III
LA VIDA
LA VIDA
La siesta de Fauno ......................................................... 127
Sevilla .............................................................................. 129
La pirámide vacía ........................................................... 133
Crepúsculo y amor ......................................................... 137
Los
pájaros ...................................................................... 139
La oración......................................................................... 141
La alacena ....................................................................... 145
Cómicas y teatro ............................................................ 149
El Refino
........................................................................... 153
Los egipcios y los toros ................................................... 155
El entierro
de Angelita .................................................... 159
El postre
amargo ............................................................. ló3
Los caballos ..................................................................... 167
La novena de la Patrona ................................................ 171
Gentes de fuera ............................................................... 173
Tristeza
............................................................................. 177
Las eras ............................................................................ 179
Pueblo lejano …………….……………………………………………..181
III LA
VIDA
La siesta del fauno
Estaba
repantigado en el sillón de la alcaldía el enigmático y profundo
Antonio Luengo, cuando llegó hasta
él una mujeruca del pueblo arrebujada
en el negro mantón, encendida de exclamaciones y colérica de gestos:
-iSeñor
Alcalde, señor Alcalde, que esto no se puede aguantar.. . !
La
autoridad municipal, ante la decisión y la angustia de
la inesperada visita, se incorporó un poco en el butacón de la
presidencia, mudó de comisura la biznaguilla de la boca, y adoptó
la actitud enigmática característica de su filosofía politicastra.
-iSí, que no se
puede aguantar...! ¿Pero no sabe usted lo que ha pasado? ¡Pobrecita mía! ... Ayer, sí, ayer por la tarde, venía mi Juana del manchón, por el camino de
los pencales... Mi niña está como una
rosa de abril y no porque yo sea su madre, ¿sabe usted? Sí, venía con Antoñita la
de la Hilaria... De pronto se encontraron con Julianillo el de las mulas...
Sí, el zagalón grandote ese, el hijo del mulero de Don Salvador... Ya a mí me habían soplado
¡ay! que se tenían querencia... Le
dijo no sé qué a la niña. Y despreciando la compaña, la arrempujó contra el vallado y la
deshonró por el cuerpo... Volvió mi
niña a mi casa llorando, que daba pena el verla... Se le oía la respiración
hasta por las paletillas. ¿Y usted
cree, alcalde, que ha pasado algo?... Como si no hubiera
ocurrido nada: allí está en la Plaza Julianillo el hombrón, paseándose
tan tranquilo, como un caballo padre...
El Alcalde
escuchó impasible la grave y delicadísima denuncia, y resumió toda la violenta escena con su
habitual filosofía liberal desconsoladora...
-«¡Mundo,
mundo ... ! »
Sevilla
Íbamos
a ver la Virgen... ¿ Qué acontecimiento era más importante y
causaba mayor alteración en el orden riguroso de la casa, la Navidad, la Semana Santa
o la Virgen? Desde luego, la Virgen, porque nos obligaba a trasladarnos a
todos a Sevilla.
Desde los primeros días de agosto comenzaban los preparativos.
La costurera nos arreglaba ropas y camisas. Todo se nos quedaba
chico de un año para otro. Las criadas no daban abasto para tanto trajín. En el
cuarto de plancha la faena era interminable. Se oía durante la siesta el suave
ruido hondo de los negros hierros ardientes y limpísimos sobre
las blandas tablas protegidas con mantas y bayetas. A veces, los anafes,
casi al rojo, crepitaban en una alegre explosión de chispas,
saltarinas y fugaces... Todos los roperos se abrían en la búsqueda
de prendas y de trajes. El olor del alcanfor se unía a una ansiedad creciente, angustiosa y alegre al mismo tiempo... Íbamos
a Sevilla a ver la Virgen.
También
por las cuadras y cocheras trascendían las prisas y
preparativos. Joselito engrasaba ruedas, ejes y correajes. Refulgían
los finos barnices amarillos de las ruedas del coche con
una leve rayita negra en el centro de los radios. En el guadarnés, los
aparejos de lujo aparecían limpios y suaves, correosos en la perfumada
elasticidad del cuero bellamente recosido con
pespuntes de bramante claro. En los collerones, un punto de luz iridiscente, purísimo, por cada cascabel. Parecía
que fuesen fantásticas gargantillas de sol y de música. Si los sonábamos, cerrábamos los ojos y veíamos el campo y los caminos.
Tía
Modesta se vestía su traje de seda negra, y todos mis
hermanos el de marinero. En las gorras, con oro pálido, los nombres
gloriosos: Carlos V, Lepanto,
Méndez Núñez...
En
la hacienda del Rosario, merendábamos. Antes de llegar tía Modesta
nos hacía severas amonestaciones y nos recordaba cómo había que saludar a las personas mayores.
En Dos Hermanas variábamos de carruaje: allí
subíamos al coche que nos enviaba mi madre desde Sevilla. El campo, en esta
segunda parte del trayecto, iba perdiendo poco a poco la augusta
soledad transparente con que rodeaba a nuestro pueblo. Cuando pasábamos el
Guadaira, ya cerca de la Palmera, tía Modesta abría su maletín, sacaba la mantilla de
blonda, y se la colocaba garbosamente sobre la noble cabeza
encanecida. Momentáneamente la extrañábamos un poco, y ella también parecía
un poco desconcertada... Y todos nos sonreíamos sin saber por qué.
Estábamos en Sevilla.
Ya casi de noche
llegábamos a la casa de mi madre, en el
barrio de San Lorenzo. Había que pasar por muchas calles. Todo nos asombraba: la longitud de los paseos, el
río, los barcos, la Cristina, los
tranvías, los sombreros de las señoras, más de dos o tres curas reunidos y, sobre todo, la espesura humana de la Campana en el desemboque de la calle
de la Plata y la de la Sierpes...
Casi al amanecer nos vestían, nos peinaban, nos acicalaban.
Íbamos a ver la Virgen. ¡Qué altísima la Giralda! ¡Que gentío! Llegaba la tropa. Todo nos sobrecogía.
La aglomeración humana adquiría
límites increíbles. ¿Cuántas gentes
había en Sevilla? Todo el mundo llevaba en la cara y en la voz la esperanza de una felicidad celeste. Todo el
mundo invadido por una prisa gozosa. ¡Ver la Virgen! Daban las ocho en la plaza de oro. Se producía un silencio total.
Oíamos hasta el paso de la brisa
mañanera. Toda la catedral, al sol, era retablo. ¡Allí estaba la Virgen! Sí, sentada como en visita en su sillón de oro. Allí estaba sonriente, mecida con
suavidad humana, con el Niño de Dios,
su hijo, sobre las faldas... Sonreía y
aliviaba las penas del mundo. Tía Modesta lloraba: lloraba todo el mundo con una alegría de piropo,
confianza y oración muda. El Niño de
Dios parecía un gitanillo de los campos.
Se reía con cara de travieso y quería escaparse de los brazos de la Señora para jugar con todos los niños
de Sevilla... Se le notaba el deseo
en el piececillo levantado.
Tía Modesta contenía su mística emoción y nos obligaba
a rezar una salve que se fundía en latidos de Giralda. Todo
era un clamor de corazones y miradas. Y el aire estaba lleno de lejanías, distancias, barrios,
pueblos, riberas y llanuras de espigas y amapolas.
Detrás del cortejo el Cardenal de Sevilla. El bueno, el humilde,
el caritativo y angélico Don Marcelo Spínola... La gente
le quería y rezaba en vida como a un santo. El también rezaba,
feliz y gozoso, como un niño encanecido en virtudes.
Veníamos a Sevilla a ver la Virgen. El mundo, las personas,
nosotros los pequeños, todos éramos más buenos desde aquel día. Y dentro del alma, con
los besos de mi madre,
con las lágrimas de tía Modesta, con la felicidad de la muchedumbre unánime, con el repique de la Giralda, se formaba una intimidad indefinible de esencia honda de
Sevilla, una confianza celestial que nos acompañaría ya toda la vida, que nos salvará en la muerte...
¡Veníamos a Sevilla el quince de agosto a ver salir la Virgen de los Reyes!
La
pirámide vacía
Colocaba
el ladrillo o la olambrilla sobre la paletada de cal y con el cabo del palustre daba luego una serie de golpes, templando con suavidad cariñosa, hasta que el oído le decía que todo había quedado
perfectamente sólido y adherido...
«Para colocar bien una solería hay que
saber hasta de música».
Porque Pepe Nieto era mucho más que un albañil: era un artista y, sobre
todo, un hombre de carácter y aventuras. Siempre
callado y afanoso en su oficio; pero por la tarde, en la taberna, a cuestionar,
a definir, a contar imaginaciones y aventuras agrandadas por el calorcillo del
mosto.
-Blanquear, blanquear... La gente cree que eso es muy sencillo
y que todo el mundo sabe hacerlo. Pues no y no. Blanquear bien
tiene, ¡qué diantre!, como todas las cosas del mundo, su aquél y
su intríngulis... El paso de la escobilla ha de hacerse por
igual y casi en seco, mojando sólo lo preciso, y a todo el viaje
que alcancen los brazos... Así se evitan las lágrimas y los
chorreos que luego los acusa el resol feísimamente...
Sí, Pepe Nieto era un buen albañil, pero raro y mentirosillo. Los
vasos de vino que bebía todas las tardes habían
de ser cinco: ni uno más, ni uno menos. Y cuando
estaba en su trabajo, que no le hablasen, porque no
contestaría ni al mismísimo Padre Santo de Roma que viniera a encargarle
una faena. De este mutismo en el ejercicio de su trabajo se
desquitaba muy mucho, luego, contando invenciones de casos extraordinarios en los que
él siempre había intervenido por su natural
arrojo en los riesgos del oficio.
-Estaba yo una vez en el fondo de un pozo de más de ochenta
metros de hondura, cuando me salió un bicho así de grande,
una ballena...
El no tener deudos ni familia le permitía a Pepe Nieto su gran rareza, su
genialidad : labrarse en vida la sepultura. Había
comprado el terreno en el cementerio, y los domingos y otros días de holgar, allí se entretenía en
erigir su enterramiento. En el
caprichoso y libre ejercicio de su maestría, la obra había adquirido con el transcurso de los años, una suntuosidad monstruosa. Zócalos de azulejería,
columnas de ladrillos labrados en talla, cornisamentos atrevidos,
bovedillas llenas de dificultades técnicas...
Aquello era ya un mausoleo en regla,
que en la humildad del cementerio lugareño «descollaba -la frase era de Don Tiburcio- como la
pirámide de un Faraón en el pequeño
desierto de las marismas...» Allí gastó gozosamente todos los ahorros de su vida. Hasta mármoles, farolas y herrajes complicados harían rico y lujoso
su paso y estancia por la otra vida...
¡Pobre Pepe Nieto! Un día fue a un quehacer en Sevilla,
lo trompicó el tren al apearse en la estación, y murió en el
acto, por la fractura de los huesos de la mollera. Nadie reclamó
su cadáver en el departamento anatómico. Le dieron tierra
en la enorme fosa común de la ciudad...
La monstruosa
pirámide del camposanto lugareño espera en vano la fría llegada del pobre Faraón de los
palustres...
crepúsculo
y amor
Al
volver
del campo hacia el pueblo, por los caminos de
los alrededores, veíamos parejas de novios que se alejaban lentamente, hacia los recodos de los pencales, por donde los caminos solitarios
adquirían en la luz del crepúsculo un
violento color de lirios y violetas. Y siempre
estos encuentros fortuitos nos llenaban de un singular desasosiego.
Luego, sin que pudiéramos explicárnoslo, todo lo que nos
rodeaba nos hería con inusitada violencia. Era el color rojo de las flores
del geranio sobre el blanco purísimo de las paredes
encaladas; era el piar intenso de los gorriones en el cielo del patio del atardecer; la lejanía dudosa
del sonar de las campanas en la torre,
al toque de oración; las muchachas que se paseaban, lentas, por la acera
de la calle Real ; una copla que por encima
de muros y corrales ponía temblores en el espacio...
Nos embargaba una melancolía profunda, una como pereza dulce por la
sangre que desembocaba en un anhelo triste e
imperioso: ver desde lejos la hermosura de Marina Caro. Oír su voz,
adivinar sus ojos, sentir sus pasos inconfundibles
por la acera de la puerta de mi casa...
Y nos ensimismábamos con esa profundidad que tienen
los sentimientos primeros, en una idea -ser novios de Marina
Caro- que por imposible de todo punto, nos asfixiaba sentimentalmente
y nos hundía hasta la soledad aniquiladora de las lágrimas.
Los
pájaros
¡Qué guirigay forman al atardecer los pájaros en la celinda,
en el jazmín celeste, por el maceterío del patio! Parece que
todos se cuentan las aventuras del día que acaba. Hablarán de los cielos infinitos de la
marisma, del vario verdor de las huertas, de la fina soledad
plateada de los olivares, de las tierras azules y broncas de
la serranía lejana... Forman una música casi agria a fuerza
de píos y revoloteos. A veces, un ruido imprevisto los asusta, y
el zumbido espeso de la desbandada momentánea deja el patio vacío,
sordo, como si lo llenara de pronto la luz y el atardecer de
otro día... Pero poco a poco, retorna el piar en revoloteo de ramas
a cornisas, de tallos a pimpollos, de aleros a macetas, mientras
el crepúsculo va acortando los grises del día que muere,
entre gorjeos, alas oscuras, o, ya casi en sombra, temblor de hojas removidas
por el sueño del coro saltarín y bullicioso, ahora invisible pero palpitante, entre las ramas y las flores
vagamente nocturnas.
La
oración
Al sol puesto tomaba nuestra casa un aspecto singular,
porque volvían los trabajadores del campo. Entraban por la cancela
grande del postigo, entre chirigotas,
canturreo por lo bajo y gritos a las bestias que con la querencia de las cuadras se desmandaban retozonas.
Fernando el manigero era el que
gobernaba por aquellos dominios en
que la casa confluía directamente con el trajín y la briega campesina.
-Mañana hay que llevar esa mula al herrador.
-Tú,
no te vayas sin ver a la señora Modesta...
-Niño,
que no se rejunte el ganado en las pilas...
Joselito el de la huerta sacaba de los serones de su caballería los
canastos de fruta y las cestas de las flores. Cuando las criadas las llevaban hacia la casa, iban dejando tras dsí una estela de aromas purísimos, mezclados a la
frescura de los parrones verdes o
pámpanos de higueras con que cubrían el
emboque de las canastas... Ciruelas, manzanas, uvas, membrillos. Cada estación su olor y gusto bien
distintos.
El mulero
llegaba de los cerrados de la marisma. Siempre
se traía a dormir las crías a las cuadras «porque daba pena dejarlas al raso, tan tiernas».
Antoñillo el de las cabras, «Palitos» el yegüerizo, los porqueros
de «la estacá larga», Frasco el del manchón y su hijo José, el
cochero, criado tan dentro de la casa que parecía un
sobrino más de Doña Modesta... Todos daban la novedad y
ocurrencia de la labor a Fernando el manigero, el cual les repartía
el pan y el aceite para la próxima jornada.
Por octubre, «el melero», un castellano seco y anguloso
que vivía solo todo el año allá en el cortijo más alejado de la marisma,
llegaba para castrar las colmenas, hacer el arrope y el dulce de
vendimia. No sabíamos ni el nombre de aquel legendario individuo, aislado siempre en la soledad
de su horizonte infinito, y cuyas palabras,
las pocas que pronunciaba, eran tan
distintas en todo de las que decían los demás trabajadores. Se encerraba con los lebrillos en la despensa grande y parecía en su soledad laboriosa el claro
fantasma de la cera y la dulzura. Las
abejitas ponían un zumbido de oro por
el sol de los ventanales. Una tarde lo encontraron muerto de varios días en el
cortijo distante. Lo trajeron en una carreta. No se le conocía familia
ni allegados.
-Yo
creo que era de Soto, en Soria... -dijo Doña
Modesta, pensativa, al comentar la
noticia con el manigero.
Todo aquel mundo bullicioso de la tornada del campo, tenía
un momento de reposo y profundidad, cuando sonaban las
campanas en la torre:
-¡La Oración! -decía Doña Modesta en voz muy alta para
que lo oyesen todos.
Quedaban momentáneamente paralizadas las faenas, los
hombres se descubrían parsimoniosamente, y todos escuchaban,
entre el rudo pisar de las caballerías que seguían andando solas hacia
la pila del agua, la voz temblorosa de la dueña:
-El Ángel del Señor anunció a María y concibió por obra
del Espíritu Santo; Dios te salve, María...
El porquerillo de la estacada larga no sabía rezar y escondía
el rostro fingiendo que buscaba en el zurrón las pleitas de hacer
tomiza.
La alacena
¡Qué gran misterio, también, la alacena de las medicinas!
Estaba en la sala de la costura. Empotrada en la pared y
siempre cerrada, al abrirla muy de tarde en tarde, despedía ese peculiarísimo olor profundo
de cal virgen andaluza, tan unido a lo mejor de nuestra vida.
Sobre este fondo odorífero racial resaltaban luego con
esbeltez aérea los agudos espíritus de los menjurjes
medicinales. Pocos: alcohol de 90 para las fricciones, ungüento
amarillo y tafetán para las heridas, malvaviscos para los
enfriamientos, el tubo de lata de los sinapismos y algunas yerbas y
paquetes de vendajes y algodones... Esto estaba todo bien visible
«en la tabla de abajo». Pero en «la tabla de arriba» era donde
se alojaban los misterios. Ya allí no manipulaban más que las
personas mayores y con muchísimo cuidado. Nosotros nos poníamos
de puntillas y nos estirábamos lo imposible para otear aquel cielo de los prodigios... ¡Imposible! Hasta que un día -aún temblamos al recordarlo- arrimamos una
silla y lo vimos todo a nuestras
anchas... Había un tarro con un agua amarilla, que nunca supimos lo que
era. Estaba rodeado por una faja de papel
con muchos recuerdos de moscas, en el que aparecía pintada una calavera inscrita en una palabra estremecedora: «Veneno»... ¿Quién usaría aquello? Había
otro bote larguirucho, con niebla azucarada
por los bordes. Lucía un nombre
celeste: « Éter». Otro cristal pequeño y rechoncho muy abrigado por trapos oscuros, dejaba leer por el gollete otra palabreja aguda y penetrante como
un alfilerazo: «Yodo». Otro
cristal con un líquido que debía estar compuesto
de almas de pájaros: «Colirios».
Más cajas condecoradas con
tibias y calaveras: «Sublimado». Y muy hacia el rincón, como para nunca cogerlo, se veía otro botellín del
que una criada fantasiosa y novelera nos había contado no sé
qué cuento de amores imposibles y trágicos... «Láudano».
Aquella alacena, en poco más de medio metro, encerraba
para nosotros un mundo de inquietudes y alucinaciones. Y aún recordamos, sin poder reprimir una vaga emoción,
la dulzura poética y agradabilísima que nos corría por la sangre
al leer el nombre de uno de los pomos allí encerrados: «Belladona»...
Cómicas y teatro
Con
el verano llegaban las cómicas. En el corralón del Molino viejo
montaban el escenario. Había unas cuantas filas de sillas de aneas, y separados por unos palitroques,
el resto del corral para la entrada sin asiento, a tres
perras chicas. Cuando eran cupletistas, no iban más que hombres.
«La Narda» bullía mucho en todos los preparativos. Era amigo de todas ellas y
las llevaba y las traía constantemente de un lado a otro. Algunas noches no volvían a la fonda;
entraban por el postigo del campillo, a la casa de Don Anselmo.
Cuando se acercaban las fiestas de la Patrona, a mediados
de agosto, había compañía de comedias y dramas. Entonces iban
algunas mujeres al espectáculo, no muchas. Todos los sábados, eso sí, cante hondo y guitarra. Era lo que más gustaba. Luego,
ya en la época de la vendimia, cuando corrían los lagares y todo el pueblo, extenuado de sol y
borracho de mosto, tenía como una constante
y dulce somnolencia, volvían
nuevamente las cupletistas.
Una vez cantó Don Antonio Chacón que pasaba temporadas
en «Torres», el cortijo de Felipe Murube. Cantó de balde,
«para que no presumiera de cantar por malagueñas un soplapitos
que había escuchado en El Coronil... » ¡Cómo lo escuchó
a él todo el pueblo amacizado aquella noche en el corralón del teatro! La gente se arracimaba por los
muros. Los olés y el griterío del
entusiasmo rebosaban por encima de los
tejados, y el eco de las palmas se oía en los patios de todas las casas. Aquel
acontecimiento quedó grabado de tan indeleble manera en la memoria del lugar, que aún se toma como referencia cronológica de muchas cosas: «el año
que cantó Don Antonio Chacón...»
Las cómicas sembraban en el pueblo una como obsesión
angustiosa. En el campo, en los corrillos de las calles, por las
tabernas, no se hablaba más que de ellas. Los campesinos las
miraban pasar por la Plaza, entre hambrientos de algo y atemorizados
de otras cosas. Cuando se
alejaban, surgían los comentarios
definitivos:
-¡Qué
mata de pelo tiene la muy indina... !
-...Apaleando
parvas en la era quería yo verlas, a ver si iban a tener esas
carnes tan blanquías, como de leche retemblona...
-Pero
qué bien puestas están todas estas tunantas.
La
temporada de teatro culminaba la noche de la representación de «El crimen de
Don Benito.» Morían en escena tres o cuatro personas. Nosotros no lo vimos nunca; pero
asistíamos al anuncio musical del espectáculo, que recorría al atardecer todas las calles del pueblo.
Iba el pregonero anunciando la función y con él la banda
de música que dirigía García. Interpretaban algo que quería
ser fúnebre y que sólo resultaba escalofriante. Los dos ataúdes
que habían de servir en la representación escénica, se exhibían
también en el cortejo musical. Y con los ataúdes, toda la chiquillería
del pueblo. Como era verano y el polvo llenaba todas las calles, una nube densa
envolvía el paso de tanta criatura,
alrededor de la triste música desafinada y de las fúnebres cajas zarandeadas a
tironazos de un lado para otro. Pero
sobre aquel remolino irrespirable descollaba el zumbido del pito gordo,
el tono cascado del flautín, el redoble inacabable
del tambor, la corneta, y los platillazos de Justino el del sacristán. Y allá
íbamos todos, peleándonos por llevar las
cajas de los muertos, entre sudores de basura, gritos, empellones y manotazos, por todas las esquinas del
pueblo, una, dos, tres veces, hasta
que se hacía de noche, hasta que el pito de García ya no sonaba, porque lo obstruía la polvareda hecha barro con babas por la boquilla, por los tubos,
anunciando como la mayor fiesta del
mundo, como la diversión más extraordinaria
y agradable, el tremebundo y mortuorio dramón de ínfimo orden, «El crimen de Don Benito».
El
Refino
Asomarnos al Refino era como
hacer un viaje. Qué griterío en el mostrador, qué cambalache de dineros, qué de hombres y mujeres
rebujados, pidiendo, preguntando,
cuestionando, tan espeso y vivo todo
que parecía que aquello no era el pueblo, sino Sevilla... Sí; estar un rato en el
Refino era como participar en una
aventura deliciosa.
Primero había el mundo impalpable de los
olores. Junto a la puerta de entrada,
la barrica de los arenques. Aparecían
ordenados como la esfera de un gran reloj de Escocia, en oro y plata, cubiertos por una gasa poco limpia
para que no los picasen las moscas.
Olía a rincón de puerto podrido. Poco más adentro, las vasijas del
carburo que asfixiaban los pulmones si lo
olíamos de cerca. Del techo pendía otro olor peculiarísimo: el de las tripas secas para los embutidos en las matanzas
invernales. Sobre el mostrador, la guillotina angulosa de
cortar el bacalao. Y por cajoncillos, tacas y estanterías toda la sinfonía aguda y
recoleta de los aliños y especias: matalahúva,
orégano, clavo, estoraque, alcanfor...
La
ferretería formaba un techo de pulidos latones en almohazas,
cubos, escardillos, rejas, palas, almocafres, y multitud de
adminículos y artefactos cuyo uso y empleo ignorábamos.
Sección
de tejidos: la holanda fina para los casorios. El «grano de oro»
en la ropa blanca. Panas, crudillos, percales, lazos de seda,
mantones, toquillas. Oír rasgar una pieza de tela blanca
producía escalofríos: volaba -como en el arranque hacia
el vuelo de una paloma invisible- un polvillo blanco sobre
la madera del mostrador y la vara de medir.
Envolver
algo en papel
de estraza, con rapidez ajustada
y perfecta, requería una maestría singular: el ángulo del último
doblez, tras una vuelta rápida en el aire de todo el paquetillo,
se ocultaba como el pico de un pájaro en las aberturas de los pliegues
anteriores. Y
la frágil envoltura adquiría una
calidad de cofrecillo vivo, de algo que respiraba un poco, porque el papel crujía al esponjarse, como
protestando contra la forzada
hechura.
Los
colores tenían su mundo luminoso: ocres de tierras bravías,
verdes fluviales y jardineros, grises de nubes nórdicas.
¿Qué
cosa no podría adquirirse en el Refino? Todo. Igual una máquina para segar, que la mortaja para un muerto, o que el Mediterráneo azul en quince céntimos
de añil. Íbamos al Refino a vivir
caprichos, necesidades, angustias y alegrías
humanas. Íbamos a soñar países y cielos lejanos. Algunos no comprendían esto. Y hasta
nos llamaban tonto los sabios
de la botica...
Los egipcios y los toros
No
nos cabe la menor duda -decía aquella tarde Don Tiburcio en su
tertulia, mientras aguardaba la llegada
del correo- de que esa modalidad lujosa que tienen
aquí al adornar el frontal del yugo de los bueyes que tiran de las carretas, es una pervivencia egipcia.
Sobre todo, los colorines y geometrías
que le echan, con tiras de trapos de colores,
moñas y otros perifollos puntiagudos. Lo mismo podríamos decir de los dibujos a punta de tijera en el pelado de
los mulos y los borriquillos... Parecen jeroglíficos y escrituras de aquel
país de las pirámides. Lo cual no nos debe producir sorpresa, dadas las
peculiares características geográficas de este
pueblo. Todas estas marismas de Los Palacios, sometidas en fertilidad y catástrofe al capricho y a las
inundaciones del Guadalquivir,
plantean exactamente el mismo problema que el Nilo; sino que allí lo regularon con esclusas, canales y
obras de ingenierías, enormes y complicadas,
para convertir el territorio del
delta en el más abundante granero de la antigüedad. Cleopatra atraía a los emperadores romanos no sólo por la magia de
sus hechizos personales, que dicen que eran muchos, sino también por el oro cereal, anualmente renovado, de sus inmensos territorios, fecundísimos por la
industrialización del río. Día
llegará en que lo mismo se haga con nuestras marismas. Y este pueblo, si
sabe estar a la altura de las circunstancias, podrá ser una Alejandría interior, rica y
floreciente...
-Y entonces
«la Curruca» -interrumpió el cobrador de contribuciones, que era tan leído como libidinoso- se
llamaría «Sónnica la Cortesana...»
-Hay
muchas cosas -continuó diciendo el secretario municipal ante el
pasmo boquiabierto de su mínimo auditorio y haciendo caso omiso de la interrupción del lechuzo-,
hay muchas cosas que me afianzan en la hipótesis de las influencias
egipcias sobre estos parajes y contornos. Por ejemplo,
el culto y creencia de los astros.
El tener
buena o mala estrella es aquí de suma importancia. También,
el respeto al toro. Fijaos cómo en este pueblo, y por todos estos
campos y alrededores, se le da al toro un sentido grave que no nace
solamente del temor que inspira su bravura. Se le admira,
se le observa, se le ama confusamente y casi religiosamente.
El toreo
que aquí se practica por los muchachos en esa trágica soledad de las marismas,
sin público ni recompensa alguna, sólo por un placer irresistible e inexplicable, quizás tenga
también en su origen remotísimo un móvil psicológico ancestral,
ligado a esas influencias que operan misteriosa e ineludiblemente
sobre la sangre de los hombres. Cuando yo veo esos grandes «espurgabueyes» blancos que contra el
horizonte infinito, planean lentos y reposan con las alas entreabiertas,
en difícil y elegante equilibrio, sobre el testuz de
los toros marismeños, no sé qué
rara estampa de la diosa Isis me viene a la memoria, igual aquí que en
aquellas lejanías del mundo y de la
vida de la antigüedad...
Se acercaba el
carricoche del correo y Don Tiburcio paró su discurso. Todos quedaron como mudos. El cobrador de
contribuciones, que traía aquella tarde una nueva novela de Felipe Trigo, no
se atrevió ni a enseñarla. Algunos de los concurrentes
no entendían a la letra la parrafada histórica del secretario, pero todos habían vivido por unos
momentos un éxtasis arqueológico
confuso y agradabilísimo, hecho surgir por
la sabiduría de Don Tiburcio de algo tan vulgar como los cabezales con fantasías de las yuntas en los
carretones, el pelado de los mulos, y
los toros solemnes, mayestáticos, dioses
en la inmensidad de las marismas de mi pueblo.
El entierro
de Angelita
Angelita, la niña que vivía en la última casa de la
calle Aurora por donde ya se sale a la marisma infinita, y en el invierno,
cuando las riadas entran
las barcas de Coria-, Angelita, la que se desmayaba cuando decía sus versos a
la Virgen, ha muerto. Ha muerto ahora que todo el cerro del prado estará lleno
de lirios y campanillas blancas... ¡ Pobre Angelita!
Era rubia de trigo y de maizal de oro. Los domingos, cuando
iba con las demás niñas al pozo del almendro, prendía de
sus trenzas triunfales un lazo celeste, un lazo de seda celeste, el único de seda que tenía Angelita. Sus
amigas le encontraban semejanza -y
ella se ruborizaba, humilde, al enterarse-
con la Virgen blanca y celeste que hay a la derecha del altar mayor de la iglesia.
Se agrupaba el duelo en un portal, y por una puerta ladera,
a través de una cortina de encajes blancos, se entreveía
una sala con un altarito desordenado, la caja blanca donde
entre flores estaba Angelita, y una lamparilla de aceite, que ardía dudosa ante
un cromo del Ángel de la Guarda.
Fuera,
la tarde del pueblo iba formándose con plata de acacias y oros
declinantes. De la torre incendiada en amarillo de
sol y cal, comenzó a caer el
doble por la niña muerta: tristes
campanadas que el viento hacía opacamente lejanas, o dolientes en la cercanía. Se unía el plañir de los
badajos con el oro del atardecer y con el triunfo verde de los campos que se asomaban adonde las calles se deshacían, y todo
el pueblo estaba lleno de la armoniosa
tristeza de la muerte. ¡ Melancolía
honda de adolescencia tronchada sin un florecer de músicas ni de fuegos!
Negligente
y humilde entre las silenciosas miradas de los campesinos que
por las esquinas de las calles esperaban, el entierro pasó. Los
monaguillos, con sotanas de paño rojo y roquetes manchados y quemados de cera,
iban primero, y, a hurtadillas del sacristán, jugaban por el aire con los
altos ciriales. ¡Oh
los ciriales, de madera pintados de negro viejo, con
los bordes de arriba en amarillo y las velas torcidas y apagadas!
Seguíanles otros zagalones, algunos descalzos, mal ordenados y con las
velas también apagadas, y, postreros, Don Andrés el cura y el sochantre. Blanca
capa, por ser entierro de niña, lleva el
párroco. Algo derrengado de un hombro, al andar, un pico de la capa va lamiendo el suelo y levanta tenue polvareda, y aun a veces engancha y arrastra
algún palitroquillo seco. El sochantre, de tosca corpulencia, muestra los pantalones
bajo la destartalada sotana y, caído sobre una ceja, el bonete de verdoso negror.
Al paso de la exigua comitiva, los campesinos descubren
sus testas quemadas del sol, con cabellos lacios que caen en flequillo angular sobre un lado de
la frente, y se incorporan y marchan hasta la puerta de la casa. La tarde va ya
palideciendo. El poniente comienza a
preparar decoraciones de ocaso para el sol, que ya apenas si queda asido a la
tierra, ni aun a los hilos de orillo de la humilde cenefa de la pluvial.
Han
llegado a la casa de Angelita. Don Andrés, a través de los cristales
de sus gafas torcidas, ha
mirado la puerta, ha blandido el hisopo murmurando unos latines, y en voz alta,
luego, ha cantado un gorigori triste. Los campesinos, enfundados en sus gruesos
trajes de paño pardo con los dobleces
del
arca -trajes que se hicieron para el casorio, sirven siete veces en toda una
vida, y luego de mortaja-, forman un semirruedo en torno a la puerta y al
clero. Hay unos instantes de espera
infinita al concluirse los latines. En el malva de la tarde se esfuman todos los
contornos. Caen lentas las postreras
campanadas y llegan por las ventanas llantos de mujeres.
Abisma el silencio
altísimo. En el zaguán se oyen unos pasos arrastrados y desiguales, y entre
cuatro sacan el ataúd de Angelita. Es blanco y con las aristas forradas por
cinta celeste. ¡Qué tristes
sobre las cintas celestes las cabecillas de las tachuelas que la tosquedad del
carpintero dejó sin cubrir!
Cura y sochantre han
vuelto a entonar preces funerarias. Todos los rasgos se van borrando en un gris
oscuro. Al pater noster la tarde
se deshace en tristeza, y la comitiva inicia la marcha con rumbo a la
parroquia.
Las calles por
donde pasan quedan cegadas de melancolía, y rostros de mujeres tristes se
asoman a las puertas para ver el entierro que ha pasado, con un rumor de
conversaciones en voz baja y pasos a
compás. De vez en cuando se oye un
responso que se pierde melancólico en el aire.
Han
llegado a la iglesia: últimas salmodias, y allí quedan
los oficiantes, y sigue el ataúd, con su acompañamiento de
campesinos, camino del cementerio. Bajan la calle del alcalde y salen al
campo, donde ya el anochecer cuelga sus cortinas
moradas. Atraviesan la carretera blanca que surca valiente la marisma camino de Cádiz y del mar. Por entre huertos y pencales llegan al camposanto. Un hombre
que hay fumando en la puerta abre la
cancela de entrada, que chirría. Entran
todos. Al rato, salen ya en grupos y hablando en voz más alta. Quedan aquellos contornos en negra
soledad. Comienzan las danzas de
sombras por entre las arboledas y contra
los vallados. Un cuervo grazna desde un árbol. La noche prende en el cielo todas sus estrellas.
¡Oremos
por Angelita la de las trenzas rubias, que no tenía más que un
lazo de seda para la tarde del domingo!
El postre amargo
Cuando
hacían arroz con leche en el perol grande, amarillo y
reluciente, Milagritos nos llamaba a la cocina para que lo rebañáramos, una vez que lo había
escanciado en las fuentes cartujanas en que lo servían al comedor. Era uno de
nuestros placeres infantiles.
Milagritos,
la cocinera, llevaba muchos años en la casa; y esta larga
permanencia, unida a su mucha edad, le permitía ciertas confianzas y
diálogos con tía Modesta, que, aun con su bondad sin límites, era adusta y grave, ya que siendo
mujer tenía que gobernar a muchos hombres, campos, negocios e infortunios
familiares.
Una tarde de arroz
con leche dialogaban ociosamente en la cocina Fernando el manigero y Milagritos. Yo rebañaba por allí mi perol, con tanta parsimonia y regusto, que los
dos criados viejos se olvidaron de mi presencia. -Créame usted,
señor Fernando -decía la cocinera-; la señorita Luz hubiera hecho muy requetebién en casarse con Don
Tiburcio el del Ayuntamiento, que, aunque no le dio el cielo
mucho ángel, es también un hombre de carrera y de leyes;
y no emperrarse con ese tipo del medicucho, cochino y sin
religión, que la engañó y distrajo cuando joven, y que ahora
la está matando y heredando en vida con tantas visitas y
recetarios... La enfermedad le ha costado ya más dinero que vale
un cortijo...
El viejo Fernando asentía, se rascaba entre los pelillos canos
de la mollera, y concertaba cálculos económicos para sus
adentros.
Milagritos
alcanzó de la estantería un limón reluciente, lo fregoteó en
el agua y comenzó a cortar tiras de cáscara, como de oro pálido.
-Y Dios quiera que no le falte nunca la señora Modesta
que es una santa... Porque es que ya no hay quien la sufra. Cada
día que pasa se le reviene más y más el envenenamiento de esos polvitos que
le trae la cosaria... ¡ Qué cosas, Dios santo!
Una mujer que se podía reír del mundo, rica, bien mirada, y ahí está la pobrecilla metida en las
inyecciones y en los reconcomios de su
vida. Porque la señorita Luz ya ha cumplido
los cuarenta...
-Nació el año de la riada grande -corroboró el manigero con
campesina seguridad en la referencia.
Milagritos fue adornando, primorosamente, con tiras de
limón los blancos platos del postre. Luego tomó la lata de la canela y los
moldes con dibujos para distribuirla con finura. Olía a esencias toda la cocina.
-Pues
a mí me han dicho, señor Fernando, que a la cosaria le puede
costar un disgusto el trapicheo de las medicinas que trae de
Sevilla... Que eso está más penado que el contrabando...
El
señor Fernando levantó los ojos del suelo con aire de
lenta sorpresa.
-...Sí,
sí, que yo me
he enterado muy rebién, que la señora
Modesta no me guarda secretos...
Hubo
un silencio durante el cual, cada uno de los interlocutores
medía la gravedad de lo que comentaban. Milagritos
comenzó a espolvorear la canela a través de los finos tamices.
Que
esas medicinas que toma la señorita Luz son para que le den
sueño y no sentir lo que pasa por el mundo. Y
que se está matando poco a poco con esos venenos...
Fernando
se levantó sin hacer comentarios y echó a andar hacia la cuadra. Ya llevaba mediado el camino cuando
volvió
sobre sus pasos, llegó nuevamente a la puerta de la cocina y dijo así:
-El
mundo, señá Milagros, está más que desgobernado. ¿Sabe usted el
runrún que había esta mañana por las calles? ¿No? Pues que Marina Caro, la chiquilla de los Caro de ahí arriba,
se ha fugado anoche con el cobrador de las contribuciones...
Que ha huído, sin casarse, como marido y mujer, camino de
Sevilla...
Milagritos,
de la sorpresa, comenzó a echar la canela fuera de los platos. Luego resumió así:
-...Si
ya decía yo que esa niña era muy noviera y que estaba muy
pagada de sus hechuras...
¡Ay!
El arroz con leche nos supo amarguísimo aquella tarde.
Los caballos
El yegüerizo
nos llevaba algunos días a los cerrados de la marisma. Avanzábamos tanto por la inmensa llanura que hasta se perdía de vista el pueblo,
el mirador de mi casa e incluso la alta torre de la iglesia. Entonces estábamos ya como en un país lejano y remoto.
Por allí los terrenos llanos se
ondulaban suavísimamente. Aparecían en las
mañanas de abril y mayo revestidos por el color de las florecillas silvestres,
en tal profusión, que desaparecía la tierra, y el enorme suelo era todo de margaritas blancas, de azules lirios olorosos, de florecillas rojas o
amarillas cuyos nombres desconocíamos.
¿Cuántas? Toda la tierra era flor, mar
de colores.
A
mediodía, el sol intenso recalentaba la mullida extensión
y subía un vaho dulce y densísimo que se adhería a la ropa, a las manos, a
la cara. La brisa fingía oleajes en el perfumado
colorido. Por los cerrados, los potros, las yeguas, los caballos pacían flores. Miraban, -el fino
cuello erguido - atalayando algo en
el aire, que los hombres no podíamos ver en la inmensidad. Corrían, piafaban, galopaban con las crines gozosamente sueltas. Las pisadas de los galopes
resonaban dobladas en eco contra el
tambor de la distancia. El relumbre
del sol en los cuellos, en las ancas fuertes y ágiles,
destellaba puro. Y a veces un
relincho largo, lleno de trémolos y de vida, retemblaba en la
vasta inmensidad, y parecía que la marisma se angustiase por el
deseo imperioso de un dios enamorado, casi celeste.
La novena de la patrona
Mediado
agosto, la novena de la Patrona. Era la Virgen de las Nieves. Qué contraste entre los solanos
y recalmones del duro verano, y esta advocación de Nuestra Señora, pálida en el oro del altar
mayor, pequeñita, dulce, con sus negros cabellos naturales en
los que el fervor de la camarera pendía graciosamente una
clavellina blanca o celeste. Recordábamos por lejana y distinta la iglesia fría y húmeda, olorosa de lentisco y monte verde, cuando
las fiestas de la Pascua del Niño de Dios...
No;
ahora la iglesia tenía un resplandor de mármoles espejeantes, una
frescura de patio que acendraba el primor de su frescura con los
resoles, agobios, sequedades y ventolinas asfixiadoras de las tardes del alto estío.
Currito
el organista hacía primores con la música. Mezclaba trozos de
«Aida» con la Marcha Real, aires de villancicos con el «Tantum Ergo», todo enlazado por el cañamazo
melódico de unas arbitrarias y ruidosísimas escalas, algo
cojas porque alguna trompetilla del viejo órgano no respondía
a tono o perdía el aire del fuelle... Pero todo se salvaba en el acorde
último, en un arrebato místico-marcial, tan intenso y potente que
toda la iglesia retemblaba de vibraciones musicales y no dejaba en su escalofriante fuerza respiro
para percibir cojeras de solfeos ni mélicas
arbitrariedades. Pisando el eco largo de la improvisada catarata de arpegios, las
niñas de la calle Real, con voces trémulas y tono de cañas
secas, cantaban como con sueño -y el sueño era el fervor- las
coplas tradicionales:
Dios te salve, Virgen de las Nieves,
Admirable portento de Dios.
Dios te salve, Patrona querida,
Danos siempre tu gracia y tu amor...
La
mitad del último verso -«tu gracia y tu amor»- lo repetía
el coro tres veces, entre las escalas escalofriantes, cada vez
con tono más humilde de reverente súplica. Como las puertas del templo estaban
abiertas de par en par, la tarde campesina, el oro de las eras, los remolinos de la marea,
entraban dentro del recinto sagrado, y jugaban en místicas tolvaneras
cereales sobre los aljofifados pavimentos. Toda la vida
lejana y dura de los campos en cosecha, se fundía con aquel
temblor de voces humanas, celestes aunque inarmónicas, que
impetraban de la Virgen diminuta su protección graciosa.
Desde el coro veíamos
pasar las carretas de lentos bueyes, más
empenachados y vistosos que ningún otro día los frontales de las yuntas, porque hasta allí llegaba el júbilo puro y sencillo de las fiestas por la Patrona.
Gentes de fuera
La llegada de un desconocido constituía el mayor acontecimiento
en el lugar. ¿Quién sería? ¿Qué le traería? ¿Qué buscaba por el pueblo? Había visitas
previstas y anuales. El vendedor de telas y tejidos; el de los
quesos manchegos, con trajes de sucia pana y las alforjas rezumando
aceite; los matuteros del Campo de Gibraltar; el velonero de Lucena, cubierto
de metales como un ángel de oro, irradiando lumbre, soles y rayos por el resol de las
siestas... Los veloneros no pregonaban: sólo el tintineo
acompasado de los platillos de metal, tan finos y transparentes en su sonido
que se oían puros, aunque disminuidos a través de muros
y corrales, cuando ya iban por las calles más alejadas. Una
vez llegó Don Otto, un alemán rojizo como una mazorca, que iba a
poner la luz eléctrica. La instalación de las primeras palometas para los cables de algunas calles
constituyó un acontecimiento inolvidable entre chicos y mayores.
A veces aparecían por el pueblo unos pájaros de mal agüero
que sembraban por todas las aceras y rincones el pánico
y la discordia. Eran los lechuzos de las contribuciones, los cobradores
de impuestos y recargos fiscales, gente agria de papel y pluma que ejecutaban
los embargos y causaban la ruina
de los pobres.
Un invierno de los
más crudos de lluvia apareció por el lugar
un personaje peregrino, grande y destartalado de hechuras, con los ojos azules, dulces e infantiles, y
que venía a cazar pájaros en las marismas.
Era de Noruega o de Suecia, un país lleno
de nieves casi perpetuas, inconcebible, por mucho que el viajero refería para los lugareños de nuestro
pueblo. Cuando los mozos o
chiquillos en la plaza le decían que hacía mucho frío, él enseñaba su robusto tórax sólo cubierto por la fina camisa, respiraba fuerte, sonreía y decía que
tenía calor... Iba con los pateros a
las lagunas más difíciles. No había caños ni tollos que le arredrasen. Cobraba
collaretas, flamencos, ánsares y otras aves de variadísima pluma. Por la
noche, en la posada, las disecaba para enviarlas a un museo de su país... Pero la gente en el pueblo dio en decir que
era brujo, y que otra cosa que no pájaros vistosos era lo que buscaba
por aquellos contornos.
Cuando el nórdico cazador científico y naturalista demostró,
por la experiencia de muchos días y aún semanas, que ya conocía el
gusto de todos los vinos del pueblo, y que sabía distinguir con
precisión un caldo primerizo y feble de otro añejo y con cuerpo, la leyenda de la brujería cedió
terreno hacia una confianza abierta y llana, que, a poco, le
hacía acreedor a la mejor carta de naturaleza en el lugar: la de
tener un apodo... Le llamaron «Don Limpio».
La
razón de tal apelativo, aceptado con tácita unanimidad, causó al
principio gran jolgorio, sobre todo entre el gremio de las mujeres. Como en la fonda
en que se hospedaba no había baño, ni ducha, ni artefacto que los supliera, y
el forastero era tan amigo del agua como del vino y la caza de pájaros, concertó una higiénica estrategia con Frasco, el
dueño de la posada. Todas las mañanas, previo el toque de
un gran cencerro para que la vecindad quedase en aviso y no hubiera
sorpresas escandalosas, el sueco salía al patinillo de la fonda
casi en el traje de Adán, y Frasco, subido en una alta piedra
junto al brocal del pozo, le espetaba con medida violencia
por morros y paletillas, varias cubetas de agua limpia y fresca,
acabadas de sacar de la hondura. Terminado el sanísimo y
pintoresco diluvio, el posadero repetía la prudente cencerrada
y quedaba restablecida la normalidad del paso por puertas,
postigos, patinillos y corredores.
«Don
Limpio» se fue y volvió... Al cabo de pocos años terminó comprando
unas viñas por el contorno. Casó y fue felicísimo con una juncal marismeña que aun después
de la boda, y siempre, siguió
llamándole Don Limpio. Hoy es
uno de los cosecheros más acaudalados del lugar: «
Witner-González y Cª. Mistelas y alcoholes generosos. Gotemburgo-Los Palacios».
El
niño mayor de «Don Limpio» -moreno y ojos celestes- dicen que
apunta para torero.
Tristeza
Paseaban
solas por la Plaza las amigas de Marina Caro. Iban envueltas en un silencio
espeso y las gentes que las miraban no las veían a ellas: adivinaban
a la que se fue del pueblo con sorpresa y escándalo. Aunque
hiciera sol, cuando discurrían por las calles las tres amigas de Marina Caro, la luz quedaba un poco viuda, parecía que
la tarde se anublaba momentáneamente y que algo tácito y
depresivo llegaba a hacerse insostenible.
Llegaron con más jolgorio y concurrencia que en los restantes
días del año las fiestas de la Patrona, mediado agosto. Las fuerzas eternas
y elementales de la vida crecían en una dulce angustia de sangre calurosa y rebrillo en los
ojos. Ciegos mensajes
de la especie cuajaban en un balbuceo de frases entrecortadas, en palabras sueltas, hondas,
grávidas de suspiros.
La tarde alargaba la avenida de sus luces en el verano dormido, como un jardín de largas promesas, eternamente renovadas. Todo el mundo lucía su traje nuevo.
Ahora, ya no pasean por la Plaza las amigas de Marina Caro.
Se quedan, solitarias, contra los quicios grises de sus puertas
andaluzas. Les duele la tarde en los ojos y en el misterio
oscuro de sus vidas sin belleza, sin piropos, sin alegrías.
Las eras
Por
agosto y septiembre las eras en el Prado, el ejido del Común. Subíamos a verlas desde la azotea
de casa. Todo aquel comienzo de la marisma
que lindaba con el pueblo se
poblaba, como un Belén inmenso, de transitorios
chozajos hechos con berlingas y techos de bayunco, rodeados de carretas, caballerías y montones de
grano. A la tarde, cuando se
levantaba la marea, comenzaban los trabajadores a revolear las parvas, ya deshechas por los trillos. De cada bieldo surgía una nube de oro. Al trasluz del ocaso luminoso se veía
claramente cómo el grano caía, péndulo, hacia la tierra, y la paja
volaba liviana por el aire...
Había muchas eras. El sol, a veces, rebrillaba en las gavillas
como si fueran de cristal amarillo. Todo aquel mundo gozoso
de la recolección se movía con ansia febril. Giraban incansables,
en círculo, los trilladores; los mozos apaleaban la avena
o el trigo; aquí llenaban sacos y espuertas; más allá cargaban en galeras, en
volquetes, en carretas de yuntas... Había que hacerlo así, con rapidez agotadora: que por Consolación
venían siempre golpes de lluvia temprana que dañaban
las cosechas si
aún estaba el grano por el suelo.
Algunos
labradores ricos daban las eras a destajo. Una vez murió un
trabajador en uno de estos agobios. No
repararon en su falta los demás compañeros, alejados por
otros cerros de faenas y gavillas. Debió de ser una congestión, que aquellos días fueron de solano y pesaba el aire
como vaho del infierno, aun después
de puesto el sol. Al cabo de algunos días,
con trágica sorpresa, sacaron el muerto casi a pedazos, de entre las pajas
amontonadas a gran altura por el viento de las mareas. Estaba horriblemente
descompuesto. Lo reconocieron -¡ Pobre
Arcuña!- sólo por la faja renegrida liada sobre los riñones.
Pueblo lejano
¿Lejano? ¡No! De acacia y sol, de risa y ternura, de azahar
y estiércol, de cal y matojos silvestres, agrio y dulcísimo a una
vez, vivo, presencia perenne en la felicidad de mis ojos cerrados y abiertos con gozo
inextinguible
sobre aquella vida pobre y verdadera. Sí, siempre, aquí, en el tiempo sin horas de la sangre, puntual y
fidelísimo, única rama de mi vivir sin
ocaso ni sesteo, en inmutable y profundo
verdor primaveral, hasta que Dios se sirva llamarnos en paz y tranquilos, cuando quiera.
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