sábado, 23 de enero de 2016

PUEBLO LEJANO -LA VIDA-



III
LA VIDA
La siesta de Fauno ......................................................... 127
Sevilla .............................................................................. 129
La pirámide vacía ........................................................... 133
Crepúsculo y amor ......................................................... 137
Los pájaros ...................................................................... 139
La oración......................................................................... 141
La alacena ....................................................................... 145
Cómicas y teatro ............................................................ 149
El Refino ........................................................................... 153
Los egipcios y los toros ................................................... 155
El entierro de Angelita .................................................... 159
El postre amargo ............................................................. ló3
Los caballos ..................................................................... 167
La novena de la Patrona ................................................ 171
Gentes de fuera ............................................................... 173
Tristeza ............................................................................. 177
Las eras ............................................................................ 179
Pueblo lejano …………….……………………………………………..181


III  LA VIDA

La siesta del fauno

Estaba repantigado en el sillón de la alcaldía el enig­mático y profundo Antonio Luengo, cuando llegó  hasta él una mujeruca del pueblo arrebujada en el negro mantón, encendida de exclamaciones y colérica de gestos:
-iSeñor Alcalde, señor Alcalde, que esto no se puede aguantar.. . !
La autoridad municipal, ante la decisión y la angustia de la inesperada visita, se incorporó un poco en el butacón de la presidencia, mudó de comisura la biznaguilla de la boca, y adoptó la actitud enigmática característica de su filosofía politicastra.
-iSí, que no se puede aguantar...! ¿Pero no sabe usted lo que ha pasado? ¡Pobrecita mía! ... Ayer, sí, ayer por la tarde, venía mi Juana del manchón, por el camino de los pencales... Mi niña está como una rosa de abril y no porque yo sea su madre, ¿sabe usted? Sí, venía con Antoñita la de la Hilaria... De pronto se encontraron con Julianillo el de las mulas... Sí, el zagalón grandote ese, el hijo del mulero de Don Salvador... Ya a mí me habían soplado ¡ay! que se tenían querencia... Le dijo no sé qué a la niña. Y despreciando la compaña, la arrempujó contra el vallado y la deshonró por el cuerpo... Volvió mi niña a mi casa llorando, que daba pena el verla... Se le oía la respiración hasta por las paletillas. ¿Y usted cree, alcalde, que ha pasado algo?... Como si no hubie­ra ocurrido nada: allí está en la Plaza Julianillo el hombrón, paseándose tan tranquilo, como un caballo padre...
El Alcalde escuchó impasible la grave y delicadísima denuncia, y resumió toda la violenta escena con su habitual filosofía liberal desconsoladora...
-«¡Mundo, mundo ... ! »
Sevilla

Íbamos a ver la Virgen... ¿ Qué acontecimiento era más importante y causaba mayor alteración en el orden riguroso de la casa, la Navidad, la Semana Santa o la Virgen? Desde luego, la Virgen, porque nos obli­gaba a trasladarnos a todos a Sevilla.
Desde los primeros días de agosto comenzaban los preparativos. La costurera nos arreglaba ropas y camisas. Todo se nos quedaba chico de un año para otro. Las criadas no daban abasto para tanto trajín. En el cuarto de plancha la faena era interminable. Se oía durante la siesta el suave ruido hondo de los negros hierros ardientes y limpísimos sobre las blandas tablas protegidas con mantas y bayetas. A veces, los anafes, casi al rojo, crepitaban en una alegre explosión de chispas, saltarinas y fugaces... Todos los roperos se abrían en la búsqueda de prendas y de trajes. El olor del alcanfor se unía a una ansiedad creciente, angustiosa y alegre al mismo tiem­po... Íbamos a Sevilla a ver la Virgen.
También por las cuadras y cocheras trascendían las prisas y preparativos. Joselito engrasaba ruedas, ejes y correajes. Refulgían los finos barnices amarillos de las ruedas del coche con una leve rayita negra en el centro de los radios. En el guadarnés, los aparejos de lujo aparecían limpios y suaves, correosos en la perfumada elasticidad del cuero bellamente recosido con pespuntes de bramante claro. En los collerones, un punto de luz iridiscente, purísimo, por cada cascabel. Parecía que fuesen fantásticas gargantillas de sol y de música. Si los sonábamos, cerrábamos los ojos y veíamos el campo y los caminos.
Tía Modesta se vestía su traje de seda negra, y todos mis hermanos el de marinero. En las gorras, con oro pálido, los nombres gloriosos: Carlos V, Lepanto, Méndez Núñez...
En la hacienda del Rosario, merendábamos. Antes de llegar tía Modesta nos hacía severas amonestaciones y nos recordaba cómo había que saludar a las personas mayores. En Dos Hermanas variábamos de carruaje: allí subíamos al co­che que nos enviaba mi madre desde Sevilla. El campo, en esta segunda parte del trayecto, iba perdiendo poco a poco la augusta soledad transparente con que rodeaba a nuestro pue­blo. Cuando pasábamos el Guadaira, ya cerca de la Palmera, tía Modesta abría su maletín, sacaba la mantilla de blonda, y se la colocaba garbosamente sobre la noble cabeza encanecida. Momentáneamente la extrañábamos un poco, y ella también parecía un poco desconcertada... Y todos nos sonreíamos sin saber por qué. Estábamos en Sevilla.
Ya casi de noche llegábamos a la casa de mi madre, en el barrio de San Lorenzo. Había que pasar por muchas calles. Todo nos asombraba: la longitud de los paseos, el río, los barcos, la Cristina, los tranvías, los sombreros de las señoras, más de dos o tres curas reunidos y, sobre todo, la espesura humana de la Campana en el desemboque de la calle de la Plata y la de la Sierpes...
Casi al amanecer nos vestían, nos peinaban, nos aci­calaban. Íbamos a ver la Virgen. ¡Qué altísima la Giralda! ¡Que gentío! Llegaba la tropa. Todo nos sobrecogía. La aglo­meración humana adquiría límites increíbles. ¿Cuántas gen­tes había en Sevilla? Todo el mundo llevaba en la cara y en la voz la esperanza de una felicidad celeste. Todo el mundo invadido por una prisa gozosa. ¡Ver la Virgen! Daban las ocho en la plaza de oro. Se producía un silencio total. Oíamos hasta el paso de la brisa mañanera. Toda la catedral, al sol, era retablo. ¡Allí estaba la Virgen! Sí, sentada como en visita en su sillón de oro. Allí estaba sonriente, mecida con suavidad humana, con el Niño de Dios, su hijo, sobre las faldas... Sonreía y aliviaba las penas del mundo. Tía Modesta lloraba: lloraba todo el mundo con una alegría de piropo, confianza y oración muda. El Niño de Dios parecía un gitanillo de los campos. Se reía con cara de travieso y quería escaparse de los brazos de la Señora para jugar con todos los niños de Sevi­lla... Se le notaba el deseo en el piececillo levantado.
Tía Modesta contenía su mística emoción y nos obli­gaba a rezar una salve que se fundía en latidos de Giralda. Todo era un clamor de corazones y miradas. Y el aire estaba lleno de lejanías, distancias, barrios, pueblos, riberas y llanu­ras de espigas y amapolas.
Detrás del cortejo el Cardenal de Sevilla. El bueno, el humilde, el caritativo y angélico Don Marcelo Spínola... La gente le quería y rezaba en vida como a un santo. El también rezaba, feliz y gozoso, como un niño encanecido en virtudes.
Veníamos a Sevilla a ver la Virgen. El mundo, las personas, nosotros los pequeños, todos éramos más buenos desde aquel día. Y dentro del alma, con los besos de mi ma­dre, con las lágrimas de tía Modesta, con la felicidad de la muchedumbre unánime, con el repique de la Giralda, se for­maba una intimidad indefinible de esencia honda de Sevilla, una confianza celestial que nos acompañaría ya toda la vida, que nos salvará en la muerte...
¡Veníamos a Sevilla el quince de agosto a ver salir la Virgen de los Reyes!












La pirámide vacía

Colocaba el ladrillo o la olambrilla sobre la paletada de cal y con el cabo del palustre daba luego una serie de golpes, templando con suavidad cariñosa, hasta que el oído le decía que todo había quedado perfecta­mente sólido y adherido... «Para colocar bien una solería hay que saber hasta de música».
Porque Pepe Nieto era mucho más que un albañil: era un artista y, sobre todo, un hombre de carácter y aventuras. Siempre callado y afanoso en su oficio; pero por la tarde, en la taberna, a cuestionar, a definir, a contar imagina­ciones y aventuras agrandadas por el calorcillo del mosto.
-Blanquear, blanquear... La gente cree que eso es muy sencillo y que todo el mundo sabe hacerlo. Pues no y no. Blanquear bien tiene, ¡qué diantre!, como todas las cosas del mundo, su aquél y su intríngulis... El paso de la escobilla ha de hacerse por igual y casi en seco, mojando sólo lo preciso, y a todo el viaje que alcancen los brazos... Así se evitan las lágrimas y los chorreos que luego los acusa el resol feísimamente...
Sí, Pepe Nieto era un buen albañil, pero raro y mentirosillo. Los vasos de vino que bebía todas las tardes habían de ser cinco: ni uno más, ni uno menos. Y cuando estaba en su trabajo, que no le hablasen, porque no contesta­ría ni al mismísimo Padre Santo de Roma que viniera a encargarle una faena. De este mutismo en el ejercicio de su trabajo se desquitaba muy mucho, luego, contando invencio­nes de casos extraordinarios en los que él siempre había inter­venido por su natural arrojo en los riesgos del oficio.
-Estaba yo una vez en el fondo de un pozo de más de ochenta metros de hondura, cuando me salió un bicho así de grande, una ballena...
El no tener deudos ni familia le permitía a Pepe Nieto su gran rareza, su genialidad : labrarse en vida la sepultura. Había comprado el terreno en el cementerio, y los domingos y otros días de holgar, allí se entretenía en erigir su enterra­miento. En el caprichoso y libre ejercicio de su maestría, la obra había adquirido con el transcurso de los años, una sun­tuosidad monstruosa. Zócalos de azulejería, columnas de la­drillos labrados en talla, cornisamentos atrevidos, bovedillas llenas de dificultades técnicas... Aquello era ya un mausoleo en regla, que en la humildad del cementerio lugareño «desco­llaba -la frase era de Don Tiburcio- como la pirámide de un Faraón en el pequeño desierto de las marismas...» Allí gastó gozosamente todos los ahorros de su vida. Hasta mármoles, farolas y herrajes complicados harían rico y lujoso su paso y estancia por la otra vida...
¡Pobre Pepe Nieto! Un día fue a un quehacer en Se­villa, lo trompicó el tren al apearse en la estación, y murió en el acto, por la fractura de los huesos de la mollera. Nadie reclamó su cadáver en el departamento anatómico. Le dieron tierra en la enorme fosa común de la ciudad...
La monstruosa pirámide del camposanto lugareño es­pera en vano la fría llegada del pobre Faraón de los palustres...










crepúsculo y amor

Al volver del campo hacia el pueblo, por los caminos de los alrededores, veíamos parejas de novios que se alejaban lentamente, hacia los recodos de los pencales, por donde los caminos solitarios adquirían en la luz del crepúsculo un violento color de lirios y violetas. Y siem­pre estos encuentros fortuitos nos llenaban de un singular desasosiego.
Luego, sin que pudiéramos explicárnoslo, todo lo que nos rodeaba nos hería con inusitada violencia. Era el color rojo de las flores del geranio sobre el blanco purísimo de las paredes encaladas; era el piar intenso de los gorriones en el cielo del patio del atardecer; la lejanía dudosa del sonar de las campanas en la torre, al toque de oración; las muchachas que se paseaban, lentas, por la acera de la calle Real ; una copla que por encima de muros y corrales ponía temblores en el espacio...
Nos embargaba una melancolía profunda, una como pereza dulce por la sangre que desembocaba en un anhelo triste e imperioso: ver desde lejos la hermosura de Marina Caro. Oír su voz, adivinar sus ojos, sentir sus pasos inconfun­dibles por la acera de la puerta de mi casa...
Y nos ensimismábamos con esa profundidad que tie­nen los sentimientos primeros, en una idea -ser novios de Marina Caro- que por imposible de todo punto, nos asfixiaba sentimentalmente y nos hundía hasta la soledad aniquiladora de las lágrimas.




Los pájaros

¡Qué guirigay forman al atardecer los pájaros en la celinda, en el jazmín celeste, por el maceterío del patio! Parece que todos se cuentan las aventuras del día que acaba. Hablarán de los cielos infinitos de la ma­risma, del vario verdor de las huertas, de la fina soledad pla­teada de los olivares, de las tierras azules y broncas de la serranía lejana... Forman una música casi agria a fuerza de píos y revoloteos. A veces, un ruido imprevisto los asusta, y el zumbido espeso de la desbandada momentánea deja el patio vacío, sordo, como si lo llenara de pronto la luz y el atardecer de otro día... Pero poco a poco, retorna el piar en revoloteo de ramas a cornisas, de tallos a pimpollos, de aleros a macetas, mientras el crepúsculo va acortando los grises del día que muere, entre gorjeos, alas oscuras, o, ya casi en sombra, temblor de hojas removidas por el sueño del coro saltarín y bulli­cioso, ahora invisible pero  palpitante, entre las ramas y las flores vagamente nocturnas.











La oración

Al sol puesto tomaba nuestra casa un aspecto singular, porque volvían los trabajadores del campo. Entraban por la cancela grande del postigo, entre chirigotas, canturreo por lo bajo y gritos a las bestias que con la querencia de las cuadras se desmandaban retozonas. Fernando el manigero era el que gobernaba por aquellos domi­nios en que la casa confluía directamente con el trajín y la briega campesina.
-Mañana hay que llevar esa mula al herrador.
-Tú, no te vayas sin ver a la señora Modesta...
-Niño, que no se rejunte el ganado en las pilas...
Joselito el de la huerta sacaba de los serones de su caballería los canastos de fruta y las cestas de las flores. Cuan­do las criadas las llevaban hacia la casa, iban dejando tras dsí una estela de aromas purísimos, mezclados a la frescura de los parrones verdes o pámpanos de higueras con que cubrían el emboque de las canastas... Ciruelas, manzanas, uvas, mem­brillos. Cada estación su olor y gusto bien distintos.
El mulero llegaba de los cerrados de la marisma. Siem­pre se traía a dormir las crías a las cuadras «porque daba pena dejarlas al raso, tan tiernas».
Antoñillo el de las cabras, «Palitos» el yegüerizo, los porqueros de «la estacá larga», Frasco el del manchón y su hijo José, el cochero, criado tan dentro de la casa que parecía un sobrino más de Doña Modesta... Todos daban la novedad y ocurrencia de la labor a Fernando el manigero, el cual les repartía el pan y el aceite para la próxima jornada.
Por octubre, «el melero», un castellano seco y angulo­so que vivía solo todo el año allá en el cortijo más alejado de la marisma, llegaba para castrar las colmenas, hacer el arrope y el dulce de vendimia. No sabíamos ni el nombre de aquel legendario individuo, aislado siempre en la soledad de su ho­rizonte infinito, y cuyas palabras, las pocas que pronuncia­ba, eran tan distintas en todo de las que decían los demás trabajadores. Se encerraba con los lebrillos en la despensa grande y parecía en su soledad laboriosa el claro fantasma de la cera y la dulzura. Las abejitas ponían un zumbido de oro por el sol de los ventanales. Una tarde lo encontraron muerto de varios días en el cortijo distante. Lo trajeron en una carre­ta. No se le conocía familia ni allegados.
-Yo creo que era de Soto, en Soria... -dijo Doña Mo­desta, pensativa, al comentar la noticia con el manigero.
Todo aquel mundo bullicioso de la tornada del campo, tenía un momento de reposo y profundidad, cuando sonaban las campanas en la torre:
-¡La Oración! -decía Doña Modesta en voz muy alta para que lo oyesen todos.
Quedaban momentáneamente paralizadas las faenas, los hombres se descubrían parsimoniosamente, y todos escuchaban, entre el rudo pisar de las caballerías que seguían andando solas hacia la pila del agua, la voz temblorosa de la dueña:
-El Ángel del Señor anunció a María y concibió por obra del Espíritu Santo; Dios te salve, María...
El porquerillo de la estacada larga no sabía rezar y escondía el rostro fingiendo que buscaba en el zurrón las pleitas de hacer tomiza.




La alacena

¡Qué gran misterio, también, la alacena de las medi­cinas! Estaba en la sala de la costura. Empotrada en la pared y siempre cerrada, al abrirla muy de tarde en tarde, despedía ese peculiarísimo olor profundo de cal virgen andaluza, tan unido a lo mejor de nuestra vida. Sobre este fondo odorífero racial resaltaban luego con esbel­tez aérea los agudos espíritus de los menjurjes medicinales. Pocos: alcohol de 90 para las fricciones, ungüento amarillo y tafetán para las heridas, malvaviscos para los enfriamientos, el tubo de lata de los sinapismos y algunas yerbas y paquetes de vendajes y algodones... Esto estaba todo bien visible «en la tabla de abajo». Pero en «la tabla de arriba» era donde se alojaban los misterios. Ya allí no manipulaban más que las personas mayores y con muchísimo cuidado. Nosotros nos poníamos de puntillas y nos estirábamos lo imposible para otear aquel cielo de los prodigios... ¡Imposible! Hasta que un día -aún temblamos al recordarlo- arrimamos una silla y lo vimos todo a nuestras anchas... Había un tarro con un agua amarilla, que nunca supimos lo que era. Estaba rodeado por una faja de papel con muchos recuerdos de moscas, en el que aparecía pintada una calavera inscrita en una palabra estremecedora: «Veneno»... ¿Quién usaría aquello? Había otro bote larguirucho, con niebla azucarada por los bordes. Lucía un nombre celeste: « Éter». Otro cristal pequeño y rechoncho muy abrigado por trapos oscuros, dejaba leer por el gollete otra palabreja aguda y penetrante como un alfilera­zo: «Yodo». Otro cristal con un líquido que debía estar com­puesto de almas de pájaros: «Colirios». Más cajas condecoradas con tibias y calaveras: «Sublimado». Y muy hacia el rin­cón, como para nunca cogerlo, se veía otro botellín del que una criada fantasiosa y novelera nos había contado no sé qué cuento de amores imposibles y trágicos... «Láudano».
Aquella alacena, en poco más de medio metro, ence­rraba para nosotros un mundo de inquietudes y alucinacio­nes. Y aún recordamos, sin poder reprimir una vaga emo­ción, la dulzura poética y agradabilísima que nos corría por la sangre al leer el nombre de uno de los pomos allí encerrados: «Belladona»...

Cómicas y teatro
Con el verano llegaban las cómicas. En el corralón del Molino viejo montaban el escenario. Había unas cuantas filas de sillas de aneas, y separados por unos palitroques, el resto del corral para la entrada sin asiento, a tres perras chicas. Cuando eran cupletistas, no iban más que hombres. «La Narda» bullía mucho en todos los preparati­vos. Era amigo de todas ellas y las llevaba y las traía constan­temente de un lado a otro. Algunas noches no volvían a la fonda; entraban por el postigo del campillo, a la casa de Don Anselmo.
Cuando se acercaban las fiestas de la Patrona, a me­diados de agosto, había compañía de comedias y dramas. Entonces iban algunas mujeres al espectáculo, no muchas. Todos los sábados, eso sí, cante hondo y guitarra. Era lo que más gustaba. Luego, ya en la época de la vendimia, cuando corrían los lagares y todo el pueblo, extenuado de sol y borra­cho de mosto, tenía como una constante y dulce somnolen­cia, volvían nuevamente las cupletistas.
Una vez cantó Don Antonio Chacón que pasaba tem­poradas en «Torres», el cortijo de Felipe Murube. Cantó de balde, «para que no presumiera de cantar por malagueñas un soplapitos que había escuchado en El Coronil... » ¡Cómo lo escuchó a él todo el pueblo amacizado aquella noche en el corralón del teatro! La gente se arracimaba por los muros. Los olés y el griterío del entusiasmo rebosaban por encima de los tejados, y el eco de las palmas se oía en los patios de todas las casas. Aquel acontecimiento quedó grabado de tan inde­leble manera en la memoria del lugar, que aún se toma como referencia cronológica de muchas cosas: «el año que cantó Don Antonio Chacón...»
Las cómicas sembraban en el pueblo una como obse­sión angustiosa. En el campo, en los corrillos de las calles, por las tabernas, no se hablaba más que de ellas. Los campesinos las miraban pasar por la Plaza, entre hambrientos de algo y atemorizados de otras cosas. Cuando se alejaban, surgían los comentarios definitivos:
-¡Qué mata de pelo tiene la muy indina... !
-...Apaleando parvas en la era quería yo verlas, a ver si iban a tener esas carnes tan blanquías, como de leche retemblona...
-Pero qué bien puestas están todas estas tunantas.
La temporada de teatro culminaba la noche de la re­presentación de «El crimen de Don Benito.» Morían en es­cena tres o cuatro personas. Nosotros no lo vimos nunca; pero asistíamos al anuncio musical del espectáculo, que reco­rría al  atardecer todas las calles del pueblo.
Iba el pregonero anunciando la función y con él la banda de música que dirigía García. Interpretaban algo que quería ser fúnebre y que sólo resultaba escalofriante. Los dos ataúdes que habían de servir en la representación escénica, se exhibían también en el cortejo musical. Y con los ataúdes, toda la chiquillería del pueblo. Como era verano y el polvo llenaba todas las calles, una nube densa envolvía el paso de tanta criatura, alrededor de la triste música desafinada y de las fúnebres cajas zarandeadas a tironazos de un lado para otro. Pero sobre aquel remolino irrespirable descollaba el zum­bido del pito gordo, el tono cascado del flautín, el redoble inacabable del tambor, la corneta, y los platillazos de Justino el del sacristán. Y allá íbamos todos, peleándonos por llevar las cajas de los muertos, entre sudores de basura, gritos, em­pellones y manotazos, por todas las esquinas del pueblo, una, dos, tres veces, hasta que se hacía de noche, hasta que el pito de García ya no sonaba, porque lo obstruía la polvareda hecha barro con babas por la boquilla, por los tubos, anunciando como la mayor fiesta del mundo, como la diversión más ex­traordinaria y agradable, el tremebundo y mortuorio dramón de ínfimo orden, «El crimen de Don Benito».





El Refino

Asomarnos al Refino era como hacer un viaje. Qué  griterío en el mostrador, qué cambalache de dineros, qué de hombres y mujeres rebujados, pidiendo, preguntando, cuestionando, tan espeso y vivo todo que parecía que aquello no era el pueblo, sino Se­villa... Sí; estar un rato en el Refino era como participar en una aventura deliciosa.
Primero había el mundo impalpable de los olores. Jun­to a la puerta de entrada, la barrica de los arenques. Apare­cían ordenados como la esfera de un gran reloj de Escocia, en oro y plata, cubiertos por una gasa poco limpia para que no los picasen las moscas. Olía a rincón de puerto podrido. Poco más adentro, las vasijas del carburo que asfixiaban los pulmo­nes si lo olíamos de cerca. Del techo pendía otro olor peculiarísimo: el de las tripas secas para los embutidos en las matanzas invernales. Sobre el mostrador, la guillotina angulosa de cortar el bacalao. Y por cajoncillos, tacas y estanterías toda la sinfonía aguda y recoleta de los aliños y especias: matalahúva, orégano, clavo, estoraque, alcanfor...
La ferretería formaba un techo de pulidos latones en almohazas, cubos, escardillos, rejas, palas, almocafres, y multitud de adminículos y artefactos cuyo uso y empleo ig­norábamos.
Sección de tejidos: la holanda fina para los casorios. El «grano de oro» en la ropa blanca. Panas, crudillos, percales, lazos de seda, mantones, toquillas. Oír rasgar una pieza de tela blanca producía escalofríos: volaba -como en el arranque hacia el vuelo de una paloma invisible- un polvillo blanco sobre la madera del mostrador y la vara de medir.
Envolver algo en papel de estraza, con rapidez ajusta­da y perfecta, requería una maestría singular: el ángulo del último doblez, tras una vuelta rápida en el aire de todo el paquetillo, se ocultaba como el pico de un pájaro en las aber­turas de los pliegues anteriores. Y la frágil envoltura adquiría una calidad de cofrecillo vivo, de algo que respiraba un poco, porque el papel crujía al esponjarse, como protestando contra la forzada hechura.
Los colores tenían su mundo luminoso: ocres de tie­rras bravías, verdes fluviales y jardineros, grises de nubes nór­dicas.
          ¿Qué cosa no podría adquirirse en el Refino? Todo. Igual una máquina para segar, que la mortaja para un muer­to, o que el Mediterráneo azul en quince céntimos de añil. Íbamos al Refino a vivir caprichos, necesidades, angustias y alegrías humanas. Íbamos a soñar países y cielos lejanos. Al­gunos no comprendían esto. Y hasta nos llamaban tonto los sabios de la botica...









Los egipcios y los toros

No nos cabe la menor duda -decía aquella tarde Don Tiburcio en su tertulia, mientras aguardaba la llegada del correo- de que esa modalidad lujosa que tienen aquí al adornar el frontal del yugo de los bueyes que tiran de las carretas, es una pervivencia egipcia. Sobre todo, los colorines y geometrías que le echan, con tiras de trapos de colores, moñas y otros perifollos puntiagudos. Lo mismo podríamos decir de los dibujos a punta de tijera en el pelado de los mulos y los borriquillos... Parecen jeroglíficos y escritu­ras de aquel país de las pirámides. Lo cual no nos debe producir sorpresa, dadas las peculiares características geográficas de este pueblo. Todas estas marismas de Los Palacios, sometidas en fertilidad y catástrofe al capricho y a las inundaciones del Guadalquivir, plantean exactamente el mismo problema que el Nilo; sino que allí lo regularon con esclusas, canales y obras de ingenierías, enormes y complicadas, para convertir el te­rritorio del delta en el más abundante granero de la antigüe­dad. Cleopatra atraía a los emperadores romanos no sólo por la magia de sus hechizos personales, que dicen que eran mu­chos, sino también por el oro cereal, anualmente renovado, de sus inmensos territorios, fecundísimos por la industriali­zación del río. Día llegará en que lo mismo se haga con nues­tras marismas. Y este pueblo, si sabe estar a la altura de las circunstancias, podrá ser una Alejandría interior, rica y flore­ciente...
-Y entonces «la Curruca» -interrumpió el cobrador de contribuciones, que era tan leído como libidinoso- se llama­ría «Sónnica la Cortesana...»
-Hay muchas cosas -continuó diciendo el secretario municipal ante el pasmo boquiabierto de su mínimo audito­rio y haciendo caso omiso de la interrupción del lechuzo-, hay muchas cosas que me afianzan en la hipótesis de las influencias egipcias sobre estos parajes y contornos. Por ejem­plo, el culto y creencia de los astros. El tener buena o mala estrella es aquí de suma importancia. También, el respeto al toro. Fijaos cómo en este pueblo, y por todos estos campos y alrededores, se le da al toro un sentido grave que no nace solamente del temor que inspira su bravura. Se le admira, se le observa, se le ama confusamente y casi religiosamente. El toreo que aquí se practica por los muchachos en esa trágica soledad de las marismas, sin público ni recompensa alguna, sólo por un placer irresistible e inexplicable, quizás tenga también en su origen remotísimo un móvil psicológico an­cestral, ligado a esas influencias que operan misteriosa e ineludiblemente sobre la sangre de los hombres. Cuando yo veo esos grandes «espurgabueyes» blancos que contra el hori­zonte infinito, planean lentos y reposan con las alas entreabiertas, en difícil y elegante equilibrio, sobre el testuz de los toros marismeños, no sé qué rara estampa de la diosa Isis me viene a la memoria, igual aquí que en aquellas leja­nías del mundo y de la vida de la antigüedad...
Se acercaba el carricoche del correo y Don Tiburcio paró su discurso. Todos quedaron como mudos. El cobrador de contribuciones, que traía aquella tarde una nueva novela de Felipe Trigo, no se atrevió ni a enseñarla. Algunos de los concurrentes no entendían a la letra la parrafada histórica del secretario, pero todos habían vivido por unos momentos un éxtasis arqueológico confuso y agradabilísimo, hecho surgir por la sabiduría de Don Tiburcio de algo tan vulgar como los cabezales con fantasías de las yuntas en los carretones, el pelado de los mulos, y los toros solemnes, mayestáticos, dio­ses en la inmensidad de las marismas de mi pueblo.
El entierro de Angelita
Angelita, la niña que vivía en la última casa de la calle Aurora  por donde ya se sale a la marisma infinita, y en el invierno, cuando las riadas  entran las barcas de Coria-, Angelita, la que se desmayaba cuan­do decía sus versos a la Virgen, ha muerto. Ha muerto ahora que todo el cerro del prado estará lleno de lirios y campanillas blancas... ¡ Pobre Angelita!
Era rubia de trigo y de maizal de oro. Los domingos, cuando iba con las demás niñas al pozo del almendro, prendía de sus trenzas triunfales un lazo celeste, un lazo de seda ce­leste, el único de seda que tenía Angelita. Sus amigas le encontraban semejanza -y ella se ruborizaba, humilde, al en­terarse- con la Virgen blanca y celeste que hay a la derecha del altar mayor de la iglesia.
Se agrupaba el duelo en un portal, y por una puerta ladera, a través de una cortina de encajes blancos, se entre­veía una sala con un altarito desordenado, la caja blanca don­de entre flores estaba Angelita, y una lamparilla de aceite, que ardía dudosa ante un cromo del Ángel de la Guarda.
Fuera, la tarde del pueblo iba formándose con plata de acacias y oros declinantes. De la torre incendiada en amarillo de sol y cal, comenzó a caer el doble por la niña muerta: tristes campanadas que el viento hacía opacamente lejanas, o dolientes en la cercanía. Se unía el plañir de los badajos con el oro del atardecer y con el triunfo verde de los campos que se asomaban adonde las calles se deshacían, y todo el pueblo estaba lleno de la armoniosa tristeza de la muerte. ¡ Melanco­lía honda de adolescencia tronchada sin un florecer de músi­cas ni de fuegos!
Negligente y humilde entre las silenciosas miradas de los campesinos que por las esquinas de las calles esperaban, el entierro pasó. Los monaguillos, con sotanas de paño rojo y roquetes manchados y quemados de cera, iban primero, y, a hurtadillas del sacristán, jugaban por el aire con los altos ciriales. ¡Oh los ciriales, de madera pintados de negro viejo, con los bordes de arriba en amarillo y las velas torcidas y apagadas! Seguíanles otros zagalones, algunos descalzos, mal ordenados y con las velas también apagadas, y, postreros, Don Andrés el cura y el sochantre. Blanca capa, por ser entierro de niña, lleva el párroco. Algo derrengado de un hombro, al andar, un pico de la capa va lamiendo el suelo y levanta tenue polvareda, y aun a veces engancha y arrastra algún palitroquillo seco. El sochantre, de tosca corpulencia, muestra los panta­lones bajo la destartalada sotana y, caído sobre una ceja, el bonete de verdoso negror.
Al paso de la exigua comitiva, los campesinos descu­bren sus testas quemadas del sol, con cabellos lacios que caen en flequillo angular sobre un lado de la frente, y se incorporan y marchan hasta la puerta de la casa. La tarde va ya palideciendo. El poniente comienza a preparar decoraciones de ocaso para el sol, que ya apenas si queda asido a la tierra, ni aun a los hilos de orillo de la humilde cenefa de la pluvial.
Han llegado a la casa de Angelita. Don Andrés, a través de los cristales de sus gafas torcidas, ha mirado la puerta, ha blandido el hisopo murmurando unos latines, y en voz alta, luego, ha cantado un gorigori triste. Los campesinos, enfundados en sus gruesos trajes de paño pardo con los dobleces del arca -trajes que se hicieron para el casorio, sirven siete veces en toda una vida, y luego de mortaja-, forman un semirruedo en torno a la puerta y al clero. Hay unos instantes  de espera infinita al concluirse los latines. En el malva de la  tarde se esfuman todos los contornos. Caen lentas las postreras  campanadas y llegan por las ventanas llantos de mujeres.
Abisma el silencio altísimo. En el zaguán se oyen unos pasos arrastrados y desiguales, y entre cuatro sacan el ataúd de Angelita. Es blanco y con las aristas forradas por cinta celeste. ¡Qué tristes sobre las cintas celestes las cabecillas de  las tachuelas que la tosquedad del carpintero dejó sin cubrir!
Cura y sochantre han vuelto a entonar preces funerarias. Todos los rasgos se van borrando en un gris oscuro.  Al pater noster la tarde se deshace en tristeza, y la comitiva inicia la marcha con rumbo a la parroquia.
Las calles por donde pasan quedan cegadas de melancolía, y rostros de mujeres tristes se asoman a las puertas para ver el entierro que ha pasado, con un rumor de conversaciones  en voz baja y pasos a compás. De vez en cuando  se oye un responso que se pierde melancólico en el aire.

Han llegado a la iglesia: últimas salmodias, y allí que­dan los oficiantes, y sigue el ataúd, con su acompañamiento de campesinos, camino del cementerio. Bajan la calle del alcalde y salen al campo, donde ya el anochecer cuelga sus cortinas moradas. Atraviesan la carretera blanca que surca valiente la marisma camino de Cádiz  y  del mar. Por entre huertos y pencales llegan al camposanto. Un hombre que hay fumando en la puerta abre la cancela de entrada, que chirría. Entran todos. Al rato, salen ya en grupos y hablando en voz más alta. Quedan aquellos contornos en negra soledad. Co­mienzan las danzas de sombras por entre las arboledas y con­tra los vallados. Un cuervo grazna desde un árbol. La noche prende en el cielo todas sus estrellas.
¡Oremos por Angelita la de las trenzas rubias, que no tenía más que un lazo de seda para la tarde del domingo!
El postre amargo

Cuando hacían arroz con leche en el perol grande, amarillo y reluciente, Milagritos nos llamaba a la cocina para que lo rebañáramos, una vez que lo había escanciado en las fuentes cartujanas en que lo servían al comedor. Era uno de nuestros placeres infantiles.
Milagritos, la cocinera, llevaba muchos años en la casa; y esta larga permanencia, unida a su mucha edad, le permitía ciertas confianzas y diálogos con tía Modesta, que, aun con su bondad sin límites, era adusta y grave, ya que siendo mujer tenía que gobernar a muchos hombres, campos, negocios e infortunios familiares.
Una tarde de arroz con leche dialogaban ociosamente en la cocina Fernando el manigero y Milagritos. Yo rebañaba por allí mi perol, con tanta parsimonia y regusto, que los dos criados viejos se olvidaron de mi presencia. -Créame usted, señor Fernando -decía la cocinera-; la señorita Luz hubiera hecho muy requetebién en casarse con Don Tiburcio el del Ayuntamiento, que, aunque no le dio el cielo mucho ángel, es también un hombre de carrera y de leyes; y no emperrarse con ese tipo del medicucho, cochino y sin religión, que la engañó y distrajo cuando joven, y que ahora la está matando y heredando en vida con tantas visitas y recetarios... La enfermedad le ha costado ya más dinero que vale un cortijo...
El viejo Fernando asentía, se rascaba entre los pelillos canos de la mollera, y concertaba cálculos económicos para sus adentros.
Milagritos alcanzó de la estantería un limón relucien­te, lo fregoteó en el agua y comenzó a cortar tiras de cáscara, como de oro pálido.
-Y Dios quiera que no le falte nunca la señora Modes­ta que es una santa... Porque es que ya no hay quien la sufra. Cada día que pasa se le reviene más y más el envenenamiento de esos polvitos que le trae la cosaria... ¡ Qué cosas, Dios santo! Una mujer que se podía reír del mundo, rica, bien mirada, y ahí está la pobrecilla metida en las inyecciones y en los reconcomios de su vida. Porque la señorita Luz ya ha cumplido los cuarenta...
-Nació el año de la riada grande -corroboró el manigero con campesina seguridad en la referencia.
Milagritos fue adornando, primorosamente, con tiras de limón los blancos platos del postre. Luego tomó la lata de la canela y los moldes con dibujos para distribuirla con finura. Olía a esencias toda la cocina.
-Pues a mí me han dicho, señor Fernando, que a la cosaria le puede costar un disgusto el trapicheo de las medi­cinas que trae de Sevilla... Que eso está más penado que el contrabando...
El señor Fernando levantó los ojos del suelo con aire de lenta sorpresa.
-...Sí, sí, que yo me he enterado muy rebién, que la señora Modesta no me guarda secretos...
Hubo un silencio durante el cual, cada uno de los interlocutores medía la gravedad de lo que comentaban. Milagritos comenzó a espolvorear la canela a través de los finos tamices.
Que esas medicinas que toma la señorita Luz son para que le den sueño y no sentir lo que pasa por el mundo. Y que se está matando poco a poco con esos venenos...
Fernando se levantó sin hacer comentarios y echó a andar hacia la cuadra. Ya llevaba mediado el camino cuando volvió sobre sus pasos, llegó nuevamente a la puerta de la cocina y dijo así:
-El mundo, señá Milagros, está más que desgobernado. ¿Sabe usted el runrún que había esta mañana por las calles? ¿No? Pues que Marina Caro, la chiquilla de los Caro de ahí arriba, se ha fugado anoche con el cobrador de las contribu­ciones... Que ha huído, sin casarse, como marido y mujer, camino de Sevilla...
Milagritos, de la sorpresa, comenzó a echar la canela fuera de los platos. Luego resumió así:
-...Si ya decía yo que esa niña era muy noviera y que estaba muy pagada de sus hechuras...
¡Ay! El arroz con leche nos supo amarguísimo aquella tarde.

















Los caballos

El   yegüerizo nos llevaba algunos días a los cerrados de la marisma. Avanzábamos tanto por la inmensa llanura que hasta se perdía de vista el pueblo, el mirador de mi casa e incluso la alta torre de la iglesia. Enton­ces estábamos ya como en un país lejano y remoto. Por allí los terrenos llanos se ondulaban suavísimamente. Aparecían en las mañanas de abril y mayo revestidos por el color de las florecillas silvestres, en tal profusión, que desaparecía la tie­rra, y el enorme suelo era todo de margaritas blancas, de azules lirios olorosos, de florecillas rojas o amarillas cuyos nombres desconocíamos. ¿Cuántas? Toda la tierra era flor, mar de colores.
A mediodía, el sol intenso recalentaba la mullida ex­tensión y subía un vaho dulce y densísimo que se adhería a la ropa, a las manos, a la cara. La brisa fingía oleajes en el perfumado colorido. Por los cerrados, los potros, las yeguas, los caballos pacían flores. Miraban, -el fino cuello erguido­ - atalayando algo en el aire, que los hombres no podíamos ver en la inmensidad. Corrían, piafaban, galopaban con las crines gozosamente sueltas. Las pisadas de los galopes resonaban dobladas en eco contra el tambor de la distancia. El relumbre del sol en los cuellos, en las ancas fuertes y ágiles, destellaba puro. Y a veces un relincho largo, lleno de trémolos y de vida, retemblaba en la vasta inmensidad, y parecía que la marisma se angustiase por el deseo imperioso de un dios enamorado, casi celeste.



La novena de la patrona


Mediado agosto, la novena de la Patrona. Era la Virgen de las Nieves. Qué contraste entre los solanos y recalmones del duro verano, y esta advocación de Nuestra Señora, pálida en el oro del altar mayor, pequeñita, dulce, con sus negros cabellos naturales en los que el fervor de la camarera pendía graciosamente una clavellina blanca o celeste. Recordábamos por lejana y distinta la iglesia fría y húmeda, olorosa de lentisco y monte verde, cuando las fiestas de la Pascua del Niño de Dios...
No; ahora la iglesia tenía un resplandor de mármoles espejeantes, una frescura de patio que acendraba el primor de su frescura con los resoles, agobios, sequedades y ventolinas asfixiadoras de las tardes del alto estío.
Currito el organista hacía primores con la música. Mezclaba trozos de «Aida» con la Marcha Real, aires de villancicos con el «Tantum Ergo», todo enlazado por el caña­mazo melódico de unas arbitrarias y ruidosísimas escalas, algo cojas porque alguna trompetilla del viejo órgano no res­pondía a tono o perdía el aire del fuelle... Pero todo se salvaba en el acorde último, en un arrebato místico-marcial, tan in­tenso y potente que toda la iglesia retemblaba de vibraciones musicales y no dejaba en su escalofriante fuerza respiro para percibir cojeras de solfeos ni mélicas arbitrariedades. Pisando el eco largo de la improvisada catarata de arpegios, las niñas de la calle Real, con voces trémulas y tono de cañas secas, cantaban como con sueño -y el sueño era el fervor- las coplas tradicionales:
Dios te salve, Virgen de las Nieves,
Admirable portento de Dios.
Dios te salve, Patrona querida,
Danos siempre tu gracia y tu amor...
La mitad del último verso -«tu gracia y tu amor»- lo repetía el coro tres veces, entre las escalas escalofriantes, cada vez con tono más humilde de reverente súplica. Como las puertas del templo estaban abiertas de par en par, la tarde campesina, el oro de las eras, los remolinos de la marea, en­traban dentro del recinto sagrado, y jugaban en místicas tolvaneras cereales sobre los aljofifados pavimentos. Toda la vida lejana y dura de los campos en cosecha, se fundía con aquel temblor de voces humanas, celestes aunque inarmónicas, que impetraban de la Virgen diminuta su protección gracio­sa.
Desde el coro veíamos pasar las carretas de lentos bue­yes, más empenachados y vistosos que ningún otro día los frontales de las yuntas, porque hasta allí llegaba el júbilo puro y sencillo de las fiestas por la Patrona.











Gentes de fuera
La llegada de un desconocido constituía el mayor acontecimiento en el lugar. ¿Quién sería? ¿Qué le traería? ¿Qué buscaba por el pueblo? Había vi­sitas previstas y anuales. El vendedor de telas y tejidos; el de los quesos manchegos, con trajes de sucia pana y las alforjas rezumando aceite; los matuteros del Campo de Gibraltar; el velonero de Lucena, cubierto de metales como un ángel de oro, irradiando lumbre, soles y rayos por el resol de las sies­tas... Los veloneros no pregonaban: sólo el tintineo acompa­sado de los platillos de metal, tan finos y transparentes en su sonido que se oían puros, aunque disminuidos a través de muros y corrales, cuando ya iban por las calles más alejadas. Una vez llegó Don Otto, un alemán rojizo como una mazorca, que iba a poner la luz eléctrica. La instalación de las primeras palometas para los cables de algunas calles constituyó un acontecimiento inolvidable entre chicos y  mayo­res.
A veces aparecían por el pueblo unos pájaros de mal agüero que sembraban por todas las aceras y rincones el páni­co y la discordia. Eran los lechuzos de las contribuciones, los cobradores de impuestos y recargos fiscales, gente agria de papel y pluma que ejecutaban los embargos y causaban la ruina de los pobres.
Un invierno de los más crudos de lluvia apareció por el lugar un personaje peregrino, grande y destartalado de hechu­ras, con los ojos azules, dulces e infantiles, y que venía a cazar pájaros en las marismas. Era de Noruega o de Suecia, un país lleno de nieves casi perpetuas, inconcebible, por mucho que el viajero refería para los lugareños de nuestro pueblo. Cuan­do los mozos o chiquillos en la plaza le decían que hacía mucho frío, él enseñaba su robusto tórax sólo cubierto por la fina camisa, respiraba fuerte, sonreía y decía que tenía ca­lor... Iba con los pateros a las lagunas más difíciles. No había caños ni tollos que le arredrasen. Cobraba collaretas, flamen­cos, ánsares y otras aves de variadísima pluma. Por la noche, en la posada, las disecaba para enviarlas a un museo de su país... Pero la gente en el pueblo dio en decir que era brujo, y que otra cosa que no pájaros vistosos era lo que buscaba por aquellos contornos.
Cuando el nórdico cazador científico y naturalista demostró, por la experiencia de muchos días y aún semanas, que ya conocía el gusto de todos los vinos del pueblo, y que sabía distinguir con precisión un caldo primerizo y feble de otro añejo y con cuerpo, la leyenda de la brujería cedió terre­no hacia una confianza abierta y llana, que, a poco, le hacía acreedor a la mejor carta de naturaleza en el lugar: la de tener un apodo... Le llamaron «Don Limpio».
La razón de tal apelativo, aceptado con tácita unanimidad, causó al principio gran jolgorio, sobre todo entre el gremio de las mujeres. Como en la fonda en que se hospedaba no había baño, ni ducha, ni artefacto que los supliera, y el forastero era tan amigo del agua como del vino y la caza de pájaros, concertó una higiénica estrategia con Frasco, el due­ño de la posada. Todas las mañanas, previo el toque de un gran cencerro para que la vecindad quedase en aviso y no hubiera sorpresas escandalosas, el sueco salía al patinillo de la fonda casi en el traje de Adán, y Frasco, subido en una alta piedra junto al brocal del pozo, le espetaba con medida vio­lencia por morros y paletillas, varias cubetas de agua limpia y fresca, acabadas de sacar de la hondura. Terminado el sanísimo y pintoresco diluvio, el posadero repetía la prudente cence­rrada y quedaba restablecida la normalidad del paso por puer­tas, postigos, patinillos y corredores.
«Don Limpio» se fue y volvió... Al cabo de pocos años terminó comprando unas viñas por el contorno. Casó y fue felicísimo con una juncal marismeña que aun después de la boda, y siempre, siguió llamándole Don Limpio. Hoy es uno de los cosecheros más acaudalados del lugar: « Witner-González y Cª. Mistelas y alcoholes generosos. Gotemburgo-Los Pala­cios».
El niño mayor de «Don Limpio» -moreno y ojos celes­tes- dicen que apunta para torero.



Tristeza

Paseaban solas por la Plaza las amigas de Marina Caro. Iban envueltas en un silencio espeso y las gentes que las miraban no las veían a ellas: adivina­ban a la que se fue del pueblo con sorpresa y escándalo. Aun­que hiciera sol, cuando discurrían por las calles las tres ami­gas de Marina Caro, la luz quedaba un poco viuda, parecía que la tarde se anublaba momentáneamente y que algo tácito y depresivo llegaba a hacerse insostenible.
Llegaron con más jolgorio y concurrencia que en los restantes días del año las fiestas de la Patrona, mediado agos­to. Las fuerzas eternas y elementales de la vida crecían en una dulce angustia de sangre calurosa y rebrillo en los ojos. Ciegos mensajes de la especie cuajaban en un balbuceo de frases entrecortadas, en palabras sueltas, hondas, grávidas de suspiros. La tarde alargaba la avenida de sus luces en el verano dormido, como un jardín de largas promesas, eternamen­te renovadas. Todo el mundo lucía su traje nuevo.
Ahora, ya no pasean por la Plaza las amigas de Marina Caro. Se quedan, solitarias, contra los quicios grises de sus puertas andaluzas. Les duele la tarde en los ojos y en el mis­terio oscuro de sus vidas sin belleza, sin piropos, sin alegrías.







Las eras

Por agosto y septiembre las eras en el Prado, el ejido  del Común. Subíamos a verlas desde la azotea de casa. Todo aquel comienzo de la marisma que lin­daba con el pueblo se poblaba, como un Belén inmenso, de transitorios chozajos hechos con berlingas y techos de bayunco, rodeados de carretas, caballerías y montones de grano. A la tarde, cuando se levantaba la marea, comenzaban los trabajadores a revolear las parvas, ya deshechas por los trillos. De cada bieldo surgía una nube de oro. Al trasluz del ocaso lumi­noso se veía claramente cómo el grano caía, péndulo, hacia la tierra, y la paja volaba liviana por el aire...
Había muchas eras. El sol, a veces, rebrillaba en las gavillas como si fueran de cristal amarillo. Todo aquel mundo gozoso de la recolección se movía con ansia febril. Giraban incansables, en círculo, los trilladores; los mozos apaleaban la avena o el trigo; aquí llenaban sacos y espuertas; más allá cargaban en galeras, en volquetes, en carretas de yuntas... Había que hacerlo así, con rapidez agotadora: que por Con­solación venían siempre golpes de lluvia temprana que daña­ban las cosechas si aún estaba el grano por el suelo.
Algunos labradores ricos daban las eras a destajo. Una vez murió un trabajador en uno de estos agobios. No repara­ron en su falta los demás compañeros, alejados por otros ce­rros de faenas y gavillas. Debió de ser una congestión, que aquellos días fueron de solano y pesaba el aire como vaho del infierno, aun después de puesto el sol. Al cabo de algunos días, con trágica sorpresa, sacaron el muerto casi a pedazos, de entre las pajas amontonadas a gran altura por el viento de las mareas. Estaba horriblemente descompuesto. Lo recono­cieron -¡ Pobre Arcuña!- sólo por la faja renegrida liada sobre los riñones.
Pueblo lejano
¿Lejano? ¡No! De acacia y sol, de risa y ternura, de azahar y estiércol, de cal y matojos silvestres, agrio y dulcísimo a una vez, vivo, presencia perenne en la felicidad de mis ojos cerrados y abiertos con gozo inextin­guible sobre aquella vida pobre y verdadera. Sí, siempre, aquí, en el tiempo sin horas de la sangre, puntual y fidelísimo, única rama de mi vivir sin ocaso ni sesteo, en inmutable y profundo verdor primaveral, hasta que Dios se sirva llamar­nos en paz y tranquilos, cuando quiera.

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