que, a veces, que en el arrebato de su rápido
voltear sin freno, quedaba momentáneamente muda, ahogada en su propio delirio,
hasta que poco a poco, con más lentitud, recobraba el perdido resuello y volvía
a sonar con su clara alegría renovada e interminable.
El alma de cristal de la lluvia influía poderosamente en la voz de las
campanas. Sonaban más altas y breves, como si se olvidaran un poco de los
hombres y sólo concedieran en aquellos momentos su música celeste a los verdes
pasillos cambiantes del agua en el cielo.
Los repiques gloriosos en el pueblo tenían un eco de júbilo universal:
chillaban los chiquillos, los palomares levantaban las cortinas blancas de sus
vuelos en círculos, cantaban las aves por los pastizuelos… Pero si oíamos el
repique en la inmensidad del campo, nos angustiaba un poco aquella soledad tan
querida, y el pueblo nos parecía infinitamente más bueno y más lejano.
LAS HORAS
En el reloj del Ayuntamiento suenan las horas. Un momento antes de caer
el badajo sobre la campana, se oye el chirrido del mecanismo. Al comienzo, toma
la cuerda carrerilla y los golpes metálicos van aplastando los ecos del golpe
que antecede. Hay un momento en que cruje toda la máquina de la blanca
espadañilla, como si estuviera llena de latón oxidado. Sólo la última campanada
queda libre y limpia volando a sus anchas sobre los tejados y lejanías, como un
ave gozosa en la altura.
Pero las horas del reloj no rigen en la vida del pueblo: es el sol, la
luz. Por la mañana fría, al alba apenas, la salida cotidiana de los hombres hacia
el campo relinchan en tibio vaho las caballerías, gozosas por salir al aire
desde las cuadras y cobertizos. En las alforjas, el pan y el aceite para la
comida de la mañana. Luego, los pregones y gritos de los vendedores callejeros,
el guirigay de mozas y mujeres al mercado. Sobrellega muy luego un rato de
labores domésticas dentro de las casas, hasta que irrumpen a mediodía los niños
de la escuela. El pueblo es entonces femenino: los hombres están lejos, con la
tierra…
En la calma larga de las siestas ocurrían las tentaciones y los
disgustos. Era la soledad del mediodía, llena de puertas entornadas, dulces
coplas se mezclaban con el chirrido de las garruchas de los pozos, el hondo
runrún de las lavanderas en los fogones, haciendo la colada con agua de ceniza,
entre nubes de espuma de jabón, añil, y el retozo de los veinte años. Era la
sangre ciega por el instinto de la vida. Hacia lo oscuro de las cuadras, detrás
de los pajares, en los graneros, sobre montones de trigo o la alfombra rubia de
la avena. Cantaban los gallos por los corrales con agria lujuria contagiosa. Y
el tiempo parecía que se paraba en un atrayente aturdimiento que secaba las
bocas y derramaba calenturas por las venas. Sin cálculo ni caricia, de repente,
se rodaba casi con dolor en doble lucha inútil hacia un fondo amargo y temido,
pero inevitable. Era el demonio de la siesta que sacudía a la gente joven
llenándole los ojos de rebrillos, y la respiración de sofocos en los mudos
acechos estremecedores.
A aquella hora había más vida por los postigos que daban al campo que
por las puertas. En las calles sumidas en esta ausencia de mediodía, como noche
con sol, sólo Villarín, el panadero, con su linda jaquilla torda casi
amaestrada, ella sola de puerta en puerta, repartiendo el pan, los bollos, las
rosquillas, las crujideras… La compra se señalaba en una vara de acebuche, por
un fino tajo de cuchilla. Un tajo era media hogaza. Dos tajos cruzados en forma
de aspa, hogaza completa. Cuando ya tenía muchas señales de “la taja” –la
tarja, el palitroque- quedaba revestida de preciosos dibujos, como de
jeroglíficos egipcios. Los niños pedíamos para jugar las tarjas inservibles.
Vísperas. Comienza la tarde. Vuelven a salir los niños de la escuela.
Hoy no hay ningún entierro; no doblan las campanas. Comienzan a pasearse las
niñas de la calle Real. El sol pone amarillo los aleros de los tejados y el
lomo con verdina de los caballetes. Los jaramagos tienen su mejor momento de
luz: son de oro altísimo en la lumbre decadente del anochecer.
Va llegando la noche y con ella los hombres del campo. Con los hombres,
el ganado. Huele a hierba verde. Alguien canta solo en un fondo invisible. El
canto une la lejanía con la sombra. Los mozos, lentamente, -apenas si hablan-
se paran en la puerta de las tabernas o por algunas esquinas. Suena la oración.
Nos llaman de casa para rezar el Rosario.
Algún potrillo joven se descarriaba de las otras bestias, y subía,
retozón, por las aceras, como si fuera una más entre las niñas de la calle
Real.
LOS DESCONCHADOS
Era tan sabio Don Tiburcio que
sostenía una teoría científica sobre la cegadora blancura de las casas del
pueblo, en oposición a la teoría defendida por el grupo de la Botica. El
razonamiento del sabio podía resumirse así: las construcciones del pueblo, a base
de arenas, ya que todos estos contornos otrora – cuando decía “otrora” Don
Tiburcio se hinchaba momentáneamente como si se hubiera comido u pavo- otrora
playas del mar océano, requieren en los muros el uso frecuente de los
encalados, para formar con ellos una capa caliza que retenga la fácil erosión
del viento sobre las paredes… De ahí la ya la vieja costumbre de blanquear, de
encalar los sábados. Más que finalidad estética, la cal cumple aquí una
finalidad práctica de conservación y permanencia…
El pueblo, en efecto, tiene un blancor inmaculado. Muros, fachadas,
patios, aleros y caballetes de techumbres, todos cándidos y cristalinos como de
blanca nieve. Y un tapial, una casa con desconchones es señal de ruina o
abandono.
Muy pocas casas había en el pueblo que no relucieran así. Sólo los
corralones de la escuela que dependían del gobierno; alguna propiedad sin amo o
en pleitos familiares; y las casas de la calle de Homobono, allí por donde
nunca pasábamos, donde decían que estaban las casas de las mujeres malas. Sólo
aquí se veían desconchados, es decir, muros con llagas y costras, como si
estuviesen enfermos o podridos.
SOL Y LLUVIA
Finales de marzo, llovía y hacía sol. La avena, el trigo, a dos palmos
ya de la tierra, espeso y fuerte, con
una frondosidad que hacía trascender la densidad de la savia al aire y los
alrededores. Siempre sorprendía este cambio duro del invierno hacia la clara
primavera. Tras los chaparrones, volvía a salir el sol y los verdes tomaban una
calidad de temblorosa esmeralda viva.
El cielo, poblado de nubes lujosas, grisáceas o tormentosas, parecía más
inmenso. Y la alegría de la tierra se apasionaba con estos días de azul y
nubes. “Marzo pardo”, decían contentos los campesinos.
Cuando llovía y hacía sol al mismo tiempo, los chiquillos, en el pueblo,
cantaban coplas que hacían referencia a ciertas desconsideraciones del demonio.
Pero el campo estaba limpio, transparente, prometedor, como el aire inicial de
una caricia ilimitada y tiernísima.
Las nubes navegaban, majestuosas, a través de la inmensidad. Nubes de
nácar, montañas de nieves, gigantescas masas verticales –rosas, celestes,
violetas-, tras las que parecía ocultarse no el cielo azul de soles y los
astros, sino la eternidad de los ángeles, las vírgenes y el Padre Eterno.
II LA GENTE
DON ANSELMO
Don Anselmo parecía un cohete quemado. Alto, delgadísimo, como de
nervios y alambres, y siempre vestido de negro; calzón alto entallado, recios
botos de cuero, y chaquetilla corta. Nunca vistió otro traje, ni aun para ir de
ceremonias o quehaceres a Sevilla. La única concesión que hacía en su vestuario
en el dulce protocolo de su intimidad, era desprenderse de las espuelas. Cuando
llegaba al corral y se bajaba del caballo, corría un criado hacia él, y de
rodillas, con respetuosa velocidad, le descalzaba de los plateados objetos
castigadores. Renegrido de soles y solanos, agitanado de piel, más que persona
parecía sólo la sombra de su cuerpo.
¿Cuántos cortijos tenía Don Anselmo? La imaginación popular aumentaba
hasta lo imposible la fortuna del hacendado. Pero sí eran muchos. Labraba “El
Trobal”, “Maribáñez”, “El Salado”, “Cabrejas”, “Cabrejillas”, “Suerte Lozana”,
“Muapelos”… Además de “La Capitana”, “El
Letrado”, “El Molinillo” y otras huertas , tierras y olivares, bien de su
absoluta propiedad, bien por encargo de una parienta, Doña María ; que vivía
siempre en Madrid. Todas estas fincas y cortijos, en unión de las de sus
allegados, Don Felipe y Don Joaquín, constituían casi un estado dentro de la
baja Andalucía. La vista no alcanzaba lindes ni contornos. Desde las marismas,
hasta Utrera; y faldeando los montes, hasta Gibalbín… Cuando los años venían
bien los carros, bueyes y carretas despanzurraban los caminos con el peso de
tanto grano y abundancia…
A Don Anselmo se le veía poco por el pueblo. En las horas de más calor,
cuando el verano –luto sobre la cal blanca de las aceras- iba siempre con negra
prisa angustiada como a un deber misterioso e inexcusable…eran las mujeres.
Porque si las tierras y manchones de Don Anselmo eran difícilmente enumerables
por su abundancia, lo que ya no admitía posibilidad de cuentas eran sus hijos,
amores y aventuras… Lo decían los hombres en las tabernas, con cierto dejo de
admiración y de envidia: “Don Anselmo es caballo de buena boca. No se le va una
viva…” Señoronas de la corte; faranduleras de los escenarios veraniegos;
comprometidas de Sevilla que pernoctaban fugazmente en algunos caseríos de
fincas a trasmano; mozas de servir lugareñas, huertanas o cortijeras; fuertes
gitanazas errantes, más bellas aun por la aventura de su camino que por el
negror de los ojos o el descuido casi equino delas altas caderas, hechas a los
caminos y las dificultades.
Don Anselmo tenía en el pueblo un casino para él sólo.
Allí no iban más que sus amigos y los contertulios que él invitaba. Todo
pagado siempre. El vino llegaba en barrilillos especiales de dos arrobas,
enviados expresamente por los cosecheros amigos, de Jerez o de Sanlúcar de
Barrameda. Se hablaba sólo de toros, de
campos y de mujeres.
Un día hubo una apuesta. ¿Quién, tendido en el suelo boca arriba, junto
a un pajar de más de quince metros de altura, revoleaba la pesada piedra por
encima, y la hacía pasar al otro lado
del cerro de paja?
Don Anselmo con más de setenta años, fue el único que tuvo el ímpetu
para elevar la pesada piedra por encima del alto lomo de pasto. Esta muestra de
su brío, y el haber tenido un hijo, últimamente, de la viuda del teniente de
carabineros del término, “la Tenienta”, acabaron de dar a Don Anselmo una fama
casi mitológica. Mitología menor de marisma, riqueza y hombría.
En el casinillo siempre se sentaba en el mismo sillón lebrijano. Cuando
iba por la calle, la gente, desde muy lejos, se apartaba y le dejaba libre la
acera.
EL ALCALDE
Cuando mandaban los conservadores, el alcalde era Domingo Fraile, un
criado sabelotodo de la tertulia de Don Anselmo. Y cuando entraban los de “la
Borbolla”, Antonio Luengo, un filósofo algo irónico e incrédulo.
-¡Mundo, mundo…! –esta era la expresión habitual del alcalde
borbollista. Todo problema jurídico, información de pleito municipal o lío de
lugareña burocracia, lo resolvía Antonio Luengo con un largo silencio
acompañado de movimientos afirmativos de la cabeza, en demostración de que todo
lo comprendía y nada le asustaba. Y muy al final, con tono de generosa
desolación irremediable, acababa en su ¡“mundo, mundo!”, definitivo e
incontestable.
Y así terminaban todas las audiencias y sesiones.
Tenía fama d político travieso; lo que no le molestaba, antes al contrario,
procuraba mantener aquel prestigio de la astucia de sus artes, amparadas por
sus profundos silencios y por el breve escudo oratorio de aquellas dos
palabrejas pronunciadas siempre hacia una lejanía de reflexiones tan
enigmáticas como indiscutibles:
-“¡Mundo, mundo…!
Siempre con un palillo de biznaga en irritante permanencia entre los
labios, incluso cuando prorrumpía su apocalíptica frase resumidora. Y a ratos,
a más del eterno palillo, el cigarro en la otra comisura. Recordaba la boca d
un jabalí, armado de frágiles colmillos humeantes.
El liberalismo de Antonio Luengo consistía en que las tabernas de la
Plaza cerrasen una hora más tarde, en cierto admitido abandono en las cuentas
del “consumo”, y en permitir que se jugase al “monte” en el Casino…
-“Mundo, mundo…!
LA CURRUCA Y LA SEVILLANA
Como pasáramos por allí cerca y tal vez confiados en la inocencia de
nuestros pocos años, un criado descuidado nos llevó cierta tarde al Puente de
los Ratones. Era una alcantarilla grande bajo la carretera de Utrera, por la
que se podía pasar andando muy tranquilamente, a poco más de medio kilómetro
del pueblo. Tapaban con sucias cortinas y pedazos de sacos una de las entradas
del tunelillo, y aquello se convertía en una guarida de indecencias. El olor
puro del campo se contaminaba con el agrio de los vinos derramados ráfagas de
perfumes pringosos, calientes.
Aquella tarde había allí dos mujeres, “La Curruca” y “La Sevillana”
alguien preguntó por “La Mora”. Ellas rieron a carcajadas, llevándose las manos
al vientre, y contestaron al que preguntaba algo que no entendimos. Luego otro,
desde arriba, asomándose al techo de la alcantarilla, también solicitó a ”Petra
la de Gibraltar”. No le hicieron ni caso…
Allí quedaban ellas, renegridas de solanos, pintadas a grandes manchas,
con el carmín de los labios derretido y brillante, como manteca, en el sol
débil que caía. Enseñaban más que las piernas, hablaban con voz de hombre,
fumaban, escupían y cuestionaban con agresiva desgana la realización de su
negocio. El poniente arrancaba espadas de reflejos a los pedazos de los vidrios
de alguna botella rota sobre la arena y los yerbajos, y a la falsa pedrería de
los peines y zarcillos. Mientras quedaba luz de la tarde, los hombres
merodeaban indecisos por los vallados de las cercanías; luego, ya noche
entrada, las filas llegaban hasta los pencales. Había grescas, palabrotas y
manotazos. La oscuridad se llenaba de puntas de cigarro, empujones en la sombra
y blasfemias. La pureza de la vida huía a las estrellas.
En los carros del amanecer, desgreñadas, hediondas, “La Curruca” y “La
Sevillana” regresaban hacia la ciudad. Nosotros las veíamos pasar por la
carretera algunas veces y temblábamos con el temor de que las personas mayores
adivinaran en nuestros ojos todo lo que ya sabíamos de la vida.
GARCÍA EL MÚSICO
García era músico: tocaba el trombón en la debilucha banda festiva del
Ayuntamiento. El pito gordo, como decíamos todos en el pueblo.
García era destartalado de miembros, grande, forzudo. Como arrastraba,
lacio, los pies al andar, y era peludo hasta por encima de la nariz, tenía en
su apretada corpulencia algo de gorila aficionado al solfeo. Pero dentro de
aquella fealdad renegrida y monstruosa, había cuando miraba una lucecita blanca
y lejana dentro de los ojos hundidos, que parecía pedir perdón, con sumisión
canina, por algo que no sabía lo que era… Tal vez por el daño que nos causaba a
todos con el enorme estruendo de latones armónicos, horas y horas, al soplar por
la boquilla del pito gordo. En el fondo, tal vez García fuera un alma de poeta
encerrada en la más innoble cobertura de persona.
La vocación artística de nuestro músico tuvo origen militar. Algo sabía ya de notas y registros, que lo
aprendió muy de niño con los Padres Salesianos de Utrera, en la clase de
pobres. Pero ya mozo, sirviendo al Rey, vio que si aplicaba sus pulmones al
ancho pezón de los instrumentos sonoros, alguna ventaja obtendría en el
servicio de la Patria, que se presentaba para él duro y sin remedio, ya que,
siendo de caballería, además de soportar a cabos y sargentos, tendría que
limpiar muchos potrancos y amontonar basuras y estercoleras. Y músico fue.
Desde estos casuales comienzos de su carrera artística, hasta dirigir, como lo
hacía después, la banda de música del pueblo, había un trecho largo y de fácil
explicación, si se considera que lo que allí llamaban orquesta municipal
quedaba reducido a un tambor, no muy claro, un bombo, una corneta asmática, un
flautín gangoso y unos enormes platillos destemplados con los que tocaba y, al
mismo tiempo despachurraba moscas, Justino, el hijo del sacristán.
El Ayuntamiento no pasaba jornal a los artistas más que en los días que
actuaban oficial y públicamente, que eran contadísimos al año; y los pobres
músicos, para poder medio vivir, tenían que pordiosear sus misteriosas,
melódicas actividades con otras más ordinarias y productivas. Así, el buen
García, por su mucha fuerza y poderío físico, se dedicaba a la descarga y
transporte de granos, desde los carretones en la calle hasta los sobrados en
los pisos altos de las casas ricachonas. Podía con dos sacos de a fanega y
media cada uno, cruzados en aspas sobre los morrillos: maíz, avena, trigo,
cebada, garbanzos, yeros, arvejones… Pocos en el pueblo resistían aquel peso
brutal sobre los hombros, llevado limpiamente en visible equilibrio muscular
agotador, por escaleras estrechas, corredores mal pavimentados, y azoteíllas
inseguras. Cuando García pasaba, ciego e imparable, doblado bajo la tremenda
carga cereal, desaparecía momentáneamente la apariencia grotesca de su figura,
y adquiría por el esfuerzo concentrado y poderoso de todo su cuerpo una
grandiosidad animal, sobrehumana, casi mitológica. Era un dios menor que podía
mover mundos con sus enormes fuerzas de titán rudo y marismeño.
Terminaba su terrible trabajo mañanero, y después de almorzar, García se
sentaba en el portalillo de su casa, buscando un poco la luz de la puerta, y
comenzaba los estudios musicales. Descolgaba el enorme instrumento con una
delicadeza inesperada en la rusticidad de su figura, se sentaba en una baja
silla de aneas, oprimía contra sus huesos los brillantes metales, y tras unos
previos chupetazos a la boquilla, como un cordero que lame la ubre materna,
comenzaba a soplar por las enrevesadas tuberías armónicas y a hacer ejercicios
y variantes.
-Papu, papu, papu, papu…
El bajo retumbo del trombón corría por toda la calle y se perdía por las
esquinas.
Algunas veces íbamos a ver tocar a García. El instrumento, de cerca, nos
parecía mucho mayor. En su limpio reflejo amarillo veíamos la calle
entera, el cielo, los animales que
pasaban por la puerta, el campo, al
fondo, y nosotros, muy en primer término, monstruosamente desfigurados por la
curvatura de los tubos anchos y robustos como cuellos de caballos. García no
nos hacía el menor caso; apretaba su bocaza descolorida al pitorrillo, tomaba
resuello, y todo el enorme artefacto retumbaba poderosamente con una monotonía
de hipo, repetido hasta el desquiciamento.
-Papu, papu, papu…
Terminado los monótonos ejercicios preliminares, García sacaba de un
fajo de periódicos los mugrientos papeles de música, y comenzaba el estudio de
“la pieza de la velá”. Sin otro sonido que lo complementase o definiera, la
expresión musical del trombón tenía siempre apariencia de bajísimo lamento
bovino, de inmenso gruñido subterráneo que hacía vibrar los cristales de las
casas vecinas y que al entrar por los oídos de los que pasaban ante la puerta
los llenaba de cosquillas irresistibles. García, en un fervor de sus estudios,
rodeado de truenos, suposiciones y resoplos, no nos veía, ni escuchaba a su
mujer que a veces le gritaba para decirle algo…
Al cabo de unas horas, el titán melódico, más agotado por el esfuerzo de
sus pulmones que por la dura carga de los graneros matutinos, pedía la bayeta y
el “sidol” a su mujer y limpiaba hasta el calor del frote las anchas, tripudas
y robustas tuberías del enorme artefacto. Luego engrasaba las tres llaves del
sonido. Enfundaba la pitorra y, con sumo cuidado, volvía a colgar el
instrumento de la alta pértiga en la pared, más cerca de las vigas que del
suelo… García se sentaba melancólicamente debajo y se quedaba de pronto
dormido, extenuado. Parecía despatarrado, en el sueño, la tronca de un olivo que
respirase.
Cuando ya era casi de noche, aun se veían en los reflejos del pito
gordo, enmarcados por la puerta, diminutos y brillantes jirones del lejano
atardecer. García dormía profundísimamente, tocando ahora en trombón interior y
cascado de sus pulmones entre resoplos y ronquidos.
LA NARDA
Vísperas de carnaval llegaba
Joaquinillo Pizarro a mi casa.
-Ahí está el demonio- decía tía
Modesta. Y todos nos quedábamos estupefactos ante los gritos, revuelos,
contoneos y chascarrillos de aquel hombre que hablaba, se reía y accionaba las
manos y los brazos como una mujer.
-Dios me ha hecho así, Doña
Modesta. –Y la señora se quedaba un momento desconcertada, sin argumentos para
la contestación, hasta que la gravedad del rostro se descomponía en sonrisa
incontenible por los mohines, torcimientos de ojos y melindres del mariquita.
Era grandote y con la voz cascada. Parecía que el aire se ponía amargo a
su alrededor, como esas flores venenosas que enrarecen el ambiente de un olor
pegajoso y nauseabundo. Era un desván lleno de cajas, altas sombrereras,
trastos inservibles y antiguallas. Olía a alcanfor y a piel de becerro que
forraba algunos baulillos, cortos y estrechos como ataúdes para niños.
Pizarrillo lo revolvía todo en un instante. Venía a comprar la ropa
inservible. Se probaba enaguas, blusones, peinadoras, refajos, sombreros… La
risa de las criadas se extendía por toda la casa. Y sobre la risa de todas, los
gritos alocados del mariquita, las invenciones de escenas momentáneas según la
prenda que se ceñía, las alusiones rapidísimas a nombres y circunstancias que
desconocíamos y que algunas veces, en su crueldad, avergonzaba a la inculta
servidumbre. Algunas mozas se tapaban los oídos y hacían como que se iban; pero
volvían nuevamente a la bulla y al insólito espectáculo con una vaga excitación
que las encendía y las sofocaba.
Con todos aquellos trajes viejos, rotos y llamativos, Pizarrillo
organizaba su comparsa de Carnaval. Hacía alistamiento de “mariquitas” por
todos los alrededores, y eran varios días de bailoteo, cante, jarana y
escandaleras. Todos vestidos de mujeres. A Lebrija, a San Fernando, a Chiclana…
-Estas son las fiestas del
diablo- repetía tía Modesta cada vez que asomaba por las esquinas el griterío y
el escándalo de la comparsa. Toda la chiquillería del pueblo iba detrás con
chivatas, latones y cencerros. A veces, si algún mariquita se apartaba del
grupo lo corrían por la calle a palos y pedradas, como si fuese un animal
descarriado. Y todo terminaba en confusión de ayes con voz de falsete,
palabrotas y canciones que hacían referencias a las debilidades y vergüenzas de
algunos vecinos.
Pizarrillo entraba y salía mucho en casa de Don Anselmo. Desapareció
varios años del pueblo. Lo veían desenvolverse en las noches de Sevilla;
dijeron también algunos que iba y venía en trajines a la capital de España, y
que hasta había ido a París de Francia algunas veces.
Cuando acabó su edad de oro, volvió al pueblo ya avejentado, gordiflón y
con algunos ahorrillos. Traía un apodo: “la Narda”. Ya no volvió nunca más por
mi casa, y muchas gentes del pueblo dejaron de tratarlo. Esta hostilidad
aumentaba lo agrio de sus gestos y palabrería. Hacia la carretera, al paso de
los coches y viajeros, gastó sus ahorros en montar una venta. Él guisaba y
otros de su misma escuela atendían al servicio. Todos con zarcillos y nombres
famosos: “la Imperio”, “la Asustá”, “la Chelito”… Allí recalaban nocturnamente
coches de Sevilla y otros sitios. Corría vino y guitarreo. Cuando hubo que
poner nombre al establecimiento, “la Narda”, dijo:
-Lo más grande que haya…
La venta de “la Narda” se llamó “El astro mundial”
Tía Modesta, siempre que íbamos o volvíamos del campo, ordenaba al
cochero dar la vuelta por el camino del Molino, a pesar de que los baches y
fangos, para evitar el cruce ante la venta de “la Narda”.
LA MACARIA
“La Macaria” amortajaba a los
muertos. Era una mujer seca y larguirucha, que vivía solitariamente en una
casucha del final de la calle Real, cerca de la capilla de los Remedios.. allí
hacía de sacristana. Tenía una voz estridente y bronca, y andaba, hombruna, a
grandes y duras zancadas, como si bajo las abundantes enaguas y refajos
ocultara unas piernas de endurecida madera.
¿Por qué “la Macaria” se dedicaba a aquel tristísimo oficio? Nadie lo
sabía. Era una especie de vocación fúnubre, quizás una penitencia confusa y
misteriosa. Porque no le hacía falta aquella dura tarea para su vida. Poseía un
manchoncillo, que ella también personalmente sembraba, escardaba y recogía
–uvas, tomates, calabazas_ . Y en su
pobreza, no tenía que mendigar ni necesidad de recurrir al duro oficio del
trato con los cadáveres.
Parecía como que misteriosamente preveía cuando la guadaña de la Canina
iba a segar alguna vida. Si “la Macaria” rondaba por alguna calle, ya la gente
tenía la certeza de que por allí iba a pasar el soplo helado de algún último
suspiro mortal.
Se asomaba, a veces, al portal de mi casa para anunciar que vendrían a
recoger “la mesa de los muertos”. Era esta una larga mesa, guardada allá cerca
del postigo, en el último corral, y que tradicionalmente pedía la parroquia
para depositar sobre ella los ataúdes, en los “gori, gori” solemnes por las
esquinas de las calles, en los entierros de primera clase. Llegaban los
monaguillos a recogerla sobre la hora de vísperas. Y nosotros, desde lejos, con
cierto temor confuso, presenciábamos la escena –la mesa de los muertos bailando
contra el horizonte del postigo a hombros de chiquilicuatros-, todo envuelto en
un sol despiadado y trágico.
“La Macaria” llegó a hacer de su
fúnebre oficio casi un arte, del que se envanecía. A las mocitas y los mozos
que iban por las calles, hasta llegar a la iglesia, con los ataúdes destapados,
los peinaba y hacía rizos y bucles abrillantados con una mezcla de agua espesa
con pipas de membrillos; los empolvaba y arreglaba para que pareciesen guapos,
aún por encima de las heladas palideces.
Muchas noches, en nuestros sueños de miedo, se nos aparecía “la
Macaria”, verdosa, renegrida y larga como un sarmiento achicharrado con ácido
corrosivo.
LAS FUENTES DE LA SABIDURÍA
¡Era sabio, o no, el secretario del Ayuntamiento? La opinión pública del
pueblo en esta cuestión, como en muchas otras, aparecía visiblemente dividida.
En la reunión de la Botica, que era de las más serias y autorizadas, guardaban
siempre sobre este tema un silencio tan unificado, que ya dejaba algo que
sospechar por su continuada firmeza. En el casinillo de Don Anselmo no
preocupaba aquello en absoluto; allí al Secretario se le concedía, sin reparos
ni limitaciones de ningún tipo, la máxima cantidad de sabiduría que podía caber
en un pueblo, y sobre todo, el Secretario de Ayuntamiento. No era contertulio
habitual de aquel Olimpo. Pero si pasaba por la puerta y se hallaba sentado en
su lebrijano trono el Júpiter marismeño, era el propio Don Anselmo quien le
llamaba afectuosamente con su negro vozarrón autoritario, y mandaba al criado
que le sirviese café o vino, según la hora. Y siempre le soltaba con machacona
naturalidad la repetida preguntilla:
-Qué, ¿sabe ya donde espichó el
cura?
El señor Párroco de entonces sí creía en la sabiduría ejemplar del
ejemplar funcionario; pero oponía a esta culta suficiencia algunos prudentes
reparos. Así, por ejemplo, la tarde que le agradeció desde el púlpito, cuando
la solemne novena de la Patrona, un tierno romancillo que había aparecido con
su firma el “El Correo de Andalucía”, el buen sacerdote, en paternal
observación, advirtió la vigilancia celosa que había que guardar con todas las
lecturas, “ya que el demonio de Lutero tenía emponzoñadas las fuentes de la
sabiduría”.
La mayoría de los feligreses no entendieron ni el romance, ni lo que
quiso decir el cura. Pero los más espabilados o envidiosillos sacaron la
conclusión que el secretario debía ser algo hereje en sus escrituras y que al
bueno del Párroco no se le había ido por alto.
La verdadera academia incondicional y entusiasta de Don Tiburcio era la
del Correo. Allí se reunían a esperar que llegase la correspondencia el Juez,
el Veterinario, el estanquero, algunos criados de casas ricas, y un cobrador de
Contribuciones muy redicho y leído, que enseñaba en el casino, presumiendo de
hombría, las novelas de Felipe Trigo. El secretario era el primero que leía la
prensa. Comentaba las noticias de mayor interés, y en lo político, hasta se
permitía a veces no estar de acuerdo con la letra de molde. Cuando esto
ocurría, los concurrentes guardaban un silencio dificilísimo, cargado de dudas
e interrogaciones. ¿Qué sabían ellos de la política de Don José Canalejas o de
las razones de Don Valeriano Weyler? Pero cualquiera se atrevía a decir algo,
con la labia y el palabrerío tan fino que Dios había otorgado a Don Tiburcio…
Una tarde nos enviaron a recoger unos papeles a casa del sabio. Estaba
allí metido entre sus libros y cuadernos, con falsa apariencia seria que nacía
sólo del descuido de sus barbas y vestidos, pues era fácil, bonachón y
complaciente a cualquier solicitud o petición. Ante nuestra curiosidad infantil
por algunas piedras que guardaba en una vitrinilla de pino sin pintar, nos
contó de historias: eran fósiles recogidos por él en pozos y alcantarillas del
lugar. Hacía muchos siglos, el mar océano ocupaba todos estos contornos. El
pueblo no existía. Aquellas conchas, aquellas almejas, aquellas algas, terrosas
como corales sin brillo, lo atestiguaban totalmente…
En la biblioteca de Don Tiburcio lucían tres retratos entresacados de
algunas revistas ilustradas. Uno era de Don Antonio Maura, con gesto de orador
magistral; otro de Don José Echegaray, tocado con una enorme chistera, a la
puerta del Banco de España en Madrid. El tercero era Don Santiago Ramón y
Cajal: aún muy joven, se asomaba con noble y mundanal tristeza al mundo
infinito de su microscopio…
La fama de sabio del Secretario oscilaba un poco en el pueblo, como el precio
de las aceitunas. Pero por aquellos días había conseguido un alza
importantísima: se la dio el cometa Halley, “bárbaramente –como él decía-
llamado por algunos la estrella de rabo”…
Sabía de todo: de política, de fósiles, de cometas y de genealogías… Sí;
aunque no quisieran algunos de los concurrentes a la tertulia de la botica, a
pesar de las prudentísimas reservas del señor Cura, Don Tiburcio, el secretario
era, lo que se dice, un verdadero sabio.
LOS VAGABUNDOS
¡Esos pobres por los caminos del campo!... No parecen de carne; más bien
de tierra o de sarmientos renegridos… ¿Adónde van? No piden, ni escuchan, ni se
paran, ni hablan… Los atrae ese sendero que sólo sabemos que existen cuando los
vemos a ellos caminar por allí, con una rara decisión en su pereza de
horizontes… Andrajosos, vestidos con retales, semidesnudos, caminan solitarios
o en grupos familiares, con un perrillo escuálido que, a veces, ya no puede
seguir de hambre o fatiga, y sube a los hombros del vagabundo, uniendo las
suciedades con las lacerías.. ¿De dónde vienen? ¿Qué final de camino persiguen?
Siempre que nos encontramos a los vagabundos por los caminos del campo,
nos quedábamos en el umbral de una duda muy característica, que la vida, luego,
nunca nos ha borrado. La gente los temía o los evitaba. A nosotros nos
inspiraban respeto y simpática inquietud. Vivían tan pegados al barro y a la
basura de la tierra, que les costaba trabajo alzar la vista hasta la altura de
sus semejantes. Y cuando desaparecían por los caminos, la soledad se abría
nuevamente gozosa, porque ellos, sin querer, la lastimaban con su tragedia de
silencios.
TÍA LUZ
Nadie sabía qué enfermedad aquejaba a mi tía Luz. Nadie…
Estaba tan buena y tan sana; iba y venía de un lado para oreo; se
asomaba al mediodía a la puerta y hablaba sonriente con los vecinos que le
preguntaban por sus eternos males… Y de pronto le entraban unos tiritones, se
dolía de punzadas agudísimas en las piernas, en el cerebro, en la espalda, y
con una grosería de carácter casi frenético había que meterla en la cama, pedir
con urgencia la visita del médico, preparar medicinas y paños calientes,
mientras ella armaba en la alcoba el numerito casi diario de la desesperación
de sus dolencias, entre lloriqueos y malos modos para con su hermana mayor,
Doña Modesta, que todo lo sobrellevaba con santa calma y resignación…
-Nervios, nervios y nada más que nervios –decía entre aburrido e
incrédulo Don Miguel, cuando salía del cuarto de la enferma.
Muy niños, este continuo sufrir de mi tía constituyó para nosotros un
verdadero martirio. ¡Cuántas veces pedíamos en la iglesia para que sanase,
rezando montones de padrenuestros, salves y benditos! Pero, por lo que se veía,
los nervios tenían más fuerza que nuestras piadosas peticiones. Tía Luz no
mejoraba nunca. Al crecer, la crueldad de la vida nos fue revistiendo poco a
poco, sino de la indiferencia antipática del médico, sí de cierto acomodo
espiritual con lo que parecía irremediable.
Ahora rezábamos menos y nos preocupábamos más. Era muy cierto que tía
Luz estaba enferma, que distaba mucho de ser una persona normal y corriente:
¿pero no existían con estas debilidades de su salud otras afecciones distintas
de las del cuerpo, que nuestra tía no sólo no hacía por apartar de su camino,
sino que, por misterio inexplicable, ella misma buscaba y sufría con un amargo
dolor que en su violencia aun le compensaba de no sabemos qué otros asuntos?
¡Ah! ¡Nunca sabrán las personas mayores hasta qué punto los niños son maestros
en la observación, en la cautela y en el disimulo!
Espiábamos infantilmente la vida de la enferma. Cuando le alcanzaba el
mal, con todo el mundo dialogaba entre destemplada e iracunda. La de soplidos,
groserías y cosas peores que aguantaba con resignación la buenísima de Doña
Modesta! Sólo había una persona libre de estas crisis y vendavales: el médico.
Cuando él estaba presente, la enferma adquiría un tono meloso y ridículo, lleno
de cursilerías y melindres. Hasta se preocupaba del peinado, de las arrugas y
los encajes de la amplia peinadora con la que se cubría para estar medio
incorporada en el lecho… También era una casualidad que siempre que ella se
asomaba a la puerta de la calle en los momentáneos y eufóricos
restablecimientos, coincidiera la hora del paso de Don Miguel hacia su casa… Le
retenía con una charla insignificante, de la que, prontamente, entre cumplidos
y disculpas, se escapaba el doctor, fingiendo esperas de enfermos inexistentes.
Por la tarde, todos en la casa rezábamos el Rosario. ¿Por qué al final
de la letanía, cuando comenzaban los Reginas, tía Luz se levantaba
irremediablemente y se iba a su cuarto? Tía Modesta, que guiaba las oraciones
arrodillada ante el altarito de la Virgen, reprimía con disimulo u gesto de
contrariedad. Siempre entornaba las puertas de la alcoba, lo que no hacía en
otras ocasiones. Luego se oía el abrir de una llave y el chirrido de las
maderas del cajón de la cómoda, justamente el de arriba. Seguían unos momentos
de silencio casi absoluto. Poco después, un leve ruido metálico o cristalino,
de algo con lo que se manipulaba rápidamente. A continuación, el agua en el
lavabo y el fregoteo de las manos con el jabón. Y tornaba a salir… Ya el
Rosario había más que terminado. Se sentaba en una silla baja de aneas junto a
la ventana del patio. Apenas hablaba. No estaba dormida, pero parecía como
traspuesta. Cuando decían que era la hora de comer, ni contestaba. Seguía
sentada en la silla, envuelta por las quieta luces grises del atardecer,
ausente, feliz, alejada… Luego, Pepa, su doncella, la llevaba a acostar como
sonámbula.
¿Qué enfermedad, ¡Dios mío!, qué males eran los que hacían sufrir a mi
tía Luz? ¡Pobrecilla! Callaba horrorosamente. Yo era el predilecto entre los
sobrinos. Siempre que había que llamar al médico o a ir a casa de Espinosa, la
cosaria, era de mi de quien se valía. Cumplíamos un mandato en un verbo. A
veces me apretaba las manos, me miraba fijamente y salía llorando sin motivo. Y
estas lágrimas se hundían en mi inquietud, en mi confusión interior, en mi pena
de niño que quería comprender ya todos los oscuros secretos de las almas y de
la vida. ¡Yo hubiera dado lo imposible porque tía Luz estuviera alguna vez sana
y contenta!
MARINA CARO
¡Otro aspecto del misterio, de los inexplicable de la amargura de vivir!
¡Marina Caro!
Marina Caro era la guapa del pueblo. Reunía junto a la pureza de sus
rasgos –ojos grandes, labios de finomy fuerte dibujo, cabello leonado-, esa
esbelta belleza de la figura que emparenta algunas manifestaciones raciales
andaluzas con los modelos de la antigüedad clásica. Parecía una diosa. Cuando
en su casa andaba de trapillo, desceñida y con el pelo suelto, recordaba
también –más delgada- a las odaliscas que bailaban en el grabado de Don Miguel
el médico.
¿Por qué nos daba miedo –y lo buscábamos con ansia en cada instante-
encontrar a Marina Caro? Era mayor que nosotros. La veíamos ir y venir por la
calle, por la plaza, cogida del brazo de otras amigas, pero siempre en un
extremo de la fila, porque los hombres se acercaban al grupo por hablar sólo con
ella… Todas sus compañeras quedaban un poco oscurecidas por la belleza de
Marina Caro; y el homenaje de piropos y admiraciones que provocaba el paso y la
presencia de la amiga, se lo repartían entre todas las del grupo, consolándose
así de una indiferencia que hubiera sido
insostenible al no ir acompañada por la gracia de Marina.
La vida era bella con sólo mirar aquella muchacha. Hay perfecciones que
logran tal fuerza de encantamiento por sí mismas, que excluyen como inútil toda
ayuda o colaboración ajena. Así Marina Caro. La vida adquiría toda su plenitud
y su gloria ajustándose rigurosamente a aquella esbeltez ágil y armoniosa, a
aquella risa inmotivada, a aquellas ondas de cabellos rebeldes sostenidos en
gracioso desorden por el ritmo del paso al andar y las sacudidas suaves de la
brisa.
Sí, la vida era bella y amarga. Porque cuando ya había pasado por la
calle Marina Caro, cuando a la tarde se alejaba con sus novios por las luces
dudosas del crepúsculo, surgía la clara e inmediata sensación de que el pueblo
se quedaba vacío, de que lo mejor de nosotros era la tristeza por recordar
aquel mundo concreto real y exclusivo de Marina Caro; sus piernas, su cintura,
el tono de su voz, sus pechos ceñidos, sus ojos cuando tornaba la mirada sin
volver el rostro y cambiaba las luces del día, de la tarde o de la noche según
la gloria de su naturalísimo capricho… Entonces nuestra soledad alcanzaba un
trasfondo amargo, una certeza inmediata y hostil de que todo cuanto nos rodeaba
era inexpresivo e hiriente. El mundo, la alegría, el gozo de vivir era sólo la
presencia , los ojos, el calor y la vida de Marina Caro.
ARCUÑA
¡Cómo se sostenía la faja “Arcuña”? Nadie podía comprenderlo. Le
rebosaba el vientre en forma de oscilante tinaja, mal cubierto por la sucia camisa,
y por debajo le daba varias vueltas al lío negro verdeante de la inquietadora prenda. Siempre se temía que
aquel oblicuo anillo de trapo oscuro relíado a la altura de los riñones con
especial torpeza, resbalaría en un
momento por los muslos, enredándolo y descubriéndolo en sus feas desnudeces…
Pero no: nunca ocurrió tal cosa. El secreto de aquella habilidad de equilibrio
era físicamente inexplicable.
Cegato, medio sordo, embrutecido, Arcuña dejaba s burra a la puerta y
entraba todos los días en mi casa. Se asomaba al portón del zaguán y ofrecía a
gritos su vendeja de granos. Sin esperar contestación a la oferta, volvía a
salir a la calle, murmurando sus ideas en torpes medias palabras.
-¡Doña Modestaaa…!
Mi tía contestaba sin levantar los ojos de la costura:
-Buenos días Arcuña.. Dime lo que sea desde ahí y no entres, que dejas
toda la casa oliendo a demonios…
Y desde la puerta “Arcuña” deletreaba tartajoso, mirando hacia el rincón
de la pared, el trasiego de cereales que aquel día lo ocupaba.
-Ahí traigo nueve fanegas de avena y media cuartilla de garbanzos “mu
tiejno mu tiejno” de los de su pariente don Anselmo…
El precio lo daba siempre en reales. Mi tía contestaba maquinal y
afirmativamente. Que si compraba, era sólo por darle al buenazo de Arcuña el
mísero jornal de los corretajes. Que así
favorecía la bondad de Doña Modesta a muchos necesitados del pueblo.
Arcuña bajaba el grano del serón de la burra, y lo subía a esportillas,
trabajosamente, hasta los graneros. No se preocupaba nunca por cobrar. Sus
mezquinas ganancias y poquísimos dineros era Doña Modesta quien lo
administraba: que los inviernos eran largos y allí estaban los billetes más
seguros que en ninguna otra parte.
¿Qué hacía Arcuña cuando terminaban sus corretajes mañaneros? Ni lo
sabíamos ni podíamos imaginarlo. Iba siempre solo con su burra, no tenía
amigos, no se le veía por las tabernas ni en los corrillos en el respaldo de
las esquinas. Era un hombretón inofensivo, entregado a sus pensamientos y
pobrezas, quizás un poco retraído por su condición física, y a quien todo el
mundo saludaba con un “adiós, Arcuña” cariñoso, pero con cierto matiz piadoso,
distinto del saludo que se le daba a otras personas. Él iba así por su mundo de
poco más de un metro, que era lo que alcanzaba a ver con sus ojos legañosos, no
sabemos si desgraciado o feliz, con la enorme barriga desbordada, arrastrando
las chancletas malolientes, en su constante monólogo incomprensible, siempre
hacia su soledad pobrísima e ignorada de todo el pueblo, seguido sólo y de lejos por su burra que le obedecía
calladamente como entrañable sombra fidelísima. Muchas mañanas Arcuña no tenía
mercancía que vender. No obstante, llegaba al zaguán de casas, gritaba el
cascado vozarrón con el nombre de mi tía, y, sin esperar respuesta ni diálogo,
tornaba a salir a la calle, a su soledad, a su monólogo eterno y a su burra.
Un día le preguntó Doña Modesta:
-Arcuña, ¿tú estás bien con Dios?
La miró mucho con los ojillos vidriosos:
-¿Por qué no voy a estar bien con Dios Doña Modesta?
Y al contestar iniciaba con los labios algo que quería ser sonrisa, eco
de la satisfacción que le producía aquel interés cariñoso de la señora.
-¡Qué cosas pregunta la señora
Modesta!...
Una mañana llegó como siempre Arcuña al rincón del zaguán, y dio su
acostumbrado saludo desapacille y brusco. La tía Modesta observó un matiz
extraño en el tono extraño en su voz; levantó los ojos de la costura, y miró
desde lejos a Arcuña. Hubo un silencio raro, hasta que el pobre hombretón
rompió en un griterío de resuellos, hipos y lagrimones, llevándose las manazas
a los pucheros del rostro, mientras exclamaba huyendo con su pena, dura y
torpe, hacia la calle y hacia el campo…
-¡Que se me ha muerto mi burra
esta noche de un dolor! ¡Que ya no tengo a nadie en el mundo más que a usted,
Doña Modesta!
III.
LA VIDA
LA SIESTA DEL FAUNO
Estaba repantigado en el sillón de la alcaldía el enigmático y profundo
Antonio Luengo, cuando llegó hasta él una mujeruca del pueblo, envuelta en el
negro mantón, encendida de exclamaciones y colérica de gestos:
-¡Señor Alcalde, señor Alcalde,
que esto no se puede aguantar…!
La autoridad municipal, ante la decisión y la angustia de la inesperada visita, se incorporó un poco
en el butacón de la presidencia, mudó de lugar la biznaguilla que tenía en la
boca, y adoptó la postura misteriosa característica de su manera de entender la
política.
-¡Sí, que no se puede aguantar…! ¿Pero no sabe usted lo que ha pasado?
¡Pobrecita mía!... Ayer, sí, ayer por la tarde, venía mi Juana del manchón, por
el camino de pencales… Mi niña está como una rosa de abril y no porque sea yo
su madre, ¿sabe usted? Sí, venía con Antoñita la de la Hilaria… De pronto, se
encontraron con Julianillo el de las mulas… Sí, el zagalón grandote ese, el hijo
del mulero de Don Salvador… Ya a mí me habían soplado ¡ay! Que se tenían
querencia… Le dijo no sé qué a la niña. Y despreciando la compaña, la arrempujó
contra el vallado y la deshonró por el cuerpo… Volvió la niña a mi casa
llorando, que daba pena verla… Se le oía la respiración hasta por las
paletillas. ¿Y usted cree, Alcalde, que ha pasado algo?... Como si no hubiera
ocurrido nada: allí está en la Plaza Julianillo el hombrón, paseándose tan
tranquilo, como un caballo padre…
El Alcalde escuchó insensible la grave y delicadísima denuncia, y
resumió toda la violenta escena con su habitual ideología tan liberal como
desconsoladora..
-“¡Mundo, mundo…!”
SEVILLA
Íbamos a ver la Virgen… ¿Qué acontecimiento era más importante y causaba
mayor alteración en el origen riguroso de la casa, la Navidad, la Semana Santa
o la Virgen? Desde luego, la Virgen, porque nos obligaba a trasladarnos a
Sevilla.
Desde los primeros días de agosto comenzaban los preparativos. La
costurera nos arreglaba ropas y camisas. Todo se nos quedaba chico de un año
para otro. Las criadas no daban abasto para tanto trajín. En el cuarto de la
plancha la faena era interminable. Se oía durante la siesta el suave ruido
hondo de los negros hierros ardiente y limpísimos sobre las blandas tablas
protegidas con mantas y bayetas. A veces, los anafes, casi al rojo, crepitaban
en una alegre explosión de chispas saltarinas y fugaces… Todos los roperos se
abrían en la búsqueda de prendas y de trajes. El olor del alcanfor se unía a
una ansiedad creciente, angustiosa y alegre al mismo tiempo… Íbamos a Sevilla a
ver la Virgen.
También por las cuadras y cocheras trascendían las prisas y
preparativos. Joselito engrasaba ruedas, ejes y correajes. Brillaban los finos
barnices amarillos de las ruedas del coche con una leve rayita negra en el
centro de los radios. En el guadarnés, los aparejos de lujo aparecían limpios y
suaves, correosos en la perfumada elasticidad del cuero bellamente recosido con
pespuntes de bramante claro. En los collerones, un punto de luz
resplandeciente, purísimo, por cada cascabel. Parecía que fuesen fantásticas
gargantillas de sol y de música. Si lo sonábamos, cerrábamos los ojos y veíamos
el campo y los caminos.
Tía Modesta se vestía su traje de
seda negra, y todos mis hermanos el de marinero. En las gorras, con oro pálido,
los nombres gloriosos: Carlos V, Lepanto, Méndez Núñez…
En la hacienda del Rosario, merendábamos. Antes de llegar tía Modesta
nos hacía severas advertencias y nos recordaba cómo había que saludar a las personas
mayores. En Dos Hermanas variábamos de carruaje: allí subíamos al coche que nos
enviaba madre desde Sevilla. El campo, en esta segunda parte del trayecto, iba
perdiendo poco a poco la majestuosa soledad transparente con que rodeaba a
nuestro pueblo. Cuando pasábamos el Guadaira, ya cerca de la Palmera, tía
Modesta abría su maletín, sacaba su mantilla de blonda, y se la colocaba
elegantemente sobre la noble cabeza encanecida. Momentáneamente la extrañábamos
un poco, y ella también parecía un tanto desconcertada… Y todos nos sonreíamos
sin saber por qué. Estábamos en Sevilla.
Ya casi de noche llegábamos a la casa de mi madre, en el barrio de San
Lorenzo. Había que pasar por muchas calles. Todo nos asombraba: la longitud de
los paseos, el río, los barcos, la Cristina, los tranvías, los sombreros de las
señoras, más de dos o tres curas reunidos y, sobre todo la espesura humana de
la Campana en el desemboque de la calle de la Plata y la de Sierpes…
Casi al amanecer nos vestían, nos peinaban, nos engalanaban. Íbamos a
ver la Virgen. ¡Qué altísima la Giralda! ‘Qué gentío! Llegaba la tropa. Todo
nos sobrecogía. La aglomeración humana adquiría límites increíbles. ¿Cuántas
gentes había en Sevilla? Todo el mundo llevaba en la cara y en la voz la
esperanza d una felicidad celeste. Todo el mundo invadido por una prisa gozosa.
¡Ver la Virgen! Daban las ocho en la plaza de oro. Se producía un silencio
total. Oíamos hasta el paso de la brisa mañanera. Toda la catedral, al sol, era
retablo. ¡Allí estaba la Virgen! Sí, sentada como en visita en sillón de oro.
Allí estaba sonriente, mecida con suavidad humana, con el niño de Dios, su
hijo, sobre las faldas… Sonreía y aliviaba las penas del mundo. Tía Modesta
lloraba: lloraba todo el mundo con una alegría de piropo, confianza y oración
muda. El niño de Dios parecía un gitanillo de los campos. Se reía con cara de
travieso y quería escaparse de los brazos de la Señora para jugar con todos los
niños de Sevilla… Se le notaba el deseo en el piececillo levantado.
Tía Modesta contenía su religiosa emoción y nos obligaba a rezar una
salve que se fundía en latidos de Giralda. Todo era un clamor de corazones y
miradas. Y el aire estaba lleno de lejanías, distancias, barrios, pueblos,
riberas y llanuras de espigas y amapolas.
Detrás del cortejo el Cardenal de Sevilla. El bueno, el humilde, el
caritativo y angélico Don Marcelo Spínola… La gente le quería y le rezaba,
feliz y gozoso, como un niño encanecido en virtudes.
Veníamos a Sevilla a ver la Virgen. El mundo, las personas, nosotros los
pequeños, todos éramos más buenos desde aquel día. Y dentro del alma, con los
besos de mi madre, con las lágrimas de tía Modesta, con la felicidad unida de
la muchedumbre, con el repique de la Giralda, se formaba una intimidad
indefinible de esencia honda de Sevilla, una confianza celestial que nos
acompañaría ya toda la vida, que nos salvará en la muerte…
¡Veníamos a Sevilla el quince de agosto a ver salir la Virgen de los
Reyes!
LA PIRÁMIDE VACÍA
Colocaba el ladrillo o la olambrilla sobre la paletada de cal y con el
cabo del palustre daba luego una serie de golpes, templando con suavidad
cariñosa, hasta que el oído le decía que todo había quedado perfectamente
sólido y adherido… “Para colocar bien una solería hay que saber hasta de música”.
Porque Pepe Nieto era mucho más que un albañil: era un artista y, sobre
todo, un hombre de carácter y aventuras. Siempre callado y trabajador en su
oficio; pero por la tarde, en la taberna, a cuestionar, a definir, a contar
imaginaciones y aventuras agrandadas por el calorcillo del mosto.
-Blanquear, blanquear… la gente
cree que eso es muy sencillo y que todo el mundo sabe hacerlo. Pues no y no.
Blanquear bien tiene, ¡qué diantre!, como todas las cosas del mundo, su aquél y
su misterio… El paso de la escobilla ha de hacerse por igual y casi seco,
mojando sólo lo preciso, y a todo el viaje que alcancen los brazos… Así se
evitan las lágrimas y los chorreos que luego los acusa el resol feísimamente…
Sí, Pepe Nieto era un albañil, pero raro y mentirosillo. Los vasos de
vino que bebía todas las tardes habían de ser cinco: ni uno más, ni uno menos.
Y cuando estaba en su trabajo, que no le hablasen, porque no contestaría ni al
mismísimo Padre Santo de Roma que viniera a encargarle una faena. De este silencio
en el ejercicio de su trabajo se desquitaba muy mucho, luego, contando
invenciones de casos extraordinarios en los que él siempre había intervenido
por su natural valentía en los riesgos del oficio.
-Estaba yo una vez en el fondo de
un pozo de más de ochenta metros de hondura, cuando me salió un bicho así de
grande, una ballena…
El no tener allegados ni familia le permitía a Pepe Nieto su gran
rareza, su genialidad: labrarse en vida la sepultura. Había comprado el terreno
en el cementerio, y los domingos y otros días de descansar, allí se entretenía
en construir su enterramiento. En el caprichoso y libre ejercicio de su
maestría, la obra había adquirido con el transcurso de los años, una solemnidad
monstruosa. Zócalos de azulejería, columnas de ladrillos labrados en talla,
cornisas atrevidas, bovedillas llenas de dificultades técnicas… Aquello era ya
un mausoleo en regla, que en la humildad del cementerio lugareño “descollaba
–la frase era de Don Tiburcio- como la pirámide de un faraón en el pequeño desierto
de las marismas…” Allí gastó gozosamente sus ahorros de su vida. Hasta
mármoles, farolas y herrajes complicados harían rico y lujoso su paso y
estancia por la otra vida…
¡Pobre Pepe Nieto! Un día fue a un quehacer en Sevilla, lo trompicó el
tren al bajarse en la estación, y murió en el acto, por la fractura de los
huesos de la mollera. Nadie reclamó su cadáver en el departamento anatómico. Le
dieron sepultura en la enorme fosa común de la ciudad…
La monstruosa pirámide del camposanto lugareño espera en vano la fría
llegada del pobre Faraón de los palustres…
CREPÚSCULO Y AMOR
Al volver del campo hacia el pueblo, por los caminos de los alrededores,
veíamos parejas de novios que se alejaban lentamente, hacia los recodos de los
pencales, por donde los caminos solitarios adquirían en la luz del crepúsculo
un violento color de lirios y violetas. Y siempre estos encuentros fortuitos
nos llenaban de un particular nerviosismo.
Luego, sin que pudiéramos explicárnoslo, todo lo que nos rodeaba nos hería
con una extraña violencia. Era el color rojo de las flores del geranio sobre el
blanco purísimo de las paredes encaladas; era el piar intenso d los gorriones
en el cielo del patio del atardecer; la lejanía dudosa del sonar de las
campanas en la torre, al toque de oración; las muchachas que se paseaban,
lentas, por la acera de la calle Real; una copla que por encima de los muros y
corrales ponía temblores en el espacio…
Nos dominaba una melancolía profunda, una como pereza dulce por la
sangre que desembocaba en un deseo triste e imperioso: ver desde lejos la
hermosura de Marina Caro. Oir su voz, adivinar sus ojos, sentir sus pasos
inconfundibles por la acera de la puerta de mi casa…
Y nos ensimismábamos con esa profundidad que tienen los sentimientos
primeros, en una idea –ser novios de Marina Caro- que por imposible de todo
punto, nos asfixiaba sentimentalmente y nos hundía hasta la soledad
aniquiladora de las lágrimas.
LOS PÁJAROS
¡Qué guirigay forman al atardecer los pájaros en la celinda, en el
jazmín celeste, por el maceterío del patio! Parece que todos se cuentan las
aventuras del día que acaba. Hablarán de los cielos infinitos de la marisma,
del diferente verdor de las huertas, de la fina soledad plateada de los
olivares, de las tierras azules y broncas de la serranía lejana… Forman una
música casi agria a fuerza de píos y revoloteos. A veces, un ruido imprevisto
los asusta, y el zumbido espeso de la desbandada momentánea deja el patio
vacío, sordo, como si lo llenara de pronto la luz y el atardecer de otro día…
Pero poco a poco, retorna el piar en revoloteo de ramas a cornisas, de tallos a
pimpollos, de aleros a macetas, mientras el crepúsculo va acortando los grises
del día que muere, entre gorjeos, alas oscuras, o ya casi en sombra, temblor de
hojas removidas por el sueño del coro saltarín y bullicioso, ahora invisible
pero palpitante, entre las ramas y las flores vagamente nocturnas.
LA ORACIÓN
Al sol puesto tomaba nuestra casa un aspecto singular, porque volvían
los trabajadores del campo. Entraban por la cancela grande del postigo, entre
chirigotas, canturreo por lo bajo y gritos a las bestias que con la querencia
de las cuadras se volvían retozonas. Fernando el manigero era el gobernaba por
aquellos dominios en que la casa confluía directamente con el trajín y la
briega campesina.
-Mañana hayque llevar esa mula al herrador.
-Tú, no te vayas sin ver a la señora Modesta…
-Niño, que no se rejunte el ganado en las pilas…
Joselito el de la huerta sacaba de los serones de su caballería los
canastos de fruta y las cestas de las flores. Cuando las criadas las llevaban
hacia la casa, iban dejando tras de sí una estela de aromas purísimos,
mezclados a la frescura de los parrones verdes o pámpanos de higueras con que
cubrían el colmo de las canastas… Ciruelas, manzanas, uvas, membrillos. Cada
estación su olor y gusto bien distintos.
El mulero llegaba de los cerrados de la marisma. Siempre se traía a
dormir las crías a las cuadras “porque daba pena dejarlas al relente tan
tiernas”.
Antoñillo el de las cabras, “Palitos” el yegüarizo, los porqueros de la
“estacá larga”, Frasco el del manchón y su hijo José, el cochero, criado tan
dentro de la casa que parecía un sobrino más de Doña Modesta… Todos daban la
novedad y ocurrencia de la labor a Fernando el manigero, el cual les repartía
el pan y el aceite para la próxima jornada.
Por octubre, “el melero”, un castellano seco y anguloso que vivía solo
todo el año allá en el cortijo más alejado de la marisma. Llegaba para castrar
las colmenas, hacer el arrope y el dulce de la vendimia. No sabíamos ni el
nombre de aquel legendario individuo, aislado siempre en la soledad de su horizonte
infinito, y cuyas palabras, las pocas que pronunciaba, eran tan distintas en
todo lo que decían los demás trabajadores. Se encerraba con los lebrillos en la
despensa grande y parecía en su soledad laboriosa el claro fantasma de la cera
y la dulzura. Las abejitas ponían un zumbido de oro por el sol de las
ventanales. Una tarde lo encontraron muerto de varios días en el cortijo
distante. Lo trajeron en una carreta. No se le conocía familia ni allegados.
-Y creo que era de Soto, en Soria… -dijo Doña Modesta, pensativa, al
comentar la noticia con el manigero.
Todo aquel mundo bullicioso de la vuelta del campo, tenía un momento de
reposo y profundidad, cuando sonaban las campanas en la torre:
-¡La Oración! –decía Doña Modesta en voz muy alta para que lo oyesen
todos.
Quedaban momentáneamente paralizadas las faenas, los hombres se quitaban
las gorras y los sombreros tranquilamente, y todos escuchaban, entre el basto
pisar de las caballerías que seguían andando solas hacia la pila del agua, la
voz temblorosa de la dueña:
-El Ángel del Señor anunció a María y concibió por obra del Espíritu
Santo; Dios te salve, María…
El porquerillo de la estacada larga no sabía rezar y escondía el rostro
fingiendo que buscaba en el zurrón las pleitas de hacer tomiza.
LA ALACENA
¡Qué gran misterio, también la alacena de las medicinas! Estaba en la
sala de la costura. Empotrada en la pared y siempre cerrada, al abrirla muy de
tarde en tarde, despedía ese peculiarísimo olor profundo de cal virgen
andaluza, tan unido a lo mejor de nuestra vida. Sobre este fondo odorífero
racial resaltaban luego con esbeltez aérea los agudos espíritus de los botes
medicinales. Pocos: alcohol de 90 para las fricciones, ungüento amarillo y gasa
para las heridas, malvaviscos para los enfriamientos, el tubo de lata de los
parches y algunas hierbas y paquetes de vendajes y algodones… Esto estaba todo bien
visible “en la tabla de abajo”. Pero en “la tabla de arriba” era donde se
alojaban los misterios. Ya allí no manipulaban
más que las personas mayores y con muchísimo cuidado. Nosotros nos
poníamos de puntillas y nos estirábamos lo imposible para mirar aquel cielo de
los prodigios… ¡Imposible! Hasta que un día –aún temblamos al recordarlo-
arrimamos una silla y lo vimos todo a nuestras anchas… Había un tarro con agua
amarilla, que nunca supimos lo que era. Estaba rodeado por una faja de papel
con muchos recuerdos de moscas, en el que aparecía una palabra estremecedora:
“Veneno”… ¿Quién usaría aquello? Había otro bote larguirucho, con niebla
azucarada por los bordes. Lucía un nombre celeste: “Eter”. Otro cristal pequeño y rechoncho muy abrigado por trapos
oscuros, dejaba leer por el gollete otra palabreja aguda y penetrante como un
alfilerazo: “Yodo”. Otro cristal con un líquido que debía estar compuesto de
almas de pájaros: “Colirios”. Más cajas condecoradas con tibias y calaveras:
“Sublimado”. Y muy hacia el rincón, como para nunca cogerlo, se veía otro
botellín del que una criada fantasiosa y novelera nos había contado no sé qué
cuentos de amores imposibles y
trágicos…”Laudano”.
Aquella alacena, en poco más de medio metro, encerraba para nosotros un
mundo de inquietudes y alucinaciones. Y aún recordamos, sin poder reprimir una
vaga emoción, la dulzura poética y agradabilísima que nos corría por la sangre
al leer el nombre de uno de los frascos allí encerrados: “Belladona”…
CÓMICAS Y TEATRO
Con el verano llegaban las cómicas. En el corralón del Molino viejo
montaban el escenario. Había unas cuantas filas de sillas de aneas, y separados
por unos palitroques, el resto del corral para la entrada sin asiento, a tres
perras chicas. Cuando eran cupletistas, no iban más que hombres. “La Narda”
revoloteaba mucho en todos los preparativos. Era amigo de todas ellas y las
llevaba y las traía constantemente de un lado a otro. Algunas noches no volvían
a la fonda; entraban por el postigo del campillo, a la casa de Don Anselmo.
Cuando se acercaban las fiestas de la Patrona, a mediados de agosto,
había compañía de comedias y dramas. Entonces iban algunas mujeres, al
espectáculo, no muchas. Todos los sábados, eso sí, cante hondo y guitarra. Era
lo que más gustaba luego, ya en la época de la vendimia, cuando corrían los
lagares y todo el pueblo agotado de sol y borracho de mosto, tenía como un
constante y dulce adormecimiento, volvían nuevamente las cupletistas.
Una vez cantó Don Antonio Chacón que pasaba temporadas en “Torres”, el
cortijo de Felipe Murube. Cantó de balde, “para que no presumiera de cantar por
malagueñas un soplapitos que había escuchado en El Coronil…” ¡Cómo lo escuchó a
él todo el pueblo amacizado aquella noche en el corralón del teatro! La gente
se arracimaba por los muros. Los olés y el griterío del entusiasmo rebosaban
por encima de los tejados, y el eco de las palmas se oía en los patios de todas
las casas. Aquel acontecimiento quedó grabado de tan imborrable manera en la
memoria del lugar, que aún se toma como referencia cronológica de muchas cosas:
“el año que cantó Don Antonio Chacón…”
Las cómicas sembraban en el pueblo una como obsesión angustiosa. En el
campo, en los corrillos de las calles, por las tabernas, no se hablaba más que
de ellas. Los campesinos las miraban pasar por la Plaza, entre hambrientos de
algo y atemorizados de otras cosas. Cuando se alejaban, surgían los comentarios
definitivos:
-¡Qué mata de pelo tiene la muy indina…!
-…Apaleando parvas en la era quería yo verlas, a ver si iban a tener
esas carnes tan reblanquías, como de leche retemblona…
-Pero qué bien puestas están todas estas tunantas.
La temporada de teatro acababa la noche de la representación de “El
crimen de Don Benito”
Morían en escena tres o cuatro personas. Nosotros no lo vimos nunca;
pero asistíamos al anuncio musical del espectáculo, que recorría al atardecer
todas las calles del pueblo.
Iba el pregonero anunciando la función y con él la banda de música que
dirigía García. Interpretaba algo que quería ser fúnebre y que sólo resultaba
escalofriante. Los dos ataúdes que habían de servir en la representación
escénica, se exhibían también en el cortejo musical. Y con los ataúdes, toda la
chiquillería del pueblo. Como era verano y el polvo llenaba las calles, una
nube densa envolvía el paso de tanta criatura, alrededor de la triste música
desafinada y de las fúnebres cajas zarandeadas a tironazos de un lado para
otro. Pero sobre aquel remolino irrespirable destacaba el zumbido del pito
gordo, el tono cascado del flautín, el redoble inacabable del tambor, la
corneta, y los platillos de Juanico el del sacristán. Y allá íbamos todos, peleándonos por llevar las cajas de
los muertos, entre sudores de basura, gritos, empujones y manotazos, por todas
las esquinas del pueblo, una, dos, tres veces, hasta que se hacía de noche,
hasta que el pito de García ya no sonaba, porque se atascaba con la polvareda
hecha barro con las babas de la boquilla, por los tubos, anunciando como la
mayor fiesta del mundo, como la diversión
más extraordinaria y agradable, el terrible y mortuorio dramón de pésimo
orden, “El crimen de Don Benito”.
EL REFINO
Asomarnos al Refino era como
hacer un viaje. Qué griterío en el mostrador, qué cambalache de dineros, qué de
hombres y mujeres aglomerados, comprando, pidiendo, preguntando, cuestionando,
tan espeso y vivo todo que parecía que aquello no era el pueblo sino Sevilla…
Sí; estar un rato en el Refino era como participar en una aventura deliciosa.
Primero había el mundo increíble de los olores. Junto a la puerta de
entrada, la barrica de los arenques. Aparecían ordenados como la esfera de un
gran reloj de Escocia, en oro y plata, cubierto por una gasa poco limpia para que
no lo picasen las moscas. Olía a rincón de puerto podrido. Poco más adentro,
las vasijas de carburo que asfixiaban los pulmones si lo olíamos de cerca. Del
techo bajaba otro olor peculiarísimo: el de las tripas para los embutidos en
las matanzas invernales. Sobre el mostrador, la guillotina angulosa de cortar el
bacalao. Y por los cajoncillos, alacenas y estanterías toda la sinfonía aguda y
humilde de los aliños y especias: anís, orégano, clavo, estoraque, alcanfor…
La ferretería formaba un techo de pulidos latones en rascaderas para las
caballerizas, cubos, escardillos, rejas, palas, almocafres, y multitud de otras
menudencias y artefactos cuyo uso y empleo desconocíamos.
Sección de tejidos: las sábanas de holanda fina para los casorios. El
“grano de oro” en la ropa blanca. Panas, crudillos, percales, lazos de seda,
mantones, toquillas. Oír rasgar una pieza de tela blanca producía escalofríos:
volaba –como en el arranque hacia el vuelo de una paloma invisible- un polvillo
blanco sobre la madera del mostrador y la vara de medir.
Envolver algo en papel de estraza, con rapidez ajustada y perfecta,
requería una maestría singular: el ángulo del último doblez, tras una vuelta
rápida en el aire de todo el paquetillo, se ocultaba como el pico de un pájaro
en las aberturas de los pliegues anteriores. Y la frágil envoltura adquiría una
calidad de cofrecillo vivo, de algo que respiraba un poco, porque el papel
crujía al esponjarse, como protestando contra la forzada hechura.
Los colores tenían su mundo
luminoso: ocres de tierras bravías, verdes fluviales y jardineros, grises de
nubes nórdicas.
¿Qué cosa no podría adquirirse en el Refino? Todo. Igual una máquina
para segar, que la mortaja para un muerto, o que el Mediterráneo azul en quince
céntimos de añil. Íbamos al Refino a vivir caprichos, necesidades, angustias y
alegrías humanas. Íbamos a soñar países y cielos lejanos. Algunos no
comprendían esto. Y hasta nos llamaban tonto los sabios de la Botica…
LOS EGIPCIOS Y LOS TOROS
No nos cabe la menor duda –decía aquella tarde Don Tiburcio en su
tertulia, mientras aguardaba la llegada del correo- de que esa modalidad lujosa
que tienen aquí al adornar el frontal
del yugo de los bueyes que tiran de las carretas, es una pervivencia egipcia.
Sobre todo, los colorines y geometrías que le echan, con tiras de trapos de
colores, moñas y otros perifollos puntiagudos. Lo mismo podríamos decir de los
dibujos a punta de tijera en el pelado de los mulos y borriquillos… Parecen
jeroglíficos y escrituras de aquel país
de las pirámides. Lo cual no nos debe producir sorpresa, dadas las peculiares
características geográficas de este pueblo. Todas estas marismas de Los
Palacios, sometidas en fertilidad y catástrofe al capricho y a las inundaciones
del Guadalquivir, plantean exactamente el mismo problema que el Nilo; sino que
allí lo regularon con esclusas, canales y obras de ingenierías, enormes y
complicadas, para convertir el territorio del delta en el más abundante granero
de la antigüedad. Cleopatra atraía a los emperadores romanos no sólo por la
magia de sus hechizos personales, que dicen eran muchos, sino también por el
oro cereal, anualmente renovado, de sus inmensos territorios, fecundísimos por
la industrialización del río. Día llegará en que lo mismo se haga con nuestras
marismas. Y este pueblo, si sabe estar a la altura de las circunstancias, podrá
ser una Alejandría interior, rica y floreciente…
-Y entonces “la Curruca” – interrumpió el cobrador de contribuciones,
que era tan leído como libertino- se llamaría “Sonnica la Cortesana…”
-Hay muchas cosas –continuó diciendo el secretario municipal ante el
asombro boquiabierto de su mínimo auditorio y sin hacer el más mínimo caso de
la interrupción del lechuzo-, hay muchas cosas que me afianzan en la hipótesis
de las influencias egipcias sobre estos parajes y contornos. Por ejemplo, el
culto y creencia de los astros. El tener buena o mala estrella es aquí de suma
importancia. También, el respeto al toro. Fijaros cómo en este pueblo, y por
todos estos campos y alrededores, se le da al toro un sentido grave que no nace
solamente del temor que inspira su bravura. Se le admira, se le observa, se le
ama confusamente y casi religiosamente. El toreo que aquí se practica por los
muchachos en esa trágica soledad de las marismas, sin público ni recompensa
alguna, sólo por el placer irresistible e inexplicable, quizás tenga también en
su origen remotísimo un móvil psicológico ancestral, ligado a esas influencias
que operan misteriosa e ineludiblemente
sobre la sangre de los hombres. Cuando yo veo esos grandes
“espurgabueyes” blancos que contra el horizonte infinito, planean lentos y
reposan con las alas entreabiertas, en difícil y elegante equilibrio, sobre la
cabeza de los toros marismeños, no sé qué rara estampa de la diosa Isis me
viene a la memoria, igual aquí que en aquellas lejanías del mundo y de la vida
de la antigüedad…
Se acercaba el carricoche del correo y Don Tiburcio paró su discurso.
Todos quedaron como mudos. El cobrador de contribuciones, que traía aquella
tarde una nueva novela de Felipe Trigo, no se atrevió ni a enseñarla. Algunos
de los concurrentes no entendían a la letra la parrafada histórica del
secretario, pero todos habían vivido por unos momentos un éxtasis arqueológico
confuso y agradabilísimo, hecho surgir por la sabiduría de Don Tiburcio de algo
tan vulgar como los cabezales con fantasías de las yuntas en los carretones, el
pelado de los mulos, y los toros solemnes, majestuosos, dioses en la inmensidad
de las marismas de mi pueblo.
EL ENTIERRO DE ANGELITA
Angelita, la niña que vivía en la última casa de la calle de la Aurora
–por donde ya se sale a la marisma infinita, y en el invierno, cuando las
riadas, entran las barcas de Coria-, Angelita, la que se desmayaba cuando leía
sus versos a la Virgen, ha muerto. Ha muerto ahora que todo el cerro del prado
estará lleno de lirios y campanillas blancas… ¡Pobre Angelita!
Era rubia de trigo y maizal de oro. Los domingos, cuando iba con las
demás niñas al pozo del almendro, prendía de sus trenzas triunfales un lazo
celeste, un lazo de seda celeste, el único de seda que tenía Angelita. Sus
amigas le encontraban semejanza –y ella se ruborizaba, humilde, al enterarse-
con la Virgen blanca y celeste que hay a la derecha del altar mayor de la
iglesia.
Se agrupaba el duelo en un portal, y por una puerta lateral, a través de
una cortina de encajes blancos, se entreveía una sala con un altarito
desordenado, la caja blanca donde entre flores estaba Angelita, y una
lamparilla de aceite, que ardía dudosa ente un cromo del Ángel de la Guarda.
Fuera, la tarde del pueblo iba formándose con plata de acacias y oros
declinantes. De la torre incendiada en amarillo de sol y cal, comenzó a caer el
doble por la niña muerta: tristes campanadas que el viento hacía opacamente
lejanas, o dolientes en la cercanía. Se unía el plañir de los badajos con el
oro del atardecer y con el triunfo verde de los campos que se asomaban adonde
las calles se deshacían, y todo el pueblo estaba lleno de la armoniosa tristeza
de la muerte. ¡Melancolía honda de la adolescencia tronchada sin un florecer de
músicas ni de fuegos!
Lenta y humildemente entre las silenciosas miradas de los campesinos que
por las esquinas de las calles esperaban, el entierro pasó. Los monaguillos,
con sotanas de paño rojo y roquetes manchados y quemados de cera, iban primero,
y, a escondidas del sacristán, jugaban por el aire con los altos ciriales. ¡Oh
los ciriales, de madera pintados de negro viejo, con los bordes de arriba en
amarillo y las velas torcidas y apagadas!
Seguíanle otros zagalones, algunos descalzos, mal ordenados y con las
velas también apagadas, y al final don Andrés el cura y el su acompañante.
blanca capa, por ser entierro de niña, lleva el párroco. Algo torcido de un
hombro, al andar, un pico de la capa va lamiendo el suelo y levanta una leve
polvareda, y aun a veces engancha y arrastra algún palitroquillo seco. El
acompañante, de gran corpulencia, muestra los pantalones bajo la destartalada
sotana y, caído sobre una ceja el bonete de verdoso negror.
Al paso de la pequeña comitiva, los campesinos descubren sus cabezas
quemadas del sol, con cabellos lacios que caen en flequillo angular sobre un
lado de la frente, y se incorporan y marchan hasta la puerta de la casa. La
tarde va ya palideciendo. El poniente comienza a preparar decoraciones de
atardecer para el sol, que ya apenas si queda agarrado a la tierra, ni aun a
los hilos de orillo de la pobre cenefa de la capa del cura.
Han llegado a la casa de Angelita. Don Andrés, a través de los cristales
de sus gafas torcidas, ha mirado la puerta, ha levantado el hisopo murmurando
unos latines, y en voz alta, luego, ha cantado un gorigori triste. Los
campesinos, enfundados en sus gruesos trajes de paño pardo con los dobleces del
arca –trajes que se hicieron para el casamiento, sirven siete veces en toda una
vida, y luego de mortaja- , forman un semicírculo en torno a la puerta y al
clero. Hay unos instantes de espera infinita al acabarse los latines. En el
malva de la tarde se esfuman todos los contornos. Caen lentas las últimas
campanadas y llegan por las ventanas llantos de mujeres.
Atormenta el silencio altísimo. En el zaguán se oyen unos pasos
arrastrados y desiguales, y entre cuatro sacan el ataúd de Angelita. Es blanco
y con las aristas forradas por cinta celeste. ¡Qué tristes sobre as cintas
celestes las cabecillas de las tachuelas que la tosquedad del carpintero dejó
sin cubrir!
Cura y sochantre han vuelto a entonar oraciones funerarias. Todos los
rasgos se van borrando en un gris oscuro. Al pater noster la tarde se deshace
en tristeza, y la comitiva inicia la marcha con rumbo a la parroquia.
Las calles por donde pasan quedan cegadas de melancolía, y rostros de
mujeres tristes se asoman a las puertas para ver el entierro que ha pasado, con
un rumor de conversaciones en voz baja y pasos a compás. De vez en cuando se
oye un responso que se pierde en el aire.
Han llegado a la iglesia: últimas oraciones, y allí quedan los
oficiantes, y sigue el ataúd, con su acompañamiento de campesinos, camino del
cementerio. Bajan la calle del alcalde y salen al campo, donde ya al anochecer
cuelga sus cortinas moradas. Atraviesan la carretera blanca que surca valiente
la marisma camino de Cádiz y del mar. Por entre huertos y pencales llegan al
camposanto. Un hombre que hay fumando en la puerta abre la cancela de entrada
que chirría. Entran todos. Al rato, salen ya en grupos y hablando en voz más
alta. Quedan aquellos alrededores en negra soledad. Comienzan las danzas de las
sombras por entre las arboledas y contra los vallados. Un cuervo grazna desde
un árbol. La noche prende en el cielo todas sus estrellas.
¡Oremos por Angelita la de las trenzas rubias, que no tenía más que un
lazo de seda para la tarde del domingo!
EL POSTRE AMARGO
Cuando hacían arroz con leche en el perol grande, amarillo y reluciente,
Milagritos nos llamaba a la cocina para que lo rebañáramos, una vez que lo
habían vaciado en las fuentes cartujanas en que los servían en el comedor. Era
uno de nuestros placeres infantiles.
Milagritos, la cocinera, llevaba muchos años en la casa; y esta larga
permanencia, unida a su mucha edad, le permitía ciertas confianzas y diálogos
con tía Modesta, que, aun con su bondad sin límites, era seria y reservada, ya
que siendo mujer tenía que gobernar a muchos hombres, campos, negocios y
desgracias familiares.
Una tarde de arroz con leche dialogaban tranquilamente en la cocina
Fernando el manigero y Milagritos. Yo rebañaba por allí mi perol, con tanta
calma y tan en silencio, que los dos criados viejos se olvidaron de mi
presencia.
-Créame usted señor Fernando
–decía la cocinera- ; la señorita Luz hubiera hecho muy requetebién en casarse
con don Tiburcio el del Ayuntamiento, que aunque no le dio el cielo mucho
ángel, es también un hombre de carrera y de leyes; y no emperrarse con ese tipo
del medicucho, cochino y sin religión, que la engañó y distrajo cuando joven, y
que ahora la esté matando y heredando en vida con tantas visitas y recetarios…
La enfermedad le ha costado ya más dinero que vale un cortijo…
El viejo Fernando movía la cabeza dándole la razón, se rascaba entre los
pelillos canos de la mollera, y hacía cálculos económicos para sus adentros.
Milagritos alcanzó de la estantería un limón reluciente, lo fregoteó en
el agua y comenzó a cortar tiras de cáscara, como de oro pálido.
-Y Dios quiera que no le falte nunca la Señora Modesta que es una santa…
Porque es que ya no hay quien la sufra. Cada día que pasa se le agrava más y
más el envenenamiento de esos polvos que le trae la cosaria… ¡Qué cosas, Dios
santo! Una mujer que se podía reír del mundo, rica, bien mirada, y ahí está la
pobrecilla metida en inyecciones y con las angustias de su vida. Porque la
señorita Luz ya ha cumplido los cuarenta…
-Nació el año de la riada grande –corroboró el manigero con campesina
seguridad en la referencia.
Milagritos fue adornando, primorosamente, con tiras de limón los blancos
platos del postre. Luego tomó la lata de la canela y ls moldes con dibujs para distribuirla con finura. Olía
a esencias toda la cocina.
-Pues a mí me han dicho, señor Fernando, que a la cosaria le puede
costar un disgusto el trapicheo de las medicinas que trae de Sevilla… Que eso
está más penado que el contrabando…
El señor Fernando levantó los ojos del suelo con aire de sorpresa.
-…Sí, sí, que yo me he enterado
muy rebien; que la señora Modesta no me guarda secretos…
Hubo un silencio durante el cual, cada uno de los interlocutores medía
la gravedad de lo que comentaban. Milagritos comenzó a espolvorear la canela a
través de los finos tamices.
...Que esas medicinas que toma la
señorita Luz son para que le den sueño y no sentir lo que pasa por el mundo. Y
que se está matando poco a poco con esos venenos…
Fernando se levantó sin hacer comentarios y echó a andar hacia la
cuadra. Ya llevaba mediado el camino cuando volvió sobre sus pasos, llegó nuevamente
a la puerta de la cocina y dijo así:
-El mundo, señá Milagros, está
más que desgobernado. ¿Sabe usted el runrún que había esta mañana por las
calles? ¿No? Pues que Marina Caro, la chiquilla de los Caros de ahí arriba, se
ha fugado anoche con el cobrador delas contribuciones… Que ha huido, sin
casarse, como marido y mujer, camino de Sevilla…
Milagritos, de la sorpres, comenzó a echar la canela fuera de los
platos. Luego resumió así:
-…Si ya lo decía yo que esa niña era muy noviera y que presumía demasiado
de sus hechuras…
¡Ay! El arroz con leche nos supo amarguísimo aquella tarde.
LOS CABALLOS
El yegüerizo nos llevaba algunos días a los cerrados de la marisma.
Avanzábamos tanto por la inmensa llanura que hasta se perdía de vista el
pueblo, el mirador de mi casa e incluso la alta torre de la iglesia. Entonces
estábamos ya como en un país lejano y
remoto. Por allí los terrenos llanos se ondulaban suavísimamente. Aparecían en
las mañanas de de abril y mayo revestidos por el color de las florecillas
silvestres, en tanta abundancia, que desaparecía la tierra, y el enorme suelo
era todo de margaritas blancas, de azules lirios olorosos, de florecillas rojas
o amarillas cuyos nombres desconocíamos. ¿Cuántas? Toda la tierra era flor, mar
de colores.
A mediodía, el sol intenso recalentaba la mullida extensión y subía un
vaho dulce y densísimo que se adhería a la ropa, a las manos, a la cara. La
brisa fingía oleajes en el perfumado colorido. Por los cerrados, los potros,
las yeguas, los caballos pacían flores. Miraban, -el fino cuello erguido-
mirando algo en el aire, que los hombres no podíamos ver en la inmensidad.
Corrían, piafaban, galopaban con las crines gozosamente sueltas. Las pisadas de
los galopes resonaban dobladas en eco contra el tambor de la distancia. El
relumbre del sol en los cuellos, en las ancas fuertes y ágiles, emitía puras
ráfagas de luces en la lejanía. Y a veces un relincho largo, lleno de notas
musicales y de vida, retemblaba en la vasta inmensidad, y parecía que la
marisma se angustiase por el deseo de un dios enamorado, casi celeste.
LA NOVENA DE LA PATRONA
Mediado agosto, la novena de la Patrona. Era la Virgen de las Nieves.
Qué contraste entre los solanos y recalmones del duro verano, y esta advocación de Nuestra Señora, pálida en el
oro del altar mayor, pequeñita, dulce, con sus negros cabellos naturales en los
que el fervor de la camarera pendía graciosamente una clavellina blanca o
celeste. Recordábamos por lejana y distinta la iglesia fría y húmeda, olorosa
de lentisco y monte verde, cuando las fiestas de la Pascua del Niño de Dios…
No; ahora la iglesia tenía un resplandor de mármoles que brillaban como
espejos, una frescura de patio que purificaba el primor de su frescura con los
brillos del sol, las sequedades, los agobios y las ventolinas asfixiadoras de
las tardes del alto verano.
Currito el organista hacía primores con la música. Mezclaba trozos de
“Aida” con la Marcha Real, aires de villancicos con el “Tantum Ergo”, todo
enlazado con el tejido melódico de unas arbitrarias y ruidosas escalas, algo
cojas porque algunos tubos del viejo órgano no respondía a tono o perdía el
aire del fuelle… Pero todo se salvaba en el acorde último, en un arrebato
místico-marcial, tan intenso y potente que toda la iglesia retemblaba de
vibraciones musicales y no dejaba en su escalofriante fuerza respiro para
percibir cojeras de solfeos ni melódicas arbitrariedades. Pisando el eco largo
de la improvisada catarata de arpegios, las niñas de la calle Real, con voces
temblorosas y tono de cañas secas, cantaban como con sueño –y el sueño era
fervor- las coplas tradicionales:
Dios te salve, Virgen de las Nieves´
admirable portento de Dios.
Dios te salve, Patrona querida,
danos siempre tu gracia y tu amor…
La mitad del último verso –“tu gracia y tu
amor”- lo repetía el coro tres veces, entre las escalas escalofriantes, cada
vez con tono más humilde de reverente súplica. Como las puertas del templo
estaban abiertas de par en par, la tarde campesina, el polvillo del oro de las
eras, los remolinos de la marea, entraban dentro del recinto sagrado, y jugaban
los religiosos remolinos de polvo de los cereales sobre el brillo reluciente de
los mármoles del suelo. Toda la vida lejana y dura de los campos en la cosecha,
se fundía con aquel temblor de voces humanas, celestes aunque sin armonía, que
rogaban de la Virgen diminuta su protección graciosa.
Desde el coro veíamos pasar las carretas de lentos bueyes, más
engalanados y vistosos que ningún otro día los frontales de las yuntas, porque
hasta allí llegaba el júbilo puro y sencillo de las fiestas de la Patrona.
GENTES DE FUERA
La llegada de un desconocido constituía el mayor acontecimiento en el
lugar. ¿Quién sería? ¿Qué le traería? ¿Qué buscaba por el pueblo? Había visitas
previstas y anuales. El vendedor de telas y tejidos; el de quesos manchegos,
con trajes de sucia pana y las alforjas rezumando aceite; los vendedores del
campo de Gibraltar; el velonero de Lucena, cubierto de metales como un ángel de
oro, irradiando luz, soles y rayos por el brillo de las siestas… Los veloneros
no pregonaban: sólo el tintineo acompasado de los platillos de metal, tan finos
y transparentes en su sonido que se oían
puros, aunque disminuidos a través de
muros y corrales, cuando ya iban por las calles más alejadas.
Una vez llegó Don Otto, un alemán rojizo como una mazorca, que iba a
poner la luz eléctrica. La instalación para las primeras palometas para los
cables de algunas calles constituyó un acontecimiento inolvidable entre chicos
y mayores.
A veces aparecían por el pueblo unos pájaros de mal agüero que sembraban
por todas las aceras y rincones el pánico y la discordia. Eran los lechuzos de
las contribuciones, los cobradores de impuestos y recargos fiscales, gente
agria de papel y pluma que ejecutaban los embargos y causaban la ruina de los
pobres.
Un invierno de los más crudos de lluvia apareció por el lugar un
personaje peregrino, grande y destartalado de hechuras, con los ojos azules,
dulces e infantiles, y que venía a cazar pájaros en las marismas. Era de
Noruega o de Suecia, un país lleno de nieves casi perpetuas, inconcebible, por
mucho que el viajero refería para los lugareños de nuestro pueblo. Cuando los
mozos o chiquillos en la plaza le decían que hacía mucho frío, él enseñaba su robusto
tórax solo cubierto por la fina camisa, respiraba fuerte, sonreía y decía que
tenía calor… Iba con los pateros a las lagunas más difíciles. No había caños ni
charcos que le atemorizasen. Conseguía collaretas, flamencos, ánsares y otras
aves de variadísima pluma. Por la noche, en la posada, las disecaba para
enviarlas a un museo de su país… Pero la gente en el pueblo dio en decir que
era brujo, y que otra cosa que no pájaros vistosos era lo que buscaba por
aquellos contornos.
Cuando el nórdico cazador científico y naturalista demostró, por la
experiencia de muchos días y aún semanas, que ya conocía el gusto de todos los
vinos del pueblo, y que sabía distinguir con precisión un caldo primerizo y
endeble de otro añejo y con cuerpo, la leyenda de la brujería cedió terreno
hacia una confianza abierta y llana, que a poco, le hacía acreedor a la mejor
carta de naturaleza en el lugar: la de tener un apodo… Le llamaron “Don
Limpio”.
La razón del apelativo, aceptado con reconocida unanimidad, causó al principio
gran diversión, sobre todo entre el gremio de las mujeres. Como en la fonda en
que se hospedaba no había baño, ni ducha, ni artefacto que lo sustituyera, y el
forastero era tan amigo del agua como del vino y la caza de pájaros, acordó una
higiénica estrategia con Frasco, el dueño de la posada. Todas las mañanas,
previo el toque de un gran cencerro para que la vecindad quedara en aviso y no
hubiera sorpresas escandalosas, el sueco salía al patinillo de la fonda casi en
traje de Adán, y Frasco, subido en una alta piedra junto al brocal del pozo, le
tiraba con medida violencia por morros y paletillas, varias cubetas de agua
limpia y fresca, acabadas de sacar de la hondura. Terminado el sanísimo y
pintoresco diluvio, el posadero repetía la prudente cencerrada y quedaba
restablecida la normalidad del paso por puertas, postigos, patinillos y
corredores.
“Don Limpio” se fue y volvió… Al cabo de pocos años terminó comprando
unas viñas por el contorno. Casó y fue felicísimo con una esbelta marismeña que
aun después de la boda, y siempre, siguió llamándole Don Limpio. Hoy es uno de
los cosecheros más acaudalados del lugar: “Witner-González y C.ª Mistelas y
alcoholes generosos. Gotemburgo-Los Palacios!.
El niño mayor de “Don Limpio” –moreno y de ojos celestes- dicen que
apunta para torero.
TRISTEZA
Paseaban solas por la Plaza las amigas de Marina Caro. Iban envueltas en
un silencio espeso y las gentes que las miraban no las veía a ellas: adivinaban
a la que se fue del pueblo con sorpresa y escándalo. Aunque hiciera sol, cuando
discurrían por las calles las tres amigas de Marina Caro, la luz quedaba un
poco viuda, parecía que la tarde se nublaba momentáneamente y que algo
imperceptible y depresivo llegaba a hacerse insostenible.
Llegaron con más alegría y concurrencia que en los restantes días del
año las fiestas de la Patrona, mediado agosto. Las fuerzas eternas y
elementales de la vida crecían en una dulce angustia de sangre calurosa y de
brillo en los ojos. Ciegos mensajes de la especie cuajaban un balbuceo de
frases entrecortadas, en palabras sueltas, hondas, cargadas de suspiros. La
tarde alargaba la venida de sus luces en el verano dormido, como un jardín de
largas promesas, eternamente renovadas. Todo el mundo lucía su traje nuevo.
Ahora, ya no pasean por la Plaza las amigas de Marina Caro. Se quedan,
solitarias, contra los quicios grises de sus puertas andaluzas. Les duele la
tarde en los ojos y en el misterio oscuro de sus días sin belleza, sin piropos,
sin alegrías.
LAS ERAS
Por agosto y septiembre las eras en el Prado, el lugar del pueblo
destinado para el ganado y para las eras. Subíamos a verlas desde la azotea de
casa. Todo aquel comienzo de la marisma que lindaba con el pueblo se poblaba,
como un belén inmenso, transitorios chozajos hechos con palos y techos de
pasto, rodeados de carretas, caballerías y montones de grano. A la tarde,
cuando se levantaba la marea, comenzaban los trabajadores a revolear las
parvas, ya deshechas por los trillos. De cada bieldo surgía una nube de oro. Al
trasluz de la tarde luminosa se veía claramente cómo el grano caía, a plomo,
hacia la tierra, y la paja volaba suavemente por el aire…
Había muchas eras. El sol, a veces, rebrillaba en las gavillas como si
fuera de cristal amarillo. Todo aquel mundo gozoso de la recolección se movía con ansia febril. Giraban
incansables, en círculo, los trilladores; los mozos apaleaban la avena o el
trigo; aquí llenaban sacos y espuertas; más allá cargaban en galeras, en
volquetes, en carretas de yuntas… Había que hacerlo así, con rapidez agotadora:
que por Consolación venían siempre golpes de lluvia temprana que dañaban las
cosechas si aún estaba el grano por el suelo.
Algunos labradores ricos daban las eras a destajo. Una vez murió un
trabajador en uno de estos agobios. No repararon en su falta los demás
compañeros, alejados por otros cerros de faenas y gavillas. Debió de ser una
cogestión, que aquellos días fueron de solano y pesaba el aire como vaho del
infierno, aún después de puesto el sol. Al cabo de algunos días, con trágica
sorpresa, sacaron al muerto casi a pedazos, de entre las pajas amontonadas a
gran altura por el viento de las mareas. Estaba horriblemente descompuesto. Lo
reconocieron -¡pobre Arcuña!- sólo por la faja renegrida liada sobre los
riñones.
PUEBLO LEJANO
…¿Lejano? ¡No! De acacia y sol, de risa y ternura, de azahar y
estiércol, de cal y matojos silvestres, agrio y dulcísimo a una vez, vivo,
presencia perenne en la felicidad de mis ojos cerrados y abiertos con gozo inextinguible
sobre aquella vida pobre y verdadera. Sí, siempre, aquí, en el tiempo sin horas
de la sangre, puntual y fidelísimo, única rama de mi vivir sin ocaso ni sesteo,
en inmutable y profundo verdor primaveral, hasta que Dios se sirva llamarnos en
paz y tranquilos, cuando quiera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario